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Marita Lorenz entre las patas del Caballo

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Marita Lorenz entre las patas del Caballo
Marita Lorenz con Fidel Castro. (FUENTE EXTERNA)

Cuando tres meses después de sus apasionados encuentros con el Comandante, Marita Lorenz comenzó a sentir náuseas en las mañanas, a perder el apetito y a limitar sus ingestas a lechugas y leche, resultaba obvio que ella había quedado embarazada. El Comandante le recomendó comer arroz con frijoles y ella esperó un par de semanas para comunicarle sus aprensiones. El tardó buen rato en hablar, impresionado sin dudas por la noticia, y con sus ojos azorados sólo atinó a decirle: “No te preocupes, todo va a estar bien”.

La Revolución estaba apenas iniciando y muchas cosas tardaban aún en definirse. Los líderes del crimen organizado que se habían asentado en Cuba tras la abolición de la Ley Seca en Estados Unidos, seguían instalados en los hoteles que frecuentaban desde hacía años, y los agentes secretos norteamericanos iban y venían por las calles de La Habana haciendo su trabajo sin intuir todavía el cambio radical que se avecinaba. “Marita Alemanita” fue llenada de mimos por su amante, quien instruyó a una familia amiga para que se encargara de su cuidado, le enfundó el uniforme del 26 de julio con la boina guerrillera incluida, le pidió que le acompañara en su visita a Estados Unidos y le obsequió un anillo con diamantes con sus siglas FC. Casi sin darse cuenta, Marita había quedado enredada entre las patas del Caballo.

El niño nacería con parto inducido, pero esa es una historia intrincada, que resulta mejor rehuir. Marita, que no culpa al Comandante de lo sucedido, no vería a su hijo hasta cuando el propio padre se lo presentó hecho ya un hombre y ella lo vio llegar a su lado “alto, con el pelo negro y ligeramente rizado, vestido con una camisa azul, un pantalón caqui, unas zapatillas chinas, y con un par de libros bajo el brazo”. Era ya estudiante de medicina, sus manos, su cara, su nariz “eran exactamente igual” a las del Comandante, y se llamaba Andrés. Cuando se despidieron, Marita no volvería a verlo jamás, ni al hijo ni al padre. En su espíritu se anidaron las sombras, el dolor y el desaliento interminable.

Mucho antes de este suceso, cuando ya los amores de Marita con el Comandante eran conocidos y habían sido publicitados en uno de los medios que por estas fechas dan cuenta de los Panama Papers, los muchachos de Edgard Hoover comenzaron a visitarla en Nueva York. A poco, llegaron con éstos dos cubanos de armas tomar en el mejor de los decires: Manuel Artime y El Tigre Rolando Masferrer. No tardarían mucho en enrolarla en sus propósitos. Ella había cobrado peso “como un activo en la incipiente cantidad de planes que pretendían acabar” con la vida del Comandante. “Pocas gentes había en sus radares con un acceso tan personal a él como el que yo tenía, y llegar hasta él era parte fundamental en más de una de esas oscuras tramas”. Aunque hay capítulos en esta historia que no pueden digerirse tan fácilmente, fue en Manhattan, en un pasillo del edificio del FBI en la calle 69, donde a ella le comunicaron la decisión de matar al Comandante. Bueno, en realidad la expresión utilizada fue “neutralizarlo”. Sería uno de los primeros, acaso el primerísimo, de los más de cuatrocientos intentos que se hicieron desde Estados Unidos para poner fin a la vida de un hombre fiero y resuelto que cincuenta y ocho años más tarde le ganó al Imperio todas las batallas y sobrevivió a todas las conjuras. “Me movía entre agentes especiales, operativos secretos, exiliados, empresarios, mafiosos y mercenarios, y me habían dado las armas para que me convirtiera en una asesina, en la autora de un magnicidio que no solo me habría marcado a mí de por vida sino a la propia historia”.

