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Londres en las nieblas de la política

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Londres en las nieblas de la política

Detuvo el Big Ben sus latidos metálicos que a intervalos razonables recordaban a nobles y plebeyos que el tiempo vuela. Tempus fugit. Se acaban los plazos para un acuerdo entre el Reino Unido y la Unión Europea —el temido Brexit en los idus de marzo–, y la niebla política se cierne sobre la ciudad esplendorosa, renuente a que el otoño despliegue su acuarela y las brisas del Mar del Norte despidan la calidez de un verano más largo de lo habitual.

Londres, imperturbable en la maestría de una urbanidad que el cosmopolitismo ha enriquecido, se ha quedado sin esas campanadas que son parte del otro paisaje llamado historia, rico en tradiciones, orgullo, templanza y abominaciones. Parecería que el silencio del Reloj, así, en mayúscula, ha devenido babel política. Todos hablan, nadie escucha, y las desavenencias internas han dejado a laboristas y conservadores tan indispuestos entre sí como entre filas propias.

Siempre imponente, la capital de monumentos que rezuman glorias, hazañas, y reivindican una grandeza ahora en contraste con el estatus de potencia de segunda. El Big Ben continúa al lado del Palacio de Westminster y sede del parlamento más viejo del mundo, interrumpido su arbitraje del tiempo, 'su majestuosidad encarcelada entre andamios enormes, indispensables para las reparaciones desde el ao pasado en la torre Isabel cuya cúspide corona. Los contornos de Buckingham Palace rebosan como siempre de turistas y la bandera en lo alto de la edificación, la Union Jack, avisa que la reina Isabel II está en la residencia.

Domingo placentero, bucólico a orillas de un Heathrow cuyos vecinos le han regateado por años más pistas. Advierte el taxista, antes de sumergirse en sí mismo como reclama la buena costumbre, que la ciudad anda revuelta, el tráfico colapsado por la manifestación a favor de un segundo referéndum sobre el Brexit. Se las ingenia para evitar los remanentes de las 700 mil personas que ocuparon las calles del corazón londinense, guarismos de cuentas claras sobre cómo marcha la política.

Cambian los nombres de los establecimientos comerciales, los avisos que con luces multicolores de gran intensidad despliegan las pantallas gigantescas y los integrantes del hormiguero humano que pueblan el centro de la metrópolis británica. Se me antoja a veces que el todo se queda en una trampa visual, que detrás se impone invariable el pretérito y que las verdades en la ficción de Charles Dickens tienen aún vigencia plena. Londres es una ciudad moderna y su secreto consiste en mantener cuidadosamente las huellas del pasado sin que entorpezcan el presente y el futuro.

Hay otra versión del portento urbanístico que reconfirmo pese al esfuerzo en despedir el amenazante síndrome de los husos horarios: la opulencia sin máscaras, aunque a menudo disimulada por la indiscutible discreción inglesa adoptada por los inmigrantes ricos, o por la sutileza que corre pareja con fortunas viejas, la que viene con apellidos de solera y muta en herencia que trasciende lo material. ¿La llamamos clase? Es inocultable, por ejemplo, en el parque automotor. Solo Hong Kong, pese a su carácter de territorio liliputiense, compite en número con esas máquinas de lujo y poderío que se ven por doquier en Mayfair, Knightsbridge, Chelsea, Holland Park, Regent’s Park, barriadas por donde me lleva el taxi. Con la “lentitud” a que obliga la obediencia ciudadana a las señales de tránsito y límites de velocidad, y que me da tiempo a pensar sobre lo que he visto ya tantas veces y reflexionado menos.

El tempus fugit pertenece a las Geórgicas de Virgilio, un texto dedicado a la vida rural y la agricultura, precisamente esta última uno de los contenciosos perennes desde la incorporación británica a la Unión Europea. Fue en el campo inglés donde el voto a favor de la ruptura alcanzó niveles más altos.

