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Pandemia
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Los juegos de la pandemia

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Los juegos de la pandemia

Como si hubiese déficit de noticias malas. Como si la covid-19 resultase insuficiente para destemplar los ánimos y catapultarnos a la incertidumbre de un futuro a expensas de vacunas experimentales. Llega la información —pena sobre pena—, de que el fuego olímpico finalmente arderá en Tokio tras el aplazamiento del 2020, pero los espectadores serán exclusivamente locales. La fiesta de espíritu y músculo que son las Olimpíadas, ese convivio de excepción en el que las rivalidades desembocan en un ejercicio de confraternidad, carecerá de los colores que ponen los millares de personas venidas de todos los confines con ocasión del espectáculo deportivo por excelencia, con raíces que se pierden en las honduras de la historia.

Será otra la investidura, al margen de una tradición que en 1936 desafió el peligro nazi en Berlín, atronando ya las trompetas del autoritarismo, de la discriminación y de un belicismo en ciernes. Para consumo nuestro, la suspensión del año pasado terminó la coincidencia veinteañera de los Juegos Olímpicos con el calendario electoral dominicano. Quizás radicaba ahí una de las causas eficientes del poco calado de ese acontecimiento en el interés nacional, copado por las pequeñeces de una política con déficit creciente de substancia. Perdíamos así la oportunidad de mitigar las asperezas de la cotidianidad empañada por el cretinismo de algunos, y de enrolarnos en el coro de voces que cantan a la belleza del cuerpo humano y a su potencialidad, a la constancia y tenacidad personales, al arte en la práctica de disciplinas exigentes, al significado profundo de la competencia sana y a ejemplos vivos de cómo se logra la excelencia.

La pandemia ha desconcertado hasta a los japoneses, fríos, ordenados y eficientes en el imaginario mundial. Las controversias han acompañado a las decisiones, difíciles de por sí.

Suspender los JJ. OO. el año pasado fue en su momento un paso desesperado, conscientes los organizadores de que competían contra fuerzas incontrolables. De por medio estaba la seguridad de quince mil atletas que se habían preparado con esmero desde la cita anterior, en Río de Janeiro.

También, los quince mil millones de dólares invertidos en parte como una vacuna contra la anemia de la economía japonesa, enferma de enanismo desde hace años. En juego, sobre todo, el orgullo japonés y un compromiso que los países sedes toman tan en serio como el juramento olímpico.

Para los dominicanos, la cita en Tokio tiene particular relevancia. Fue en la capital nipona, en la edición olímpica de 1964, cuando por primera vez ondeó el pabellón nacional en el desfile inaugural de los atletas, llevado con orgullo por el ya desaparecido velocista Alberto Torres de la Mota (el Gringo), ese vegano ilustre de cuyo recuerdo, como visitante frecuente en la redacción del periódico vespertino que dirigía en el siglo pasado, nunca me he desprendido. Fue un símbolo solitario de esperanza nacional en momentos tan duros de la accidentada historia dominicana por el retraso de la alborada de la democracia. A tantos años de distancia, el deporte ha tomado otro giro en este pedazo insular y de seguro obtendremos medallas en varias disciplinas.

Colapsan las ideologías, las naciones y por supuesto hombres y mujeres. Reencauzar las energías colectivas en aras de un ideal entraña dificultades insalvables, cuadro similar al de aquellos atletas descarriados que una vez hollaron la cima. Estos JJ. OO. de Tokio son ya muy especiales sin el coronavirus. Rusia, fuerza deportiva en buena ley, estará ausente por las sanciones impuestas luego del escándalo por el dopaje de sus atletas. Si alguno compite, tendrá que ser como independiente. La apatridia devendrá castigo adicional porque cualquier marca no será computable a los haberes olímpicos rusos. Mis expectativas con la posposición son otras: que insufle aires al multilateralismo, herido de muerte en la pasada administración política estadounidense. Y quién sabe, quizás la magia del tenis de mesa que posibilitó el reencuentro de China con los Estados Unidos podría repetirse bajo un nuevo escenario, distante de la trampa de Tucídides de que se sirve el politólogo Graham Allison para analizar otra competición, para nada olímpica, entre la única gran potencia occidental y el coloso oriental.

En mis tiempos de estudiante, en gimnasia femenina reinaba suprema Nadia Comaneci, la joven rumana que asombró al mundo con un desempeño impoluto en Montreal, en 1976. Belleza que trascendía la pequeñez de su cuerpo, se llevó cuanto oro pudo. Implantó un estilo y fuerza rítmica difíciles de remontar. Hasta que apareció una Simone Biles de 19 años, que revolucionó las rutinas en las barras asimétricas y de equilibrio, el suelo, y salto. Todo un prodigio que deslumbra con gracia propia, soltura inimaginable y compite en elasticidad con materiales que no son humanos.

De las disciplinas olímpicas, la especialidad de la norteamericana Biles es mi favorita. Porque no me corresponde ni uno de los 600.000 boletos con los que ya no se ingresará a competencia alguna, anticipo con fruición, en silencio, ese toque a los nervios hasta ponerlos de punta cuando la gimnasta agota a toda velocidad esos 25 metros antes de impulsarse en el trampolín y luego en el potro. De aquí sale disparada al dominio de la ingravidez para retornar en medio de torsiones imposibles y aterrizar en ambos pies en equilibrio casi perfecto y a contrapelo de las leyes de la física.

Simone Biles ha incorporado a la gimnasia cosecha propia. Renovó el salto de Amanar, dificultad que lleva el apellido de otra rumana con la que coincide en nombre. En el suelo, a los 12 metros cuadrados del escenario los cubre de flexibilidad sorprendente, equilibrio perfecto entre fuerza física y la majestad de movimientos gráciles que se combinan con el ritmo de la música escogida. La ejecución de las diagonales procede sin fallas en una coreografía lúcida que aparta toda duda del enorme talento de esta chica, de la sensibilidad que anima cada paso, de la inspiración que no cesa. A todos deja, empero, insatisfechos. ¿Quién no quisiera que la actuación se prolongase y observar nuevamente cuando en los pasos de baile se deja caer y prácticamente rebota? Corto, antes que exagerar.

En este calendario de juegos a destiempo, reservado el espectáculo presencial a los japonés, podremos empero disfrutar sin cortapisas del espíritu olímpico, del esfuerzo incesante para sobrepasar debilidades y fortalecer todo aquello que trabaja en la construcción de otra dimensión corpórea. De humanos son el arte, la transformación de lo ordinario en obras y acciones que elevan el espíritu y aproximan a la perfección. Que deleitan los sentidos y dejan la sensación de grandeza en la creatividad, en esa capacidad para dotar de nuevos significados a la rutina. Al igual que ocurrió en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, tampoco en Tokio desaparecerá la tendencia imparable de que se impongan las naciones más fuertes. Pero si también se impone la fuerza de la voluntad como ejemplo supremo pese a la pandemia y las restricciones anejas, puede que las Olimpíadas sean aún la gran fiesta a la que todos estamos invitados a participar.

Espectadores a distancia, habrá que sumarse a la apuesta del primer ministro de Japón, Yoshihide Suga: que los Juegos sirvan “como prueba de la victoria de la humanidad contra la covid-19”.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.