Marita partió de Miami hacia La Habana llevando la pastilla del veneno en un bote de crema facial Ponds. Desde que se tomó la decisión de utilizarla, ella sabía bien que no estaba dispuesta a cumplir el encargo. No habría nunca de herir mortalmente aquel cuerpo “que tan bien conocía y que tantos placeres me había dado”. Cuando ya en su habitación de hotel abrió el bote de crema, comprobó que las pastillas se habían desintegrado y ya no eran más que una masa pastosa que terminaron tiradas por el bidé. “Oh, Alemanita” le dijo el Comandante cuando entró a la habitación. Esta vez, él estaba frío y distante. La seguridad cubana no era aún el cuerpo eficaz que lo convertiría en poco tiempo en uno de los mejores del mundo, pero ya el Comandante comenzaba a distribuir sus agentes por los centros donde se movían sus enemigos. “¿Dónde has estado? ¿Con esa gente contrarrevolucionaria de Miami?”, le espetó el Comandante mientras se quitaba sus botas llenas de barro, se tumbaba en la cama y tomaba un Romeo y Julieta, los exclusivos habanos que se fabricaban para él con su retrato y la fecha de la liberación en el anillo. “¿Vienes a matarme?”. Ella le dijo que sí. Entonces, el Comandante sacó su pistola de la cartuchera y se la pasó a Marita. Cuando ella empuñó el arma y lo miró, el Comandante con su puro, siguió acostado con los ojos cerrados, sólo para decirle: “Nadie puede matarme. Nadie. Nunca jamás”. Ella, que no conoció nunca la cobardía, le rebatió: “Yo puedo”. Y él terminó la conversación: “No lo harás”. Mientras ella derramaba lágrimas a mares, él la abrazó y le hizo carantoñas como si pareciera que, a pesar de todo, seguía queriéndola. Le habló del hijo de ambos y le dijo que estaba bien, que no se preocupara. Su hijo era un hijo de Cuba, alcanzó a señalarle el Comandante, quien le pidió dejarlo dormir un poco pues iba esa noche a pronunciar un discurso que se centraría en el racismo y el odio. Cuando se levantó, se lavó la cara y se puso botas limpias para marcharse, ella le informó que se iría también de Cuba. “No te vayas, quédate” le dijo él con la voz del amor. Ella sabía que después de aquel fallido intento de asesinato, el encuentro de esa tarde era solo una despedida triste.

Marita se marchó dejándole al Comandante una nota acompañada de seis mil dólares para su hijo. Cuando bajó de la habitación, llorando aún, alcanzó a ver a un sujeto que sentado en el lobby del hotel simulando leer un periódico, como en las películas de Hollywood, la saludó con un gesto casi imperceptible. Era sin dudas, uno de los muchachos de Hoover que todavía a esas horas de la Revolución pululaba por los predios habaneros. “Probablemente pensó que había matado al Comandante y me marchaba llorando llena de emociones”.

Cuando arribó a Miami la esperaban en el aeropuerto una docena de expectantes agentes. “¿Cómo fue todo?”, preguntaron casi al unísono. “No lo hice”. Los improperios llovían, las amenazas salieron a flote y ella fue lanzada violentamente en la parte de atrás de la furgoneta en que viajaban. Cuando los agentes encendieron la radio y escucharon al Comandante pronunciar su discurso contra el racismo y el odio, comprobaron con rabia que la misión había fracasado. Marita lo recuerda todo hoy, satisfecha: “Me alegro de haber conseguido enviar al infierno todo el lavado de cerebro al que me habían sometido... las pastillas que querían que tomara cuando viajara a La Habana para alterar mi mente...” Ella sabe que el Comandante supo siempre lo que debía pasar aquel día “y creo que secretamente debe seguir riéndose”. El Comandante hizo un vaticinio, con trazas de conjuro, que se cumplió cabalmente: “A mí nadie puede matarme. Nunca jamás”. A sus casi noventa años, se va apagando muy lentamente y sin apuros, después de haber vivido, como el Frank Sinatra que frecuentaba los hoteles habaneros donde la mafia manejaba sus casinos y sus tramas... a su manera.

(Para comprender mejor esta historia, lea nuestra ración de letras anterior, “La increíble historia de Marita Lorenz”, y no se pierda la próxima y última: “Marita se embarca hacia Dallas”).