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Lecturas en cuarentena: Cabrera Infante

Es el escritor de su isla que mayor énfasis puso en el habla cubana, llevándola a límites desusados en la literatura de su patria

Durante el tiempo que el gobierno cubano denominó “periodo especial”, muchos nativos de la más grande de las Antillas sacaron sus bibliotecas a las calles para enfrentar la escasez reinante. Un poco de forma clandestina, ya que rápidamente las autoridades cubanas, con el fin de preservar su patrimonio cultural, tomaron medidas para impedir la salida de piezas de valor artístico. Libros, incluso.

El “periodo especial en tiempos de paz” como se denominó oficialmente, fue un largo proceso de carestía de todo tipo que se inició en 1989 por tres razones básicas: el estrepitoso colapso de la URSS, el recrudecimiento del embargo norteamericano y el deterioro gradual, hasta su definitiva extinción en 1991, del Consejo de Ayuda Económica Mutua, que se conoció como CARICON o CAME, un instrumento de intercambio comercial entre los países socialistas que giraban en torno a la Unión Soviética, formado en 1949. Aunque ese instrumento permaneció activo durante cuarenta y dos años, en verdad ya venía mostrando debilidades en su última etapa, a un nivel de que al momento de su cierre el comercio entre los países integrantes no pasaba del 7%. Cuba, por tanto, a partir de esta nueva realidad sufrió apuros de toda laya.

Cuando el “periodo especial” llevaba ya diez años, yo visité La Habana por segunda vez. La situación estaba igual o peor de cuando conocí la histórica capital cubana en esos terribles años de penuria ocasionados por este difícil proceso. Era 1999. Caminaba por la calle Obispo cuando me acerqué a comprar unas pinturas y artesanías de confección modesta, pero para mí particularmente atractivas. Quería llegar a casa con algún recuerdo. Entonces, el vendedor –una persona con buenos años sobre las sienes- me pregunta si me gusta la lectura. En ese tiempo, las pocas librerías habaneras no mostraban títulos de provecho. La crisis abarcaba todos los terrenos. Asentí con escaso interés. De pronto, mirando hacia ambos lados, extrajo de debajo de la mesa donde mostraba sus artesanías y pinturas, ocultas por un raído mantel, un libro y una palabra “una joya”. En verdad, tenía más, pero los ofertaba uno a uno para evitar posibles represalias de algún observador chivato, ante la disposición de no vender al visitante extranjero objetos de valor patrimonial. Tenía más, pero me bastó con uno. Había escuchado de la existencia del libro, su autor hacía rato que estaba entre mis favoritos –sigue estando entre los diez o veinte escritores de mi nómina lectorial más apreciada-, y lo que se ofertaba ante mis ojos tenía todas las trazas de un imposible. Tenía en mis manos la primera edición del primer libro de Guillermo Cabrera Infante. En Santo Domingo era día de Duarte, 26 de enero. Así en la paz como en la guerra, contenía otro dato que observé de inmediato por mi manía de ir primero al índice y luego al colofón. Se había impreso al día siguiente de yo haber cumplido diez años de edad. Tenía 39 años de publicado, justo en los albores de la revolución cuando Ediciones R era el buque insignia de las editoriales cubanas. A esa hora, Cabrera Infante, que ocho años después de la publicación de este libro se exilió en Europa, tenía setenta años de edad.

Maravillado –estupefacto puede lucir exagerado, aunque me hubiese gustado usar el vocablo- hojeaba el libro mientras escuchaba las explicaciones del señor, por cierto muy conocedor del objeto que vendía, sin dejar de mirar a ambos lados (tal vez, un ardid de mercadeo, pues luego supe que ocurría en otros puntos de la ciudad y que, incluso, había quienes te podían llevar a las bibliotecas caseras de forma directa). Pedí precio. Veinte dólares. No puse reparos y lo adquirí de inmediato. Era la edición príncipe de un libro que había dejado de circular desde hacía casi cuatro décadas. “Puedo ofrecerle otros”, me dijo entusiasmado seguro con el hecho de que pagué su venta sin regatear. “Gracias, me quedo solo con este”. Insistió en que regresara al día siguiente que tenía otras “joyas”, sólo que al día siguiente yo partía hacia mi país. Otras veces que regresé a La Habana pasé por el lugar pero nunca más estuvo allí bajo el árbol de aquella pequeña plaza (conservo las fotos del momento) aquél buen cubano que puso en mis manos los cuentos primerizos del hijo de Gibara, en la provincia de Holguín.

