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Los dos papas

En la película, el contraste de personalidades queda matizado por un punto en común: la soledad. En Benedicto, es tanto elección personal como consecuencia del agobio por las tantas escandaleras a causa de malas prácticas financieras en el Vaticano y la filtración de documentos papales.

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Los dos papas (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Del “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” han transcurrido veinte siglos y 266 papas han ocupado el trono de una institución que se ha adaptado admirablemente a los tiempos, con el récord envidiable de muy pocos cismas y la única comunidad religiosa verdaderamente universal. Camaleónica, con los pies siempre firmes en tierra y a menudo alejada del cielo, la Iglesia católica comanda una autoridad que crece o disminuye en función de la calidad de quien la rija.

A Francisco le ha correspondido ser el primero en varias casillas papales: como latinoamericano, jesuita y nombre, por ejemplo. Y el segundo en contar con el español como lengua materna, en relevo nada menos que del celebérrimo valenciano Rodrigo Borgia (Alejandro VI), de los tiempos del encuentro entre dos mundos, en 1492. Poco a poco, el argentino ha sentado reales en un Vaticano de luchas asordinadas, con frecuencia revuelto y repulsivo, y donde el veneno es arma usual aún. Se administra ahora bajo fórmulas y dosis diferentes, efectos igualmente perversos.

Coincidencia quizás por mandato divino, uno de los últimos escándalos en la Iglesia acontece cuando Netflix pone en cartel un filme aleccionador, de realización tan impecable como la dirección y como plus, un guión inteligente, bien pensado: Los dos papas. A caballo entre ficción y realidad, el neozelandés Anthony McCarten bosqueja la historia de un encuentro entre el cardenal Jorge Mario Bergoglio y Benedicto XVI cuando este se proponía renunciar al trono de San Pedro. El prelado argentino había solicitado la dispensa papal para abandonar la posición cardenalicia y ejercer el ministerio como un simple párroco. El director brasileño Fernando Mirailles (Ciudad de Dios, The Constant Gardener) conduce con su habilidad usual un elenco portentoso, encabezado por Anthony Hopkins y Jonathan Pryce, y el resultado ha sido un éxito notable, con una nominación al Óscar como mejor actor para este último, quien en dos ocasiones anteriores ha interpretado figuras religiosas, la más reciente en Juegos de Tronos.

Paralelamente al estreno de otra producción que engrosa la cartelera rutilante de las empresas de entretenimiento por vía del internet, salía publicado en francés Desde lo profundo de nuestros corazones, cofirmado por el papa emérito y el ultraconservador cardenal Robert Sarah. En el libro se defiende el celibato y se cuela la intención de presionar a Francisco sobre un tema que divide la estructura eclesiástica. Tras la repulsa oficial, Benedicto desautorizó la autoría atribuida.

En la película de Netflix queda claro desde el inicio que el llamado al cardenal Bergoglio para acudir a Roma tiene una finalidad que trasciende el permiso para convertirse en un cura más. El papa alemán busca conocer mejor a quien podría reemplazarle en el solio, visto que fue su rival más cercano en el cónclave en el cual se convirtió de Joseph Aloisius Ratzinger en Benedicto XVI.

En el poblado de Castel Gandolfo, donde se ubica la residencia papal veraniega frente al lago Albano y a una treintena de kilómetros de Roma, se desarrolla una serie de conversaciones altamente edificantes y que pone de relieve todo un abismo de pensamientos, teología y actitud frente a la vida entre ambos. Abundan las situaciones graciosas, y la ausencia total del sentido de humor del alemán es, precisamente, una de ellas. Repetida. “Dije un chiste, un chiste alemán. Un chiste alemán no tiene por qué ser gracioso”, replica Ratzinger a un Bergoglio en Babia.

El celibato clerical cae entre los temas de discusión. Frente a la posición conservadora de su interlocutor, el argentino opone argumentos como que el primer papa tenía esposa y fue a partir del siglo XII cuando se impuso el imperativo de la soltería, una decisión que carece de contrapartida evangélica. En la vida real, Francisco también se opone a la extinción de la norma eclesiástica, pero parece próximo a la posición surgida en el Sínodo de la Amazonia, que sugiere exceptuar de la obligación a curas en lugares remotos.

En la película, el contraste de personalidades queda matizado por un punto en común: la soledad. En Benedicto, es tanto elección personal como consecuencia del agobio por las tantas escandaleras a causa de malas prácticas financieras en el Vaticano y la filtración de documentos papales. Entona con un estoicismo de marca alemana y que no remedian la afición ya lejana por la música ilustrada y el dominio del piano. Prefiere comer solo, fiel discípulo de una cocina de poca inspiración. En cambio, Bergoglio se debate en una crisis personal en la que interviene la interpretación que hacen miembros de su congregación a propósito de la situación política en Argentina durante los años de la dictadura militar.

Mirailles se vale de flashes con vídeos documentales para infundir realismo al relato fílmico. Predominan las imágenes de la represión militar, punto de controversia en la vida del superior de los jesuitas en Argentina y en la actualidad Sumo Pontífice. Lejos de colaborar con la dictadura, Francisco protegió perseguidos políticos. Sus reuniones con la cúpula militar se limitaban a peticiones de benevolencia para sus religiosos perseguidos, dos de los cuales fueron sometidos a torturas crueles y prisión injusta.

A lo largo del filme resalta una de las características que ha posibilitado la permanencia de la Iglesia católica a la vanguardia de las instituciones con capacidad de influencia y poder pese a la carencia de músculo militar. Benedicto deja de lado sus objeciones y desavenencias para rendirse ante los reclamos de los tiempos por una Iglesia más humana, más cerca de la grey, más humilde y menos estirada. Admite “la necesidad de un Bergoglio” sin entrar en las razones.

En Los dos papas, al diálogo apasionante de los protagonistas le sigue una cinematografía cuidada, con destellos de muy buen arte. La puesta en escena de la elección del papa es uno de los mejores aciertos, visualmente impactante. Los detalles se suceden a ritmo trepidante: la votación apegada a un protocolo rígido y tradicional, las boletas ensartadas con hilo y aguja, el recuento de los votos, la preparación de la fumata nera/bianca, el comportamiento de los cardenales, los fieles a la expectativa en la Plaza San Pedro, la cobertura de los medios...

Hay ciertamente un marcado desequilibrio en la presentación de los dos pontífices. El guionista es especialmente duro con Benedicto XVI, a quien además de una gran inteligencia y ortodoxia doctrinaria se le reconoce humildad y un carácter afable. Que careciera del material papabile adecuado, evidente en la renuncia, es más un extra positivo que una falencia. Recuérdese que ha decidido libremente una vida de recogimiento, un encierro monástico en un rincón del Vaticano y luego de jurar fidelidad a Francisco.

Y sí, pesa como una losa la sentencia del cardenal Bergoglio en una de las discusiones, interrumpidas brevemente por el marcapasos que conmina a Benedicto a ponerse en movimiento: “Hemos pasado estos últimos años disciplinando a todo aquel en desacuerdo con nuestra línea sobre el divorcio, el control de la natalidad o si es gay. Entretanto, nuestro planeta está siendo destruido, la desigualdad crece como un cáncer. Nos preocupamos de si es correcto o no decir la misa en latín, si se debe permitir a las chicas que sirvan de monaguillos. Construimos muros alrededor de nosotros, y todo el tiempo, todo el tiempo, el peligro real estaba dentro. Dentro con nosotros”.

¿Son los curas casados el peligro, más que la pederastia o la intolerancia? Por ejemplo.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.