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Cambio climático
Cambio climático

Lecturas en cuarentena: el planeta inhóspito

El mundo estaba exactamente así, antes de la pandemia. Las inundaciones provocadas por lluvias diluvianas estaban anegando pueblecitos de Estados Unidos, una y otra vez, dejando prácticamente en ruinas a sus pobladores. Decenas de lugares en distintas partes del mundo estaban sufriendo olas de calor extremo, alcanzando en el día temperaturas sobre los 49 grados y en la noche sobre los 42. De Denver a Otawa, de Inglaterra a Irlanda, de Armenia a Rusia, de Omán a Quebec, decenas de personas morían a causa del calor. El oeste de Estados Unidos acababa de sentir el pavor de cien incendios forestales, lo suficientemente grandes para decir que uno, en California, calcinó más de 1.600 hectáreas en un día, y otro, en Colorado, provocó una erupción de llamas que creó un nuevo término: tsunami de fuego, engullendo toda una zona residencial. Mientras tanto, las lluvias bíblicas arrasaban también en Japón, donde más de un millón de personas debió ser evacuada de sus hogares. En China, un tifón obligaba a 2.45 millones de personas a ser trasladadas a otros lugares. El huracán Florence hacía apenas un par de años que había golpeado a Carolina del Norte, transformando la ciudad portuaria de Wilmington en una isla, y grandes extensiones de este estado norteamericano quedaron cubiertas de estiércol y ceniza. Casi al mismo tiempo, esa misma región y otras aledañas vieron surgir decenas de tornados con el consiguiente desastre añadido. India, por entonces, sufría las peores inundaciones en cien años, al tiempo que un huracán en el Pacífico borraba del mapa por completo la isla del Este, en Hawái. Hacía apenas unos pocos meses que California volvía a ser arrasada por un incendio que se consideró entonces como el más mortífero de su historia, el incendio Camp, que se llevó de faro a decenas de personas y muchas más se consideraron desaparecidas. Muy cerca, ocurría el incendio Woolsey, en las proximidades de Los Ángeles, que obligó a la salida de sus hogares a unas 170 mil personas.

El mundo está exactamente así en medio de la pandemia. Algunos registros visuales en las redes sociales nos presentan el hermoso panorama de los canales venecianos limpios y poblados de peces, o algunos mares donde han vuelto a verse delfines y ballenas que tenían decenas de años sin ser observadas, o ciudades muy pobladas que volvían a disfrutar de aire limpio y fresco, sin el smog que los ha arropado por décadas. Apenas es un signo positivo de lo que podría mejorar el planeta si decidimos combatir juntos la causa del cambio climático. Empero, la realidad es otra. Muchos pregonan una “nueva normalidad” cuando se cierren las válvulas del contagio por el corona virus, pareciendo ignorar que estamos viviendo una “nueva normalidad” desde hace rato a causa de los gases de invernadero, el calentamiento global, los incendios forestales, la frecuencia cada vez mayor de huracanes destructivos, la voracidad de los tornados y los efectos económicos del cambio climático. “Como un progenitor, el sistema climático que nos crio, y en el que se crio también todo lo que conocemos como cultura y civilización humanas, ya ha muerto”, me lo recuerda David Wallace-Wells. Hemos descompuesto el mundo natural y ahora ese sistema se vuelve contra nosotros. Wallace Smith Broecker, el oceanógrafo que creó el término “calentamiento global”, dijo que el planeta es “una bestia airada”. Hay muchas comprobaciones. Pronto, el otoño dejará de mostrar sus hermosos tonos naranja y rojo que inspiró a tantos artistas, porque los árboles se volverán pardos. Las plantas de café en Latinoamérica dejarán de dar sus frutos. Las casas de playa se tendrán que construir en promontorios cada vez más altos y aún así no dejarán de ser alcanzados por las aguas. En los últimos cuarenta años han muerto más de la mitad de los animales vertebrados. En veinticinco años han desaparecido las tres cuartas partes de la población de insectos voladores. La polinización de las flores ha sido alterada. Las rutas de migración de pescados como el bacalao se han desplazado a nuevos lugares, lo que ha afectado la economía de las comunidades de pescadores que han vivido de ese sustento durante siglos. Los osos ya no cumplen sus hábitos de hibernación y permanecen despiertos durante todo el invierno. Está ocurriendo otro fenómeno extraño: especies que por siglos se reprodujeron alejadas de otras, ahora procrean entre ellas creando nuevas especies, como el oso grolar y el coyolobo. Miami y Puerto Rico figuran en todos los estudios científicos como ciudades que desaparecerán dentro de treinta o cincuenta años, a causa del crecimiento de las aguas de los mares y las inundaciones, lo cual podría afectar también a islas como Cuba, donde son conocidas y normales las inundaciones habaneras, y la República Dominicana. Se prevé que las islas griegas queden cubiertas para siempre por el polvo del Sáhara. Las pandemias se duplicarán y seguirán apareciendo nuevas enfermedades, como se ha demostrado en las tres últimas décadas. La malaria y el dengue, por ejemplo, consideradas como enfermedades tropicales, no tardarán de fastidiar las vidas de la gente de Copenhague y Chicago. Ya están ocurriendo, y se agudizarán, los holocaustos climáticos. En un mundo con 2 grados más caliente, la contaminación del aire matará 150 millones de personas. O sea mucho más que los gaseados o incinerados por Hitler y las víctimas del Gran Salto Adelante de Stalin. Este mismo año, morirán 7 millones de personas por la contaminación del aire, cifra que estamos casi seguros no alcanzará la pandemia del COVID-19 ni de lejos. El mundo se degrada y el horizonte de las posibilidades humanas está drásticamente reducido.

