×
Compartir
Secciones
Última Hora
Podcasts
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
Redes Sociales
Lecturas

Los diamantes ya no son para siempre

Expandir imagen
Los diamantes ya no son para siempre
Ni siquiera los diamantes son ya eternos, como en el título del filme de James Bond. No importa si las letras de la canción tema repiten una y otra vez que sí, que son para siempre; que, contrario a los hombres (y a las mujeres, agrego), no se escapan de noche; que no hay temor a que deserten; que no esconden nada en su interior que pueda herir; que nunca mienten y que en la oscuridad del amor perdido aún relucen: la crisis económica deslustró esas gemas.

Botswana, el mayor productor de diamantes del mundo y con el per cápita más elevado en la empobrecida África, no vende uno solo desde noviembre último, con lo que su impresionante desempeño económico, de crecimiento promedio anual de un nueve por ciento durante 30 años, se ha esfumado.

Tiempos son de incertidumbre, de indefiniciones, de ausencia de teorías probadas y de medidas con resultados previsibles. La inseguridad signa esta crisis, ángel exterminador de modelos económicos, del liberalismo a ultranza y del mercado omnímodo.

"No limitemos el futuro por miedo al presente". Frase favorita con la que Barack Obama terminó su rueda de prensa en Londres, junto al primer ministro británico, Gordon Brown, en la antesala de la reunión histórica del G20. El futuro debería ser sinónimo de optimismo, pócima para un presente negador de expectativas que se quedaron en el desiderátum. Pasado y futuro en contraposición, ilusiones marchitas versus ilusiones en ciernes. Sólo Jano tiene la ventaja de dos caras con las que mira el pasado y el futuro, pero su mundo es el de la mitología.

Hasta ahora, el siglo XXI había sido de buenaventuras. Barbaries las ha habido, pero los pluses han tenido precedencia. Ha sido una década de crecimiento, de avances tecnológicos, de reducción de la pobreza, de expansión del conocimiento, de eliminación de las fronteras mentales, de anatema de las desigualdades basadas en el género, de ensanchamiento de las libertades y de reivindicación del hombre como sujeto y objeto del desarrollo.

Los buenos tiempos generan espejismos, sí, pero también certidumbre. La crisis bancaria y financiera ha mutado en económica, peor aún, en sistémica. La turbonada ha arrasado con riquezas reales y virtuales a lo largo y ancho del mundo globalizado, y de paso, con los cimientos de la arquitectura financiera sobre la que se asentaron el comercio y los flujos monetarios. Nuestros presupuestos mentales y materiales han quedado maltrechos y carecemos de las herramientas para recomponerlos.

La crisis es sobre todo de confianza y de ahí la volatilidad de los mercados y el convencimiento de que no hay empresa o empresarios firmes ni economía o economistas a salvo. Aquello de que la suerte de la General Motors va uncida a la de los Estados Unidos asemeja una profecía autocumplida: el gigante automovilístico toca a las puertas de la quiebra.

Que la confianza escasee tanto como los créditos tiene un impacto profundo en la economía real. La jerga a un lado, millones de seres humanos, de los que desayunan, comen, cenan y demandan bienes y servicios, no saben si mañana tendrán un empleo. Millones engrosaron ya las estadísticas de los parados. En el mundo desarrollado, ignoran si a la vuelta de unos cuantos calendarios dispondrán de una pensión para los años de la vejez improductiva. O si podrán pagar la educación de los hijos, las vacaciones anuales, la hipoteca, la letra del automóvil y no ya las mejorías en la calidad de sus vidas.