Con 157 años midiendo el tiempo, el ícono del Londres inmemorial necesitaba pausar. Bienvenido el silencio si le sigue un mejor sonido, un acomodamiento a nuevos aires. En sus días de los siglos XIX y XX, la nota sol de la campana mayor se escuchaba diez kilómetros a la redonda. La megalópolis se ha vuelto ruidosa y habría que estar en la vecindad del Palacio de Westminster para advertir los tonos melodiosos que cada 15 minutos les marcan el compás a las horas.

¿Cuál sería el peso de esas 13,7 toneladas de hierro fundido durante los bombardeos nazis de la Segunda Guerra Mundial, en esas horas en que tinieblas más pesada que las de la noche oscurecían el Imperio Británico? Los bombarderos enemigos, que se guiaban por el cauce del Támesis a un costado del Reloj y del Parlamento, erraron el blanco. El Big Ben continuó marcando las horas más oscuras y luego las alegres del triunfo en 1945.

En mis años de diplomático en la capital británica, hubo dos silencios breves, en 2005 y 2007. Mantenimiento menor a una obra de orfebrería cuya complejidad aún asombra. La aguja mayor mide 4,3 metros de largo; la menor, 2,7. A encarar, el problema de cómo evitar que los vientos torcieran el horario y minutero y forzaran el Big Ben a equivocar los tiempos. Se encontró la solución en unos pesos y contrapesos ocultos, pero cuya eficiencia ha desafiado calendarios. ¿Ocurrirá igual con el Brexit?

Para mí, un hecho significativo se registró el 17 de abril del 2013, cuando las campanas enmudecieron durante el sepelio de Margaret Thatcher, la ya legendaria estadista que transformó el mapa político británico. Ignoren, por favor, que el Big Ben errara en su exactitud horaria un mes y 24 días después del nacimiento del osado que dice estas cosas, cuando una bandada de estorninos acampó sobre el minutero. He fracasado en el empeño de determinar con precisión cronométrica si cantaban.

Curiosamente, la pausa forzada del Reloj emblemático se extenderá hasta el 2021, fecha hasta la que se alargaría un período de transición en caso de un Brexit ordenado. Las distancias diplomáticas entre Bruselas, la capital europea, y Londres, se alargan, mas las físicas se acortan. En 1.40 horas en el Eurostar se agota el trecho entre ambas ciudades, sin que importen fronteras, nacionalismos, convicciones ideológicas o preferencias comerciales. Mi única preferencia, incumplida por la compra tardía del boleto de regreso a mis tareas más habituales, era asiento en uno de los llamados coches del silencio, sin espacio para móviles o conversaciones indiscretas.

Londres, ciudad mágica, ciudad de contrastes. Torbellino urbano en el que el refinamiento encuentra respuesta en las salas de conciertos, en las tantas galerías de arte e incontables cocinas que atestiguan la diversidad. Capital imperial de un pasado tormentoso, espejo de los altibajos sociales propios del capitalismo, y a la que fluyeron sin cesar las riquezas provenientes de las antiguas colonias y el tráfico cruel de esclavos, por años monopolio inglés.

Los aires libertarios soplan allí todo el año, al margen de las estaciones. El bullicio político deja incólume el sello de la gran democracia que se adelantó a los tiempos al acunar el Estado benefactor, y pulir así las asperezas del capitalismo al que incluso Carlos Marx le reconoció energías revolucionarias. Permanecerá siempre como el espacio liberal donde germinaron los derechos humanos y se puso límite al poder monárquico. Ahora marchan allí cientos de miles en demanda de un segundo referéndum sobre el controvertido Brexit.

En el Reino Unido, Europa es el Continente. En Europa, el término aquel de la Pérfida Albión es moneda de curso en algunos cuarteles. Cual sea el resultado final, volver a Londres con el Big Ben nuevamente árbitro del tiempo tendrá que ser una campanada de regocijo.

adecarod@aol.com

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