Cabrera Infante fue escritor desde los 18 años, y tenía 31 cuando publicó su primer libro. Su familia vivió siempre en la miseria y el futuro escritor mostró siempre un espíritu rebelde que lo llevó a abandonar sus estudios de medicina, a enrolarse en el periodismo, a combatir la dictadura de Fulgencio Batista y a fumar puros que luego cambió por pipa. Precisamente, su primer libro, que contiene 14 cuentos y 15 viñetas, estas últimas auténticos relatos breves tan formidables como los cuentos mismos, tienen como centro temático la severidad de la dictadura y los padecimientos, hasta la cárcel torturadora y el asesinato vil, de los núcleos de resistencia de los que Cabrera Infante formaba parte. Antes de este libro, el autor hizo cabriolas en el periodismo donde ejerció desde corrector, impresor, revisor de estilo, gacetillero, hasta crítica de cine, oficio que, por cierto, ejerció desde antes de convertirse en escritor formal. El G. Caín de la evaluación cinematográfica de la época batistiana, fue pasando por diversas etapas hasta llegar a dirigir la otrora famosa revista “Carteles”, y con el triunfo de la revolución pasó a dirigir el legendario suplemento literario “Lunes de Revolución”, donde le llegó el final de su carrera periodística, de su suplemento y de sus simpatías revolucionarias. En 1963, o sea tres años después de su primer libro, publicó en La Habana la primera de sus tres obras sobre crítica de cine, “Un oficio del siglo XX”, y posteriormente la segunda “Arcadia todas las noches”. Con los años se convertiría en guionista de cine. Se mantuvo activo como escritor desde su estancia londinense –logró hacerse ciudadano británico- y después de su fallecimiento siguieron apareciendo algunos libros suyos inéditos como “Cuerpos divinos” y “Mapa dibujado por un espía”. De Así en la paz como en la guerra se hicieron varias ediciones posteriores fuera de Cuba, y se lllegó a traducir a una docena de lenguas. Luego por su propia decisión, dejó de reeditarse.

Tres características, a mi entender, compendian la obra narrativa y ensayística de Cabrera Infante. El gran Carpentier fue un afrancesado. Lezama fue un batiborrillo de estilos complejos y de ingenio desbordado. Virgilio Piñera fue un descreído cuya marginación descontroló sus epicentros temáticos. Cirilo Villaverde fue un costumbrista asentado en la sordidez de su tiempo como toda una gran revelación de la hazaña narrativa. Lydia Cabrera centró su narrativa en la herencia africana. Y me detengo. Cabrera Infante es el escritor de su isla que mayor énfasis puso en el habla cubana, llevándola a límites desusados en la literatura de su patria. Para leer en cubano, nadie como el autor de “Tres tristes tigres”. El segundo aspecto es el ideológico, primero contra Batista y luego sus interrogantes sobre la revolución que, prácticamente, marcaron su obra, pues casi todo lo que escribió o hizo publicar lo plasmó fuera de Cuba. Y, en tercer término, su formidable acopio del erotismo, como un subproducto lingüístico, en este caso, del habla y el hecho cubano que narra en sus relatos y novelas. Un erotismo centelleante sin el cual no puede entenderse el ser cubano. No es un erotismo patológico, ni lo es como descripción del acto sexual propiamente, sino una erótica burlesca que explica realidades y disfuncionalidades de la vida cubana.

En esta cuarentena he vuelto, sin querer, a Cabrera Infante. Andaba en busca de un libro de otro autor que cohabita con sus obras en el mismo anaquel, cubanos ambos pero tan distintos. Entonces volví a verlo. Hacía años que no me le acercaba siquiera. Lo tomé y volví a releerlo, volví a sentir el siempre vivo placer de la relectura, y sobre todo, volví a recordar el día duartiano en que en la calle Obispo de La Habana siempre elegante en su trayecto de ruinas, un señor de canas relucientes había guardado para mí la primera edición del primer libro de autor que tanto admiro. Una joya, me dijo. Y no mintió.

Guillermo Cabrera Infante mereció el Premio Cervantes en 1997. Murió en Londres a los 76 años en 2005. A pesar de haber desdeñado los estudios académicos, terminó dando conferencias en las grandes universidades inglesas y de otras partes de Europa. En 2011, su nombre fue recuperado en Cuba con la publicación del libro “Sobre los pasos del cronista” de Carlos Velazco y Elizabeth Mirabal. Sus libros, sin embargo, siguen sin publicarse en Cuba. De hecho, Cabrera Infante se negó a que se editaran sus obras en su patria.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.