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La vida, y no la muerte, es la que no tiene límites

Lo primero que tenemos que apuntar a favor de Gabriel García Márquez es el haber cumplido en plenitud su propósito –varias veces reiterado entonces- de escribir una novela de amor con un final feliz, como en las narraciones clásicas. Y lo segundo, el mantener un discurso narrativo coherente, que no se apartó de sus líneas originales, sino que por el contrario levantó y enriqueció sus apremios temáticos de toda la vida.

Escribir entonces una historia de amor inconcebible –eran tiempos de cólera social, sanitaria y económica, como los actuales- fue una proeza tan igual o mayor que los increíbles sueños de amor alimentados por Florentino Ariza durante cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches, de una existencia saturada de borrascosas y sombrías perspectivas de ensueños. Sólo la maestría narrativa del Nobel colombiano puede situar al lector dentro de un ambiente epocal tan temeroso a los estragos del cólera, sin que esa pandemia sea descrita en con la amplitud y el sentido de tragedia que parece anunciar el título de la obra.

García Márquez en esta novela sostiene las aristas de sus pesadillas temáticas, reverdece algunas, reitera otras, se mueve entre las piezas de un viejo armazón tan conocido y apreciado, y erige sobre las murallas de su conciencia creadora una historia donde las constantes señeras serán la vida, la muerte, la vejez, y claro está, el amor. Florentino Ariza fue un ser destinado a la sumisión del amor que contra todos los vientos y por encima de la voluntad devastadora de todas las mareas, se impuso a fin de cuentas como un colofón tardío a sus persistentes requiebros y, quizás como un desenlace esperado, a sus locos devaneos (“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”).

Es en el segundo capítulo de la novela cuando Florentino Ariza vio por primera vez a Fermina Daza, que el lector descubre las características de la terrible enfermedad que azotaba la sociedad en que se desarrolla la novela y que estigmatizaba a todos los que la poseían. La madre de Florentino, Tránsito Ariza, lo observó sin habla y sin apetito, dando vueltas toda la noche sobre la cama con cagantinas y vómitos verdes, sufriendo la falta del sentido de la orientación y con desmayos repentinos, peculiaridades que luego comprenderemos que son comunes tanto a los estragos del cólera como a los desórdenes del amor.

Salvo otras referencias ligeras, esta es la única descripción aproximada que nos ofrece el autor sobre los signos del cólera, y sólo cuando nos adentramos en la historia de amor que más adelante se teje, advertiremos el terror que producía la epidemia en la época en que se desarrolla esta historia. Luego, todo el engranaje narrativo está dirigido a referirnos la aventura increíble de amor vivida por Florentino Ariza desde que Fermina Daza le miró un día en su casa llevando un telegrama, “mirada casual que fue el origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado”. Para entonces, Fermina estaba “todavía a salvo hasta de la simple curiosidad del amor”, pero la persistencia de Florentino llevada a momentos de insoportable tenacidad, hizo variar el rumbo de sus días, a pesar de aquella nota tan premonitoria, expuesta con una sencillez abrumadora, pero que, a nuestro juicio, alcanza niveles muy significativos dentro del marco general en que se desenvuelve el argumento posteriormente. En apenas dos líneas, García Márquez comienza a confundir el hilo de la trama y precipita con original maestría el curso del relato. Florentino le entrega la carta a Fermina y “entonces ocurrió: un pájaro se sacudió entre el follaje de los almendros, y su cagada cayó justo sobre el bordado” que en ese momento sostenía Fermina como recipiente para recibir la misiva de su enamorado.

La ambición de amor de Florentino cursará entonces un destino insospechado, hasta concluir en su primera parte con el rechazo de Fermina, un rechazo que se produce en ella como “un destello de madurez que pagó de inmediato con una crisis de lástima” y que constituye el eje central de la novela. Aquí Fermina comienza su nueva existencia, la que probablemente la marque definitivamente, porque fue allí donde ella “pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas”. En otras ocasiones, ella lo vería siempre como “la sombra de alguien a quien nunca conoció”. García Márquez, muchas veces necesitaba en sus novelas de amplios espacios textuales para definir a un personaje o describir una situación, pero en otros les bastaban ligeros esbozos, dos o tres líneas les parecían suficientes. Del mismo modo que terminaba un ángulo de su historia con un aguacero brutal y repentino, con una gran fiesta o un celebrado entierro, destruyó a Macondo en pocas palabras y así mismo acabó con la vida del doctor Urbino Daza, esposo de Fermina (“...entonces alcanzó a darse cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés”).

El “tropezón mortal del amor” sufrido por Florentino modificó sus rumbos, y ya no volvió a ser jamás el mismo, “en contra de su propósito firme y sus esfuerzos ansiosos” de seguir siéndolo. Florentino iniciaría un trajinar vaporoso de amores callejeros, cazando “las pajaritas huérfanas de la noche” y fornicando en lechos muy variados, sin que él mismo pudiera definir si esa costumbre fornicativa “sin esperanzas, era una necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo”. Florentino aseguraba haber ejecutado el acto sexual con más de seiscientas féminas, sin más ardor que la pasión divertidora del momento y sin más rejuegos que los que el recuerdo de Fermina azotaba su conciencia. Sus muchas mujeres, de historias vertidas con calor sobre las sombras de su existencia, testimonian una desilusión de amor y una búsqueda incesante de nostalgias, como un rictus de odio contra sus propios desvelos inútiles. Así, en esas condiciones, le llegó el tiempo de la vejez, no como “un torrente horizontal”, sino como “una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria”.

Luego de aquel reencuentro que esperó medio siglo, la novela concluye en aquel barco de la compañía fluvial, la naviera que era ya regentada por Florentino Ariza, en el que ambos inician un crucero sin destino. “Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor”. Y entonces: “...habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuando más cerca de la muerte”. Por eso, el capitán que dirigía la nave –una aventura increíble de amor concluida sobre las aguas del largo y caudaloso río Magdalena- cuando cuestionó a Florentino sobre aquel viaje sin destino (“¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?”), y Florentino le respondió que “toda la vida”, tuvo la sospecha asustadiza y tardía “de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.