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La traición tiene historia

Imponentes, inmunes a los siglos y testigos silenciosos de historias viles y heroicas, los muros de la Torre de Londres se yerguen junto al Támesis mudo que surcan barcazas y naves de recreo. La impenetrabilidad de aquellas piedras milenarias se interrumpe en un arco custodiado por una puerta metálica por la que se escabullen las aguas del río vecino: la Puerta de los Traidores. Paso al deshonor por el que transportaban al encierro y a la posible decapitación a quienes perdían el favor real o conspiraban contra la Corona.

Traicionó Dalila a Sansón, Absalón a David y en el Salmo 41 se advierte que “aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar”. En la Divina Comedia, Dante reserva el noveno círculo del infierno para los traidores, el peor de los lugares de desolación y crujir de dientes que describe con pinceladas aterradoras en esa obra magna de la literatura universal. Qué tan profundo yacen los condenados en el hielo del río Cocito depende de la magnitud de la traición. Alighieri divide el destino infernal en cuatro; el primero, Caina, retrotrae de inmediato al primer acto de engaño en los textos judeocristianos y que aparece bajo formas diferentes en otras leyendas y mitos de la Antigüedad, indicación clara de que esa conducta, reproducida tantísimas veces en la historia, constituye una suerte de baldón inscrito en el ADN de la Humanidad.

En Crítica de la razón arrogante, me anotan, el filósofo uruguayo Carlos Pereda aporta una cita del novelista inglés Edward Morgan Forster carente de desperdicio: “Odio la idea de causas, y si tuviera que elegir entre traicionar a mi país y traicionar a un amigo, espero tener el coraje suficiente para traicionar a mi país. Tal elección puede escandalizar al lector moderno, que de inmediato extenderá su patriótica mano al teléfono para llamar a la policía. En cambio, no hubiese escandalizado a Dante. Dante sitúa a Bruto y a Casto en el círculo más bajo del infierno porque eligieron traicionar a su amigo Julio César en lugar de su patria, Roma”.

En el castillo de Zamora había el Portillo de la Traición. El romancero recoge que “de dentro de Zamora un alevoso ha salido; /llámase Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido,/ cuatro traiciones ha hecho, y con esta serán cinco./ Si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo”. El tema lo revive el insigne Cervantes, quien nos apercibe junto a Sancho de cuán válidos son los refranes porque reflejan con total fidelidad ocurrencias ciertas. Además, don Quijote era en palabras del escudero “un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller”. Credenciales suficientes para no dudar de que “aunque la traición aplace, el traidor se aborrece”.

Cuando don Miguel de Cervantes y Saavedra inventaba un género literario, otro genio escribía en otra lengua y lugar de Europa. Aunque amparados ambos en la ficción, William Shakespeare extraía inspiración de las circunstancias de su tiempo al igual que su contemporáneo español. ¿Dónde radica, pues, la intemporalidad de la prosa y poesía de estas figuras señeras, al punto de que se leen con igual fruición que antaño y la relevancia de sus juicios y enseñanzas continúa vigorosa pese a los 400 años de por medio? La sustancia y el estilo de Cervantes y Shakespeare, sin duda, confieren categoría universal a una creación literaria prodigiosa liberada de límites por las múltiples traducciones, en un trasiego de solaz educativo que despierta admiración y espabila mentes urbi et orbe. En la ergástula estambulí a donde la represión lo aherrojó, a Can Dündar, director del respetado periódico turco Cumhuriyet, se le permitió un solo libro: escogió El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

En muy buena medida, la frescura incorruptible de las obras cumbre de la literatura universal obedece a que perfilan con firmeza y realismo los vicios, pasiones y defectos propios del ser humano. Con el devenir, el baremo habrá mutado. Ciertamente, aplica la tesis marxista que postula la sujeción de la vida social y todo el entramado colectivo y legal a la organización productiva.

La traición, sin embargo, arrastra repulsa desde que el mundo es mundo, y nadie como Shakespeare la descompone en todas sus facetas, cada una cargada de horror y turbidez. En la totalidad del arte de su literatura, los demonios del engaño aparecen y desaparecen en tragedias que simultáneamente desgarran y aleccionan el espíritu. Resta un sedimento de amargura y satisfacción. Ausente la impunidad, el precio a pagar siempre deviene sacrificio. Como Hamlet, por ejemplo, consumido por el tormento de ver al traidor de su padre sentado en el trono de Dinamarca; la madre y viuda, como consorte; el artificio como virtud aparente en un mundo de ambiciones estremecedoras desvelado al príncipe por el fantasma del padre que se le aparece de madrugada, en uno de los muros del sombrío castillo de Elsinore.

La verdad de las traiciones debe ser revelada, y he aquí uno de los salientes importantes en la obra más trabajada por el escritor inglés. Moribundo, a Hamlet lo asalta la duda de si la falsedad del rey impostor quedará totalmente esclarecida. Pide a Horacio que cuente lo ocurrido, que se empeñe con fervor para que historia y verdad converjan. Lo conforta Laertes, quien, también en trance de muerte, le pide intercambiar perdones tras admitir que el Claudio traidor recibió su merecido. Venganza consumada como acto de justicia.

En Julio César, Shakespeare dramatiza nuevamente la traición y el “¡Hasta tú, Bruto!” cobra fuerza de acusación y condena permanentes cuando el héroe romano cae bañado en sangre, cubierto el rostro con la túnica noble. Sucumbe ante el puñal alevoso y también la convicción desoladora de que su valido, aquel en quien había depositado confianza plena, tenía como consorcio en el magnicidio a lo más granado del entorno del emperador, Cicerón incluido. Sí, el senador que hizo historia con sus denuncias repetidas contra la traición de Catilina en piezas célebres de oratoria de la que una frase se ha convertido en advertencia imperecedera: “¿Hasta cuándo abusará Catilina de nuestra paciencia?”. Para la puñalada trapera y el abrazo se asume la misma posición.

Coriolano, una de las últimas obras que escribió el nativo de Strafford-Upon-Avon, ha sido definida como la metáfora de la traición política. En un solo carácter, en Macbeth, se resumen todas las maldades, defectos y las consecuencias funestas del comportamiento artero. “Smooth runs the water where the brook is deep, And in his simple show he harbours treason”. El agua corre tranquila allí donde el arroyo es profundo. Y en su apariencia sencilla oculta la traición, advierte Shakespeare en la segunda parte de King Henry VI, con igual economía de desperdicio que Cervantes. Remata su dominio de la sabiduría popular con otro dicho: la zorra no hace ruido cuando ataca al cordero.

Aquel florentino astuto que dijo sin recato que a menudo las palabras deben servir para esconder los hechos, reflexionaba que “los celos, la avidez, la crueldad, la envidia, el despotismo son explicables y hasta pueden ser perdonados, según las circunstancias; los traidores, en cambio, son los únicos seres que merecen siempre las torturas del infierno político, sin nada que pueda excusarlos”. Parecería, empero, que la sabiduría de Shakespeare y las prescripciones maquiavélicas carecen de peso en la política contemporánea, o ya la traición dejó de comportar la acrimonia del pasado. Culpas son, pues, de los tiempos porque existe aún el mismo ser humano, objeto de amor decreciente en la medida en que más se le conoce. Nada nuevo bajo el sol que una vez alumbró a Shakespeare y a Cervantes.

Saturno devorando a su hijo trasciende la simpleza de pintura del período negro de un Francisco Goya febril en Burdeos, y me sobrecoge cuando admiro el cuadro en el madrileño Museo del Prado. Es la cotidianidad política, amplificada una y otra vez. La traición tiene historia. (adecarod@aol.com)

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.