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Lo nuestro está también en la nariz

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Lo nuestro está también en la nariz

Sobre la marcha, a fuer de trompicones olfativos y tolerancia aneja, aprendí que la cultura, ese lazo invisible que nos integra al elevado concepto y praxis de nación, comporta ingredientes identitarios y otros hábiles para un buen guiso o repulsa.

Regían mis años de estudiante en el extranjero, expuesto a un ambiente con la novedad saltando a cada paso. Al caer la tarde y levantarse la protesta en el estómago por el reino absoluto de gases, por los pasillos de la residencia estudiantil en el centro de Londres se esparcía un fuerte olor, infrecuente en el trópico dominicano. Por los aires apresados en el corredor se paseaba y flotaba el curry, con tanta intensidad que me preguntaba dónde había posado mis reales caribeños.

Currilandia también trasuntaba verdad que impactaba el sentido del olfato en la compañía de mucha gente en mi reducto habitacional y lugares públicos de la megalópolis británica. Porque especias las hay cuya ingestión desemboca luego en efluvios de violencia ofensiva en cada poro de la piel. Como ese ajo encapsulado que el imaginario colectivo considera apaciguador de la tensión arterial.

La percepción de los olores forma parte de ese todo omnipresente que es la cultura, la que nos cobija en confirmación del ADN gregario, nos dota de especificidad, de adscripción al colectivo e incluso nos delata a veces con solo abrir la boca y pedir, por ejemplo, un “chin” de cariño. En la diferencia implícita, hay desde abstracciones teóricas hasta cuestiones prácticas que distancian cuando se malinterpretan o se da paso a prejuicios. Los estudios antropológicos sorprenden cuando certifican que en una misma cultura y dependiendo de la región, la gente “entiende” los aromas de manera diferente.

Terreno peligroso, el de los olores personales. Conduce al atrincheramiento, a veces defensa insuficiente con apretarse con fuerza ambos orificios de la nariz, colocarse el pañuelo (prenda en extinción, de acuerdo al código milénico) sobre casi toda la cara, o fruncir el ceño sin importar que la invasión de sangre indique incomodidad mayor. Tentación inevitable es exclamar a viva voz qué peste, so pena de incordiar el sentido del oído del agresor con armas mortales bajo las axilas.

Curioso que los hábitos se cuelen inalterables por todos los peldaños de la escalera social. Incluso, que se evidencien con más fortaleza cuando mantenerlos en su máxima expresión conlleva esfuerzos y gastos que atentan contra el confort y el bolsillo. Me refiero a la higiene, la vacuna más eficaz contra la contaminación ambiental derivada del cuerpo pestilente. El cuidado corporal parecería ser de enseñanza obligada en el hogar dominicano y de ahí que el desodorante sea de uso generalizado, al igual que el baño reparador y también condición indispensable para la aceptación social. La pulcritud de nuestros ciudadanos conoce la ineludible valla de las finanzas, cierto. De justicia es, no obstante, reconocer que hasta el más humilde de los nuestros se esfuerza por gestionar con decoro la indumentaria y perfilar una imagen presentable en base a los cánones culturales en vigencia.

En efecto, mis andanzas de trotamundos frustrado con decenas de calendarios a cuestas han arraigado en mí la convicción de que los dominicanos nos inscribimos entre los cultores del aseo personal. Sin embargo, poco nos duele desparramar la basura por doquier o lanzar un coco de agua vacío a la carretera desde un vehículo en marcha. Esa contradicción trasciende las barreras sociales e igual desdén por el ornato público se aprecia en las barriadas de gama alta y sus improvisados contenedores de desperdicios sin tapa, a la libre elección de plagas, felinos y chuchos callejeros.

El castigo de sol a plomada aviva las glándulas sudoríparas, y es entendible que las consecuencias escapen a la simpleza de las manchas de humedad en la ropa. Difícilmente, empero, que el golpe artero contra el olfato alcance la contundencia que he sufrido en países desarrollados, donde los índices sanitarios comportan alturas estratosféricas en comparación con nuestro pedazo de isla. Ocurrió, por ejemplo, una mañana temprano en una capital europea famosa por su tradición cultural, filosófica y científica. Penetré al taxi con los sentidos pletóricos de música y arrancaron el vehículo y otra tragedia, diferente a la que me llevó al paraíso en forma de ópera la noche anterior. Con cada cambio de marcha se desprendía una partícula de infierno que me quemaba el olfato y despertaba en todo el aparato digestivo unas repulsiones apremiantes. Obviamente que aquel señor políglota había renegado de la ducha hacía ya varios días.

Con abono para uno de los Másters 1000 finales en mi venerado deporte del tenis, delante había una pareja que ocupó el mismo asiento delantero hasta el último partido. Ella, elegante, cada día se presentaba con un atuendo diferente, sin duda tan distinguido como los diseñadores de su país. E igualmente repetitiva, tanto en intensidad como en virulencia, la pestilencia que desafiaba los buenos modales y la tolerancia de quienes, dominicanos, con cada aplauso suyo por una buena jugada desfallecíamos por la incapacidad de bregar con esos aires envenenados.

Recuerdo vívidamente aquel episodio en el aeropuerto de Barcelona, en el tránsito obligado de la seguridad y cuando aún había que descalzarse antes de cruzar el arco detector de metales. Las zapatillas deportivas de aquella chica de algún confín europeo oriental provocaron un escándalo olfativo mayúsculo y en el que participaron, para que además de por desfallecimiento respiratorio me ahogara en risa, los guardianes españoles. Mientras la bandeja portadora del agravio se deslizaba lentamente hasta trasponer la máquina que por lo visto detecta todo menos los malos olores, el entorno era una miasma. Escuché palabras desconocidas para mi vocabulario y mentalmente entonaba una plegaria para que la chica no fuese mi compañera de asiento.

Citan una comunicación de Napoleón a su amada Josefina en la que le pide se abstenga de bañarse en los días subsiguientes porque él va en camino. Cierta o no, la mención empalma con el criterio aceptado por algunas culturas de que determinados olores masculinos y femeninos poseen cualidades afrodisíacas. Precursores del viagra, pues, por uno de los dos lados. Anécdota al margen, valga la afirmación que leo en un ensayo académico sobre la antropología del olor: “Los patrones de preferencia y repulsión frente a olores específicos varían grandemente entre las personas debido principalmente a las emociones y a las memorias que se evocan a través del sentido del olfato”. Y a continuación se cita el bombardeo publicitario como uno de los desencadenantes del culto a los buenos olores evidente en el importante mercado de ambientadores, velas perfumadas y cuantos menjunjes nos imponen por ojo, boca y nariz para crear el ya famoso e inaccesible pináculo en algunas culturas: olor a limpio.

Aceptado, pues, que la reacción frente a determinados olores responde más a factores culturales que somáticos. Hemos aprendido, como buenos dominicanos, la necesidad de mantener a raya toda pretensión maloliente que escape de las axilas. Y que los órganos vitales, masculinos y femeninos, sirven también de reproducción de detritus capaces de transformar los momentos más íntimos en despeñaderos del erotismo. El imperio de los sentidos abarca más que la ficción fílmica y así, en otras acepciones nacionales, la festividad del sexo se ameniza con notas de terro odorífico.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.