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Macondo nuestro de cada día

El devenir de estas geografías valida lo que la prosa del escritor colombiano ya desaparecido capturó con galanura y selló la corriente literaria que retornó la América Latina al mapa de las grandes obras literarias.

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Macondo nuestro de cada día

A más de medio siglo de publicada, Cien años de soledad enciende aún polémicas, y en este tránsito de calendario oí a un amigo repetir que el enmarillecer de la novela confirma la crítica sobre un desborde de exageraciones.

A propósito del cincuentenario de la obra magna de García Márquez, Mario Vargas Llosa le concedía “el abc de pocas obras maestras, la capacidad de ser un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota y no se interesa por la lengua ni por la estructura”. Como lo que se da también se quita, en la misma entrevista soltaba esta perla sobre el escritor colombiano y su amigo íntimo cuando el amor recíproco florecía en los tiempos del cólera izquierdista: “Era enormemente divertido, contaba anécdotas maravillosamente bien, pero no era un intelectual, funcionaba más como un artista, como un poeta, no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía para escribir”.

La lucha por la independencia, la historia reciente con su retahíla inacabable de caudillos, dictadores, políticos y figuras públicas, constituyen un retablo de ese realismo mágico que en modo alguno pertenece exclusivamente al ámbito de la literatura. Tan cerca de la exageración imposible, cuando no de la caricatura o la farsa, el devenir de estas geografías valida lo que la prosa del escritor colombiano ya desaparecido capturó con galanura y selló la corriente literaria que retornó la América Latina al mapa de las grandes obras literarias. El cisma entre realidad y ficción queda resuelto en la obra de García Márquez, y de ahí que represente un relato certero, una síntesis cuasi perfecta del hecho latinoamericano.

En Santa Marta, a donde le llegó el final de su vida y, poco antes, de sus sueños y glorias, un español acaudalado acogió a Simón Bolívar en su hacienda. El héroe de la Campaña Admirable, quien había advertido en un decreto a los españoles y canarios en Venezuela que contaran “con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América”, y ordenado a Juan Bautista Arismendi la ejecución de 886 prisioneros desarmados, terminó sus días amparado en la hospitalidad de un peninsular, sin dinero para pagar al médico francés que lo atendía, impedido de ingresar al territorio patrio por disposición de uno de sus aliados militares más importantes y a la sazón presidente en Caracas, José Antonio Páez.

Así son nuestros héroes, de carne y hueso, destinados como cualquier otro humano a pasto de gusanos a menos que la ingratitud de sus generaciones y el fuego, no del infierno sino de la cremación, los releguen a cenizas. Nacieron, crecieron, vivieron y murieron bajo el signo de las contradicciones, hijos legítimos de un Macondo que persiste en el tiempo y que la modernidad y posmodernidad no han logrado borrar. Sirve de arquetipo ese Bolívar, apartado de la elegía oficial, reducido a su especificidad que al mismo tiempo es ficción, como en el texto de García Márquez. El Libertador, el portavoz de la libertad y democracia desde el norte al sur, del este al oeste de la América Latina, retrasó casi una semana la expedición militar que organizaba con la ayuda de Pétion, en Haití, a la espera de que llegaran las faldas ansiadas de Josefina –Pepita-- Machado, su amante de entonces. Los oficiales alemanes y británicos, soldados de fortuna que participaban en la aventura militar financiada por un Haití empobrecido a causa de su propia guerra de independencia, desconocían las pasiones macondianas de estos terrenos. Lo suyo era otra realidad, no menos dura, matizada por las guerras napoleónicas y el fracaso de la Gran Armada. Desconcertados, amenazaron con abandonar los barcos anclados y a Bolívar, anheloso de los favores de la mantuana caraqueña y desquiciado por el tiempo largo que mediaba desde el último ayuntamiento carnal.

¿Coronel Aureliano Buendía? Tuvo más de una existencia, y no solo en la mente prolífica de García Márquez. Lo encontré en las pinceladas sobre José Tomás Boves en Bolívar: American Liberator, el libro de Marie Arana de hace cinco años. Realidad lacerante, un asturiano encabezó una de las fuerzas militares más temibles y contra las que no pudieron el genio militar ni la valentía de Bolívar. Acomodado a conveniencia bajo la enseña española o sus propios intereses y delirios, Boves unió a pardos, indios, negros y mestizos en una acometida sangrienta contra toda autoridad. Los oprimidos en batallas encarnizadas contra los libertadores, en nombre de los opresores. O’Leary, el asistente de Bolívar citado por Arana, narra que “de todos los monstruos producidos por la revolución... Boves fue el peor”. La autora juzga: “Fue un bárbaro de proporciones épicas, un Atila de las Américas...”. Sus llaneros, explica, eran jinetes consumados y solo comían carne que ataban en los flancos de sus monturas y curaba el sudor de los animales cuando galopaban. Por donde pasaban sus caballos, tampoco crecía la yerba.

De extravíos, torpezas, turbiedad y traiciones rebosa Macondo. Francisco Miranda podría ser definido como un verdadero patriota, y un aventurero también curtido en la revolución francesa, las guerras napoleónicas y contiendas en Crimea. Hasta aseguran que visitaba con asiduidad el lecho de la emperatriz rusa Catalina la Grande. En su casa en Londres, en el número 54 de Grafton Way, recibió a Bolívar cuando junto a otros venezolanos buscaba apoyo británico para la causa independentista. Guerrero en cuatro continentes, se adelantó al Libertador en la idea y el combate por una América unida, independiente. Contagiado del espíritu bolivariano, retornó a la patria, tomó las armas y enfrentó al ejército español, del que había sido ya un oficial destacado. Bolívar y un grupo de sus seguidores le tendieron una celada y lo entregaron a los realistas: todo un acto premeditado de traición. Miranda, el sobreviviente de mil batallas, tretas y alta y baja diplomacia, murió con un grillete al cuello en una cárcel en Cádiz. Su tumba en el Panteón Nacional de Venezuela está vacía porque sus restos, arrojados a una fosa común, nunca han sido recuperados.

En la mejor tradición macondiana, hemos ungido patriarcas con señas caribeñas. Substantividad cruel que empequeñece toda ficción, un abigeo, rescatado y encumbrado por las tropas norteamericanas de intervención en el 19l6, se convirtió en uno de los gobernantes más feroces. Hablaba el mismo idioma de Buendía, el doctor Francia, Boves, Páez o el Mariscal de Ayacucho: el dominicanísimo Rafael Leonidas Trujillo.

Juan Pablo Duarte, desterrado a perpetuidad por Santana, desapareció por años en Venezuela, en los llanos que eran el territorio natural de Boves. Vestigio ninguno de Ulises ni de La Odisea en esa travesía macondiana que marca la vida del Padre de la Patria dominicano y del que se sabe poco, excepto que ejercía como comerciante modesto en medio de poblaciones indígenas. Quedan como explicación unos síntomas de depresión extrema, de melancholia, para la que en aquel entonces no había Prozac ni los tantos barbitúricos que ahora elevan la heroicidad y también la paranoia o conductas propias de los páramos y recovecos mentales de Úrsula Iguarán.

Dejé a propósito para el final el descreimiento en el futuro y la convicción de que todo cambio es imposible —síntomas concretos de la depresión—, porque, como afirmó Bolívar cuando la tuberculosis había minado ya sus fuerzas de animal de galaxia y tenacidad ante las adversidades, arar en el mar es verdad y no ficción.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.