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Los guardianes de la droga en el paraíso

Reinaldo Arenas, el célebre novelista que muriera de SIDA en 1990, en Nueva York, fue un escritor que creció como tal gracias a las bibliotecas. Nativo de Holguín, en el oriente cubano, llegó a La Habana sin orientación alguna y consiguió empleo en una dependencia estatal muy lejana de su vocación. Supo de un concurso de cuentos infantiles que convocaba la Biblioteca Nacional para recontar un relato de un autor conocido. Los participantes debían leer su versión en tan solo cinco minutos. Arenas no encontró ningún cuento que le gustase y decidió escribir uno de su propia autoría (“Los zapatos vacíos”). Cuando lo leyó le preguntaron quién era el autor. Le respondió que él mismo y de inmediato entregó el original al jurado formado por Eliseo Diego y Cintio Vitier. Sorprendidos, le dieron empleo en la biblioteca. Arenas tenía apenas 18 años de edad. Allí comenzó su historia. Mientras organizaba libros y atendía a los usuarios, se formaba en la lectura y construía su aprendizaje literario. Le gustaban los turnos de la noche porque tenía más posibilidades de leer (“Mientras caminaba por entre todos aquellos estantes, yo veía cómo destellaba desde cada libro la promesa de un misterio único”). Fue allí, en la gran biblioteca habanera, donde Reinaldo Arenas escribió su primera novela, Celestino antes del alba. Hoy, tres décadas después de su muerte, sus manuscritos, los originales de sus libros, su correspondencia, descansan en otra gran biblioteca, la de la universidad de Princeton, junto a los papeles personales, libros escritos a mano y otros materiales de grandes escritores del siglo XX, entre ellos los de su compatriota Alejo Carpentier, el mismo que como jurado de un premio –según le confió Virgilio Piñera- impidió que su segunda novela El mundo alucinante fuese premiada.

Georges Bataille nunca quiso que le calificasen de filósofo o intelectual. Prefería el título de bibliotecario. De hecho, el gran pensador francés –uno de los más influyentes en la Europa del siglo pasado- estudió biblioteconomía y archivística. En la Biblioteca Nacional de París pasó varios años como bibliotecario y medievalista (era de formación multidisciplinaria). No fue la única biblioteca en la que trabajó, luego sería empleado de otras más en diferentes ciudades francesas. La Nacional parisiense lo recuperaría en 1962, pero Bataille no logró ocupar el cargo porque moriría de arterioesclerosis ese mismo año. En las distintas bibliotecas donde trabajó fue donde comenzó a escribir sus más famosos ensayos, novelas y poemas, comenzando por su primer libro, Historia del ojo, que produjo un escándalo mayúsculo, porque el ojo del que escribía Bataille no era el de la cara. Ya Quevedo, tres siglos antes, había escrito sobre las gracias y desgracias de ese “ojo”. De hecho, toda la obra de Bataille fue una larga obsesión sobre el mal y la perversión humana. Cuando muchos surrealistas abandonaron a André Breton para irse tras Bataille –cosa que nunca consiguió Tristan Tzara cuando el dadaísmo se fue a pique y quiso introducirse en el grupo de Breton- ya el filosófo y bibliotecario francés tenía bien ganada fama de hombre demoníaco, intransigente, perverso. Creía en la autofagia, propugnaba por el sacrificio humano para crear “el mundo del espíritu”, y pregonaba la alegría por la muerte violenta. Nadie ha podido determinar cuáles libros en las bibliotecas donde trabajó construyeron el pensamiento de esta figura tan excéntrica. Seguramente, fue un engendro del mal desde su nacimiento (“Nadie es sino un poder de abrir en uno mismo el vacío que lo destruirá”).

Todos sabemos que Jorge Luis Borges imaginó el Paraíso como una biblioteca. Y que en su casa siempre disfrutó desde pequeño de la que poseía su padre. Viviría entre bibliotecas. Afirmaría que nunca salió de ellas. Se empleó en varias bibliotecas barriales. En una de estas escribió La biblioteca de Babel. En 1955 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional por una recomendación que le hizo al ministro de Cultura su gran amiga Victoria Ocampo. Si en las anteriores bibliotecas donde trabajó tenía aún buena visión para dedicarse a la clasificación de los libros, ya en la Nacional de Buenos Aires estaba completamente ciego. Como anota Ángel Esteban, irónicamente esa biblioteca tuvo antes otros dos directores ciegos: el también poeta José Mármol, autor de “Amalia”, y el historiador y crítico literario Paul Groussac, entre cuyos títulos figuran “La Biblioteca” y “Anales de la Biblioteca”. Cuentan que Borges gustaba tanto de su cargo que pensó en establecer su residencia dentro de la biblioteca. Sólo su madre pudo convencerlo de que no lo intentase. Dieciocho años permaneció como director. Se afirma que por mucho tiempo luego de su renuncia, acostumbraba caminar desde su casa hasta la puerta de la Nacional, y luego regresaba. Borges buscaba, sin dudas, la felicidad que había perdido.

