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Los paseos de los abuelos

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Los paseos de los abuelos

Condenados a nacer y morir solos, surcamos la vida en ruptura diaria del número singular. Dependencia del otro y de los otros que confirma nuestra humanidad y sentido de pertenencia a un colectivo cuyo abrazo, aun si lo intentásemos, difícilmente podríamos evitar. Apenas nos asomamos a la existencia en soledad e instintivamente buscamos la compañía de la madre o su reemplazo, pese al logro de la primera independencia, la del cordón umbilical.

Gregarios por inscripción en el ADN, únicamente en sociedad alcanzamos el objetivo siempre esquivo de explotar al máximo nuestro potencial. Quienes eligen como destino emular el claustro, en su pretendida singularidad continúan recibiendo ventajas, muchas o pocas, que solo provee el grupo en su asociación indispensable para producir, crear y oponer la inteligencia a la materia. Somos, definitivamente. Es esta la rutina que con impacto de ariete han violentado las medidas de aislamiento social, a propósito de las urgencias impuestas por la COVID-19. Por los cuatro puntos cardinales se han esparcido el aislamiento y la distancia social como verdades sanitarias, aceptadas con resignación ante la ausencia de una vacuna o un tratamiento efectivo contra esta nueva peste.

Se ha cebado, el virus, en la cúspide de la pirámide poblacional. Quienes superamos los 60 años, y por ello somos dichosos en estos países de menguada expectativa de vida, constituimos la población en riesgo alto. Los informes provenientes de donde más estragos ha causado la pandemia, atemorizan. Desbordan dolor. Se ha decretado un veto al menester que es el contacto social y la posibilidad que este ofrece para intercambiar impresiones, afectos, alegrías y tristeza. Precisamente, la socialización de las emociones es la manera eficaz de encontrarnos a nosotros mismos al vernos reflejados en el semejante. La vulnerabilidad comprende todos los flancos. Con los años advienen ansias más insistentes de muestras de amor, de la cercanía de los nuestros, del calor de los amigos. La sensación de abandono toca a las puertas con demasiada frecuencia.

Estremecedor: mayores en agonía sin una palabra de consuelo, sin la presencia reconfortante de la familia o de los amigos de siempre. Esa nada intelectual que es el mal de Alzheimer se ha enseñoreado en las residencias de ancianos convertidas en antesala de muerte inminente. De nuevo, la soledad como compañía postrera en contravención absoluta de lo social que llevamos dentro y que reclama un último adiós. Del otro lado, en el colectivo, la angustia de la incertidumbre y los desgarrones que dejan las noticias a cuentagotas sobre las víctimas que tocan de cerca. Como para que las lágrimas permanezcan de guardia y su sequía anuncie que el sufrimiento se aposentó en lo más profundo del alma.

Confirmaba ayer nuestra Jeannette Miller, de reciedumbre intelectual probada, que todo escritor escribe siempre de sí mismo, que el punto de partida, el juicio, proyectan ya la visión individual del mundo y de la vida, y que “aún en el tratamiento del personaje más distinto a ti, se filtran aspectos imperceptibles que forman parte de tus vivencias, y esto sucede muchas veces de manera inconsciente”. Tomo la licencia sin temor a sonrojo —de adversario los tantos años que abonan la desmemoria—, en mi comprensión tardía de los paseos del abuelo paterno en mi etapa de pantalones cortos. Y como ya anciano, de una manera que ahora entiendo en las horas de reflexión que me regala el confinamiento, suplía ese requerimiento de contactos más allá del espacio que era suyo en la casona que compartía con la abuela materna, en mis recuerdos siempre de mal humor, recelosa de los nietos, sobre todo cuando en el anochecer tropical se sentaba al aire libre y encendía el cigarro tranquilizante, liberada ya del horario que imponían las radionovelas que llegaban de la Cuba desconocida.

De poco valían las advertencias veladas de papá y mamá para que por razones de salud el abuelo se quedase en su reducto, separado de nuestro hogar por la monotonía de una empalizada metálica que rompía una puerta campestre. Dejarla abierta era invocar la reconvención de la abuela. Y el mismo castigo verbal merecía apropiarse de las naranjas y toronjas que crecían como benditas en el patio que ensombrecían los árboles madre. Me convenía que el viejo Onofre hiciese caso omiso y lo incentivaba a sus paseos, sabiendo que sería yo, a veces también uno de mis hermanos, el compañero de aquellas salidas vespertinas que nos alejaban unos cuantos kilómetros, hacia las extensiones sabaneras que no habían invadido aún las casuchas urbanas. Al terminar las obligaciones escolares, me llegaba hasta su habitación y a veces lo sacaba de la siesta habitual. Si la tarde era demasiado joven, entonces respondía a mi reclamo del paseo con un “espera que baje un poco más el sol”.

Caminábamos bordeando las vías del ferrocarril Sánchez- La Vega y que partían el pueblo natal en dos mitades, cicatrices metálicas ya desaparecidas. Nos deteníamos en casa de gente amiga que el abuelo conocía de antaño y donde siempre era bienvenido, con afecto y alborozo. Él era el centro de la reunión, el visitante distinguido que convocaba la atención de esas familias paupérrimas, en cuyos fogones de tierra amasada alimentados con leña de los montes cercanos, a menudo aún reposaba tardíamente el caldero donde se cocía la única comida del día.

Su visita favorita, y la mía, conllevaba una caminata de cerca de una hora. Obligado vadear una cañada que cuando llovía amenazaba con cubrir con sus aguas las piedras que sobresalían y de las cuales nos valíamos para cruzar al otro lado. Con agilidad, apoyado en una vara como bastón, la experiencia del abuelo me sacaba al camino seco, franqueado por mangales que prestaban su nombre al trecho.

Había entusiasmo en la voz del abuelo cuando arrancaba la conversación amena. El café amistoso le servía de empuje y, protagonista exclusivo del momento, relataba historias que a fuerza de repetición casi me sabía, mas nunca me cansé de escuchar; a veces las motivaba yo con una petición infantil. Casi, porque había detalles nuevos, toques de ficción, que la paciencia y bondad de los oyentes pasaban por alto. En uno de esos cuentos, cuyo argumento central me han robado los tantos calendarios, el abuelo, montado en un caballo imponente, armado de revólver y en rol de Tamakún, el vengador errante, imponía el orden en una de esas fiestas religiosas en las que la patrona y el alcohol competían por la devoción de los fieles.

Al abuelo, relatar anécdotas, contar historias, sobreponerse a los achaques de la vejez en reclamo de la lucidez de la juventud y los recuerdos anejos, le alargaba la existencia. Vivirlo en comunidad, con aquella gente humilde para quienes era persona mayor, no por los años sino por la prestancia de que gozaba, era también una excursión espiritual. Estaba en sus aguas, y yo compartía el gozo de la curiosidad satisfecha. Sentía la atención y el cariño que albergaba en exceso aquel hombre rudimentario, bueno, noble, elegante, cabellera blanquecina partida al medio de donde la brisa agitaba unos mechones que estrellaba en la frente, de ordinario bien vestido, que a todos agradaba y que todos consideraban como un amigo del que no los alejaban las diferencias sociales.

Me pregunto si en la nueva normalidad habrá lugar para que la tradición oral continúe su tarea de unir comunidades y anudar los lazos sociales. Si las excursiones de los que ahora somos abuelos serán cosa del pasado, confinados todos en la casilla de población de alto riesgo. ¿Serán exclusivamente virtuales los paseos de los abuelos?

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.