Los elementos del caos justo en este momento son: las muertes por calor (habrá zonas que quedarán inhabilitadas para vivir, Phoenix por ejemplo); hemos dejado atrás para siempre los rangos de temperaturas habitables que conoció el planeta por siglos. Las plantas eléctricas a carbón se han duplicado desde el año 2000, llevando China la vanguardia en este proceso. Si ese ejemplo se pusiese en práctica en todo el mundo, el calentamiento alcanzaría los 5 grados en 2100. Ya saben todos lo que significa sólo 2 grados. El estrés térmico, junto a la infraestructura sanitaria, que en Estados Unidos ha demostrado que es deficiente, las olas de calor provocarán miles de muertos. Hambruna. Cada grado de calentamiento disminuye en un 10% el rendimiento de las cosechas. Si conforme Naciones Unidas de aquí a cincuenta años necesitaremos el doble de alimentos para satisfacer el consumo de la población mundial, la posibilidad de hambrunas no luce imposible. Las emisiones globales de carbono, el incremento de insectos, hongos y enfermedades con los que tendrán que luchar los agricultores con sus cultivos, hace impredecible el futuro. Anotemos estos datos: a pesar del crecimiento económico mundial, el hambre no ha sido posible extirparla del globo. Hay 800 millones de personas malnutridas y de esta cantidad 100 millones pasan hambre a causa de los desastres climáticos. Si agregamos a esta realidad lo que se conoce como “hambre oculta”, por la deficiencia de vitaminas y minerales, 1.000 millones de personas están ya afectadas por la pandemia del hambre. Ahogamiento. Los científicos aseguran desde hace rato que el mar se volverá mortífero. En los menos de 80 años que quedan de este siglo –para que se tenga una idea- desaparecerán todas las playas conocidas, el Centro Espacial Kennedy, la mayor base naval de Estados Unidos, la sede de Facebook, las islas Marshall, todas las Maldivas, la mayor parte de Bangladés, buena parte de Florida, Venecia, pueblos completos de Los Ángeles, la Casa Blanca, Mar-a-Lago, la residencia de descanso del presidente Trump (que ya la habrán heredado sus hijos o estará vendida a otro magnate), Cayo Hueso, y dejamos de contar. La tierra se reducirá y muchas ciudades quedarán bajo las aguas, en Europa, Asia, Oriente. Incendios, deforestación (como la que ejecuta Bolsonaro en la Amazonía brasileña), con las consiguientes liberaciones de gigatoneladas de carbono; los desastres no-naturales, la crisis de agua, que apenas en 10 años requerirá de un 40% más en la demanda; la muerte de los lagos, los océanos moribundos que cada año ven reducidos sus caudales a causa de las reducciones bruscas de oxígeno; el aire irrespirable, como consecuencia de un aire más caliente, sucio y cargado (agreguemos la presencia del plástico); las pandemias del calentamiento, anunciadas desde hace años sin que nadie hiciera caso y que ya se ha visto claramente cómo funcionan; los mosquitos se globalizarán, no habrá enfermedad que no recorra el planeta, los virus se contarán por millones; los colapsos económicos y los conflictos climáticos que pocos conocen (el calor en exceso y la falta de aire origina violencia y guerras, suicidios y matanzas). Y las migraciones masivas, no tan sólo fronterizas, que separarán a decenas de millones de sus tierras ancestrales, para siempre. Es lo que se denomina cambio climático antropogénico.

Estos breves datos permiten considerar que estamos en la cuenta regresiva hacia el apocalipsis. Es pura realidad. Pero, hay tiempo para impedirlo. Hay posibilidades para la esperanza. Necesitará de voluntad política, pero también de educación ciudadana y de comportamientos colectivos. Es tarea inmensa, pero viable. La mayor parte del desastre no lo viviremos, pero sí nuestros hijos, nietos y biznietos. ¿Le dejaremos este planeta inhóspito a ellos, en plan zombie? “Nadie quiere ver venir el desastre, pero quienes miran lo ven”.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.