Rubén Darío laboró en la Biblioteca Nacional, en Managua, desde que esta institución fue creada en 1882. A los 15 años llegó desde León, la ciudad donde nació, para participar en el acto inaugural de la biblioteca, donde había sido invitado para que leyera un poema titulado “El libro” que, finalmente, no pudo leer porque lo eliminaron del programa. Ya corría su fama de joven poeta. (“Y qué es el libro? Es la luz;/ es el bien, la redención,/ la brújula de Colón,/ la palabra de Jesús./ Base y sostén de la Cruz;/ las frases de Cormenín,/ acentos de Girardin,/ las comedias de Moliére/ carcajadas de Voltaire/ consejos de Aimé-Martín”). Hoy ese recinto se conoce como Biblioteca Rubén Darío. No es para menos, desde luego.

“Dios me hizo poeta y yo me hice bibliotecaria”. La frase corresponde a Gloria Fuertes, perteneciente a lo que en España se conoce como la generación del 50. Desde temprano supo que de la poesía no podía vivir y estudio bibliotecología para poder conseguir un empleo en una biblioteca de Madrid. Allí se encontró con sus autores preferidos y con muchos que no había leído. Entonces, sí pudo dedicarse a la literatura por completo (“Mi jefe era un libro, ¡yo era libre!”). Además, en la biblioteca hizo amigos, como Antonio Gala, con quien luego fundaría la revista “Arquero”. Y conoció a una académica que visitaba con frecuencia la biblioteca. Esta amiga le conseguiría una beca Fullbright y Gloria Fuertes iniciaría una nueva etapa de su vida como profesora en universidades norteamericanas. En ellas quedó impresionada del sistema bibliotecario universitario de Estados Unidos: ordenamiento, presupuesto para comprar novedades, profesionalidad en el cuido de los volúmenes, formato del préstamo de libros y organización moderna. De vuelta a España, cuando se opuso en los sesenta a la guerra en Vietnam, Gloria fundó la primera biblioteca infantil ambulante de España. Muchos centros educativos de su país llevan hoy su nombre. Los libros fueron siempre sus únicos jefes (“Los niños de segundo/ nos lo pasamos genial/ bajamos a la biblioteca/ a leer y a disfrutar”).

Otros grandes escritores ejercieron como bibliotecarios y entre anaqueles nacieron y se desarrollaron sus aspiraciones literarias: Holderlin, Lewis Carroll, los hermanos Grimm, Marcel Proust, Stephen King (quien fue bibliotecario de la universidad de Maine), Goethe (quien cuidaba la biblioteca de una duquesa germana con 40 mil volúmenes), el mexicano Martín Luis Guzmán (quien en la biblioteca de Antonio Caso pasaba largas horas junto a su gran amigo Pedro Henríquez Ureña hablando de libros), Menéndez y Pelayo (que no era bibliotecario pero su pasión era pasearse por las principales bibliotecas europeas), el peruano Ricardo Palma, Solzhenitsyn (quien vivió en la biblioteca de la cárcel de Lubianka durante su confinamiento en el gulag estalinista), José Vasconcelos (quien fue el fundador de la Biblioteca de México en 1946), Mario Vargas Llosa (que fue bibliotecario en Lima y quien fue asiduo a la Biblioteca Pública de Nueva York, propietario de tres bibliotecas: una que aún sigue en París, otra en su casa madrileña, “piedra angular de todo el piso”, y otra que mantiene en su casa de Barranco, en Lima. Después de su muerte, sus 30 mil volúmenes se donarán a la biblioteca de Arequipa, su tierra natal), Juan Bosch (quien sumergido en una biblioteca puertorriqueña pudo compilar las obras de Hostos), Alberto Manguel quien acaba de donar los 40 mil libros de su biblioteca a la ciudad de Lisboa, donde se ha instalado para dirigir el Centro de Estudios de Historia de la Lectura, donde figurarán como miembros de su consejo de directores Salman Rushdie, Margaret Atwood y Chico Buarque, entre otros. Y dos excepciones: el austríaco Robert Musil (“El hombre sin atributos”), y el uruguayo Juan Carlos Onetti, a quienes las bibliotecas les producían fobia.

El poeta Calímaco de Cirene (siglo III a.C.) es llamado el padre de los bibliotecarios, porque fue quien cartografió por vez primera una biblioteca, la de Alejandría, y quien a causa de esta labor organizó la literatura por géneros. Desde mucho antes, existieron las bibliotecas (entre el 1.500 y 300 a.C.) Expertos han contabilizado 55 bibliotecas en Europa y Oriente Próximo para esa época. Hoy, miles de bibliotecarios en todo el mundo (sólo en España existen 4.649 bibliotecas y más de 10 mil bibliotecarios) siguen –como afirma Irene Vallejo- “alimentando nuestra adicción a las palabras” y siendo “los guardianes de la droga”.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.