En el mundo en desarrollo, no hay futuro, sino un presente de desdichas y frustraciones. Incumplidos, los objetivos del milenio servirán de recordatorio acuciante de que la brecha sur-norte no se achica. Cruel esta nueva realidad: 90 millones se han hundido ya en la pobreza. No es un guarismo desprovisto de humanidad, sino que millones de niños no tienen leche ni los alimentos básicos para esperar por un futuro más promisorio. Se les ha venido encima una actualidad de infortunios, y no hay indicios de cuándo renacerán las esperanzas y brillarán los diamantes en mercados curados de cataclismos. Su futuro naufragó en la tormenta de las hipotecas de alto riesgo, los derivados financieros y todos los vicios capitales de los dueños de los capitales.

Cuarenta años atrás, la corriente conductista aportó a la sicología la tesis de la desesperanza aprendida. Las evidencias, sustentadas en pruebas científicas, demostraban que la sujeción forzosa a situaciones con estímulos desagradables traía como consecuencia la desestimación de cualquier intento de escapar del ambiente opresivo. En la desdicha prolongada se aprende a no reaccionar a los estímulos positivos, a abdicar, tal vez inconscientemente, de nuestra capacidad para superar las condiciones adversas

Me pregunto si aprenderemos a vivir sin futuro. Me pregunto si esta incertidumbre, si esta desazón colectiva, si esta inquietud que confunde el espíritu y desconcierta, está llamada a perdurar sine die como consecuencia inevitable del engaño protagonizado por hombres blancos, con ojos azules, como dijera el presidente Lula con plena conciencia de sus palabras al llegar a Londres para la cumbre. No en avión privado y acompañado de una comitiva de varios cientos de personas, como el Presidente Obama o los ejecutivos automovilísticos norteamericanos en su peregrinaje de pedigüeños al Capitolio, sino en tren, por tierra, luego de una reunión con su par francés. Ciertamente venía de la Ciudad Luz.

No se reduce el problema a paquetes fiscales que estimulen el consumo, que como chispa mágica reanude el crecimiento y vayamos en bonanza, mucho mejor si adiamantados. ¿Acaso no figura el consumo irresponsable y conspicuo, incentivado por el crédito fácil, las tasas de interés bajas y la lasitud monetaria, como el enredo más visible en este nudo gordiano? ¿No es de tonto confiar en que el consumidor norteamericano volverá a las andadas y olvidará de pronto que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se venza?

Con todo su optimismo, gracia y Michelle, Obama se despidió de Londres con la confesión de que nada garantiza que las medidas aprobadas por el G20 funcionarán. Son las contradicciones intrínsecas en las propuestas vendidas como salvadoras que impiden derrotar a la desesperanza. No toda prescripción tiene la virtud de la taumaturgia cuando se aplica en realidades económicas y culturales diversas.

Las reglas de Basilea, antídoto para todo desastre bancario, han resultado ineficaces para contener la hemorragia de bancos descapitalizados y atiborrados de activos tóxicos. La ortodoxia implícita en los remedios del FMI descarriló las economías de los tigres asiáticos cuando fue aplicada indiscriminadamente. Los déficits fiscales en que ahora incurren las grandes economías apuntan a inflación y ya son pasivos inscritos en las partidas de nacimiento de cuantos vengan al mundo por lo menos en una década.

Cicerón sentenció que a veces es desventajoso conocer el futuro de antemano. Tal vez por eso a la esperanza la tildan de verde, pasto de jumentos. Sancho montaba uno y mañana se recordará el momento en que alguien, entre vítores y palmas, entró a Jerusalén a horcajadas sobre otro para ser crucificado días después. Si habrá que ser burro para preocuparse por el futuro. ¿O para confiar en el futuro?

El futuro debería ser

sinónimo de optimismo,

pócima para un presente

negador de expectativas

que se quedaron en el

desiderátum. Pasado y

futuro en contraposición,

ilusiones marchitas

versus ilusiones

en ciernes.

En el mundo en desarrollo, no hay futuro sino un

presente de desdichas y frustraciones. Incumplidos,

los objetivos del milenio servirán de recordatorio

acuciante de que la brecha sur-norte no se achica.

Cruel esta nueva realidad: 90 millones

se han hundido ya en la pobreza.