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Los contrasentidos y sentidos del olfato

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Los contrasentidos y sentidos del olfato (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

De los cinco, quizás mi favorito. Porque hay libertad total para olfatear lo desconocido, incursionar en aires extraños e, igualmente, disfrutar las bondades de la naturaleza y de los humanos que sufrir las podredumbres de ambos. En los peores y mejores momentos, se atiene a la discreción más estricta a menos que su dueño obvie el protocolo y se decida por suspiros o expresiones que no dejan lugar a duda de cuánto enrarecimiento carga la atmósfera. Como referente, herramienta eficaz para remitirnos a momentos y seres que han sido la felicidad misma. Activo o pasivo, a oscuras o a tientas, en silencio o en el bullicio, siempre presto. ¡Cuánto sentido hay en el olfato!

Por la boca, muere el pez. La mano en lo ajeno o tocar lo prohibido ha desencadenado más de una tragedia. Testigo inoportuno o ver lo que no se debe: cortejo de males inconmensurables. Sin haberla visto, ¿quién codiciará a la mujer del prójimo? Ciertamente, a palabras necias, oídos sordos. Empero, oír, ver y callar es la conducta del sabio. Mi déficit de sesera nada tiene que ver con cero inventario de persecuciones, muertes, atropellos, torturas o condenas severas por olisquear. Porque dobla como ejercicio vital hasta el día en que dejamos de respirar, el más común de los sentidos es el olfato. Nacemos y morimos oliendo. Sentido común que puede con 10,000 olores diferentes.

En esta temporada estival, en la Europa milenaria hay una y mil tareas para el olfato. Desplazados los abrigos, quedan las anatomías sin constreñimiento alguno para volcar sus efluvios a los cuatro vientos. El contrasentido más olfateable se da en espacios ultracivilizados y donde, si la nariz no engaña, parecería un deporte popular preservar las axilas del jabón purificador, el agua limpiadora y el desodorante amistoso. En mis confines caribeños, el cuidado del peligro debajo del brazo es pasaporte de ciudadanía sensata y certificado de higiene respetuosa del colectivo. Atención merece, sin embargo, una diferencia cultural desvelada en un alegado mensaje del combativo Napoleón a su queridísima Josefina: “No te bañes, que llego en tres días”. Prédica sin apoyo del ejemplo, porque el conquistador conquistado poseía, aparte de unas hemorroides molestosas, un arraigado respeto por el cuidado corporal. Sin importar los apremios bélicos, religiosamente se bañaba cada noche.

No dejemos en el aire la compensación generosa aneja al bouquet de vinos caros y baratos y de los destilados revive muertos; a la gratificación olfativa que brota de las muchas y exquisitas esencias y, sobre todo, de los fogones que han hecho historia. Hay conjuro de todos los paraísos, placeres e imaginación, en esas pociones mágicas, gotas divinas y azote de bolsillos que son los perfumes. En la geografía europea, el verano ejecuta una sinfonía de notas florales que se pasean sin descanso por la campiña. Romero, azahar, limoneros y alelíes. Rosas, tomillo, albahaca. Ah, y lavanda que premia de morado todo cuanto alcanza la vista y roza el olfato con un toque inconfundible de hogar, lecho anhelante, remedio contra la ansiedad, pureza de espíritu, quietud insoslayable. El Mediterráneo huele a trópico y la descarga salina refresca la nariz con un bálsamo marino que remite a nostalgias insulares.

Si alerta, el ambiente sirve de aula. Nos sube nobleza a la nariz cuando, al pasar, alguien deja revoloteando un rastro de sensaciones embriagantes. Entran en el deleite esos perfumes seductores, tímidos, pero eficaces en el mensaje de sus efluvios y que suelen consumir aquellos con tanto buen gusto como bienes materiales. Otros alborotan con golpes desaprensivos cuantas aberturas nasales encuentran a su paso, envilecido su alrededor con emanaciones fuertes, intempestivas, quizás inoportunas porque sentarían mejor en la noche, cuando, aporreado una y otra vez, el olfato se hace más fuerte. Estudio con asiduidad —sin terminar nunca la materia—, la sociología de los olores; advierto un sello de clase en esa disparidad en los resultados olfativos que se cosechan en la muchedumbre, en los lugares muy o poco concurridos, y, ¡por Dios!, en el uno a uno del amor.

Resisten, nuestros olores favoritos, la competencia del tiempo y demás notaciones sensoriales. La naturaleza también se transforma y la urbanización creciente comporta modificaciones importantes de nuestras percepciones. Nos disminuyen físicamente esas partículas contaminantes cuya invisibilidad las hace más peligrosas. Las respiramos y nos envenenamos paulatinamente.

Materia y humanidad suelen tener olor propio. La individualidad impone sus reglas y contradecirla es de antemano ejercicio fútil. Porque los olores son también recuerdos instalados en el tálamo, hasta en el nupcial, atesoramos en la memoria esos lazos con el pasado y se desatan con inusitada frecuencia para transportarnos a las diferentes etapas de lo que hemos vivido. Imposible desembarazarnos del olor materno, único, exclusivo porque cada quien lo transforma y siente a su manera. Lo llevamos sin que se contamine ni pierda una jota de intensidad, como regalo sublime de quien nos dio el ser, como vinculación afectiva imperdible. Cada piel resuelve en su singularidad la aplicación de colonias, cremas y demás menjunjes con que suplimos las contrariedades glandulares, o destacamos los rasgos propios.

Mi padre, por ejemplo, era un entusiasta de los perfumes. El halago para el olfato precedía su llegada. La ropa, indefectiblemente acomodada con cuidado una vez usada, revelaba la identidad de su propietario: quedaba impregnada de un aroma particular que, aún décadas después, forma parte de mi memoria. Los olores nos delatan. Los despedimos al caminar, al tocar, cuando llegamos y nos vamos. No es de fiar, aunque sobre la advertencia, el de la muerte. Aunque sea en olor de santidad.

Repaso a los aromas de mañanas tempranas y tierra mojada devuelve a otras épocas, a otros lugares menos urbanos y más alejados del presente. En la madurez, rescatamos la importancia de esos placeres gratuitos que sobrevenían a cada momento, sin invitación especial y con ropaje de cotidianidad. Llovía, y asomaba la correspondencia inmediata por vía de la humedad que se respiraba, pesada pero agradable, con señas de pastos, árboles salvajes, arbustos indomables. Sin perder la estructura material, volatizaban las piedras centenarias y despedían una carga mineral inolvidable. Si se desplomaban los cielos, entonces tocaba a la nariz la descomposición de los pequeños cauces convertidos en lodazales impasables que poco a poco remediaba el sol al correr de los días y con permiso de las nubes amenazantes.

Inigualables esas fragancias madrugadoras a cargo de la grama tocada de rocío, de los árboles tropicales paridos de frutas maduras que se podrían en lo alto porque la oferta superaba la demanda. La leche recién ordeñada, el café humeante y el típico desayuno dominicano son, tanto o más que visual, memoria olfativa, indescriptible pero aprehendida en su totalidad por quien las vivió en calendarios de desenfado e inocencia.

Al recuerdo quedan consignados olores con lo que crecimos y aprendimos las normas del colectivo. Desaparecerán unos y advendrán otros. Apenas leo con el paralelo del olor a tinta y papel con que me alfabeticé y he disfrutado de momentos estelares de mi vida. Que en el anuncio de una revista se replicase la verdad de un buen perfume me pareció uno de los descubrimientos más trascendentales de las artes gráficas. A futuro, dejo el olor de la realidad digital. ¿Será una posverdad? Huelo peligro.

adecarod@aol.com