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La violencia como arte y denuncia en el cine

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La violencia como arte y denuncia en el cine (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Equivocado estaba al pensar que Rescatando al soldado Ryan sería el non plus ultra del género bélico en la pantalla grande. Que resultarían insuperables esas escenas impactantes de los primeros minutos, réplica hollywoodiana del sangriento desembarco aliado en la playa de la Normandía francesa codificada como Omaha en la operación Overlord. Que como ganador del Óscar, Steven Spielberg continuaría coronado como el director que rodó la descripción fílmica más acabada y menos convencional de los horrores de una guerra cuya historia ha devenido presente inacabable; y Tom Hanks, irrepetible como el capitán Miller.

Casi diez años después, mis presupuestos han volado por los aires —literalmente—, cuando a bordo de un avión en cruce transoceánico vi Dunkerque, recién estrenada entonces y ahora candidata a varias de las estatuillas de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. No que el género estuviese desierto, o se hubiese disipado la atmósfera de denuncias que de ordinario envuelve a esos filmes aparentemente de violencia pura. Los nuevos gigantes de la comunicación audiovisual y que la tecnología ha globalizado —HBO, Netflix, Amazon Video, Showtime, BBC y otros conglomerados estatales como TVE y TF1–, no abandonan el tema, de una manera u otra.

Los seriales Band of Brothers y Pacific, por ejemplo, nos pintaron otra cara de la brutalidad bélica, contrapartida sumamente exitosa de las Cartas de Iwo Jima, de Clint Eastwood. Spielberg y Tom Hanks produjeron las dos primeras y es probable que muy pronto regresen al mismo tema. Crucial en estas cintas, todas doblan como revulsivos y al final nos dejan como al Alex de Stanley Kubrick en La naranja mecánica: extremadamente susceptibles ante el apocalipsis que es la violencia, inhumana por demás en la guerra, casi siempre innoble, como en el caso de la expansión hitleriana.

Hasta que los reemplacen robots o cualquier artilugio a modo de “Terminator”, los soldados son hombres o mujeres con un rastro afectivo, con fotografías de seres queridos en los bolsillos, aferrados a un instinto de supervivencia que en el campo de batalla sucumbe a la mortalidad. Cada muerte es una pérdida para alguien, causa de dolor, desolación, aflicción, tumba de sueños interrumpidos. En esta contabilidad siniestra, los daños materiales, obliteración de propiedades y desaparición de patrimonio artístico hasta entonces inmune a los años, inflan las cifras del terror.

En Dunkerque, la arquitectura del relato fílmico lo es todo. Para mí, claro está. Sin que obvie actuaciones impecables, fotografía perfecta que devuelve sombras ominosas, aturdimiento humano y reacciones inesperadas al tiempo que induce emociones a raudales. Sumemos la banda sonora, inquietante hasta tocar nervios, y tendremos las bases sobre las que se montan historias que se bifurcan y convergen en el drama que arropa a los cientos de miles de soldados, atrapados contra el mar después de la paliza infligida por el sorprendente empuje de las tropas alemanas.

Lo ocurrido en Dunkerque fue calificado por Winston Churchill como un milagro. Descripción adecuada si refiere al temple británico, a la solidaridad rayana en el sacrificio personal, a la ingenuidad y, por supuesto, a la torpeza de Hitler, que contuvo sus blindados en posición para aniquilar por completo el Cuerpo Expedicionario, de 400,000 soldados. En transporte improvisado, noche y día, aquella odisea de otro junio, en 1940, fue quizás causa primordial en la resistencia británica y balance final en la Segunda Guerra Mundial.

Pese a la importancia de este evento en los prolegómenos del gran reto alemán en la Europa milenaria, la historia es poco conocida pese a la soberbia descripción que hace Churchill en sus Memorias de la Segunda Guerra Mundial. Mérito inmediato del filme es rescatar el episodio en toda su complejidad y ungirlo con el toque humano que lo convierte en otra historia, una de heroísmo personal, de prejuicios, desavenencias al escondidas entre franceses e ingleses. Tras el rescate, que convirtió en triunfo un fracaso y reveló la enorme fortaleza del liderazgo de Churchill, muchas otras páginas de valor fueron escritas y filmadas, pero dudo que con la eficacia de esta película de Christopher Nolan.

El relato fílmico nos sume en una pesadumbre tan extendida como las arenas de Dunkerque. Resignación y esperanza fungen de matrimonio bizarro del que no escapa la oficialidad. En apego a la verdad de los hechos, triunfa la esperanza con la vuelta a casa de casi 350,000 soldados, incluyendo más de 100,000 franceses. La llamada operación Dinamo fue un éxito.

La acción trepidante atrapa desde el primer fotograma, aunque el mínimo despiste nos lleva a los cerros de Úbeda o la luna de Valencia. Tres acciones se entrelazan, fuera de tiempo. Una hora, un día y una semana se entrecruzan sin frontera temporal y he aquí uno de los aciertos del director. Prescinde de los tiempos en aras del relato, con la meta clara de envolver al vidente en una trama encadenada por el sacrificio, sentido del deber y esa inevitabilidad que supone el destino, más cuando la adversidad asoma por todos los costados. Como en esa playa del norte francés, ya muy cerca de la frontera belga y punto estratégico para la posterior ocupación alemana de Francia.

La intemporalidad del relato atiza el suspenso, amplificado por una banda sonora que penetra más allá del oído, hasta la incomodidad de la impotencia ante la tragedia que se desgrana en la pantalla, lamentablemente chica en el respaldo del asiento delantero. El soldado que burla su suerte predeterminada, los aviadores británicos que cumplen con la misión no encomendada pese al combustible menguante en los depósitos de las máquinas, el veterano y sus dos tripulantes jóvenes en la lancha que navega al rescate de los soldados varados en Dunkerque, no se conocen entre sí. Empero, el discurso fílmico los envuelve por igual en el drama de la operación Dinamo, cada uno jugando un papel que es protagónico pero que no pasa de un aporte personal a una historia que los trasciende.

De todo aquello queda una pequeña glosa en el periódico local, en la que se reconoce la heroicidad del adolescente que, sin edad para enrolarse en las tropas británicas, se empeña en contribuir de alguna manera, en el caso con su vida, al esfuerzo de una nación para salvar a sus soldados de una muerte segura.

La cinta de Nolan carece de ripios. Una acción sucede a la otra sin esquivo del cuidado estético. Las escenas del desafío aéreo entre los pilotos alemanes y británicos saca el aire de los pulmones. El desencuentro entre sus pares ingleses y el soldado francés que se hacía pasar por británico sin saber una palabra de inglés, adquiere tonos surrealistas mientras las balas alemanas horadan el bote pesquero en que cruzarían el canal de la Mancha. Mejor no pestañear por el riesgo a perder uno de esos tantos detalles geniales que Nolan suelta aquí y allá en la relevancia de Dunkerque como página brillante del quehacer británico en esos años en que la maquinaria bélica alemana arrasaba todo a su paso, cual Atila acorazado e igualmente violento y salvaje pese al acervo de ese gran país europeo.

Ignoro cuántos Óscar ganará Dunkerque, si alguno. O si habrá devuelto a sus productos la fortuna que Saving the Private Ryan dejó en taquilla. Poco importa, hay deleite visual y emociones más allá de los premios, y una historia bien contada y mejor filmada de heroísmo, tragedia, lucha, desesperanza y constancia. ¿Acaso no es esto ya suficiente?

adecarod@aol.com

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