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Mi otro índice y el pulgar

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Mi otro índice y el pulgar

No bien había tomado tierra y avanzado unos cuantos pasos para familiarizarme con la nueva geografía urbana en el trayecto de las vacaciones, comprobé nuevamente que mi particular índice del desarrollo merecía un pulgar aprobatorio apuntando hacia todo lo alto. Innecesarios cifras, porcentajes, quintiles, ingreso por cabeza, grado de industrialización, expectativas de vida y todas esas conclusiones sofisticadas a las que se llega tras agotar fórmulas econométricas que a Pitágoras dejarían patidifuso.

Con raíces aldeanas innegables y sin otra iluminación que el sol caribeño, me he atrincherado en el convencimiento de que la manera más sencilla de decidir cuán desarrollado es un país, transita necesariamente por el número de animales realengos que ocupan las calles y demás espacios públicos. Un caso aparte y sobre el que no emito juicio —las vacas a la libre en las vastedades de la India—, sobre todo después que he puesto en marcha lenta el consumo de carne vacuna.

Controles migratorios y aduanales muy eficientes, modernos, con méritos similares a las prestaciones del navío en que había llegado hasta esas remotas tierras australes. Se me enfrió, ¿o calentó?, el ánimo al advertir que al oleaje de los transeúntes se sumaban unos canes de pelajes indefinidos, cuyo único atractivo era la libertad con que deambulaban, el hocico siempre presto a descubrir por vía del olfato o la física mandibular el bocado con que remediar el hambre con la que nacieron y que nunca los ha abandonado ni abandonará. Porque propio del subdesarrollo es el maltrato de perros y gatos, a los que se les niega la domesticidad celebrada y cultivada en otras latitudes, la derivada del latín domus, la casa.

A miles de kilómetros de distancia en la ocasión pero en el mismo país y en un asueto de años atrás, había vivido una experiencia edificante. Pateábamos las calles de la ciudad puertaria guiado por una señora parlanchina, y a unos cuantos viralatas les dio por escoltarnos. Desistieron prontamente excepto uno, compañero permanente e indeseable hasta el final del recorrido bajo el castigo del bochorno en la tarde estival. Una joven del grupo, “contaminada” de conducta desarrollada, le dio de beber de la botella con que mataba el asedio del calor incesante. Repetición tras repetición hasta la última gota, porque aquella sed se asemejaba a la injusticia e irresponsabilidad ciudadana, pecados capitales que se cometen con mucho mayor frecuencia en el subdesarrollo y que a los dominicanos consta cada día.

Mis oídos no olvidan aquellos ladridos que mordían con ferocidad los silencios de las madrugadas en mi Arroyo Hondo capitaleño, lustros ha. Estrépitos caninos que desvelaban mis noches y forzaban pensamientos poblados de venenos fulminantes, como aquel extracto de esa planta asiática y no veneciana strychnos nux vomica conocido como estricnina, mezclado arteramente con un trozo de carne (con todo y que es débil) para vengar mis sueños robados y la desdicha de un vecino desaprensivo con una jauría al pie de mi ventana.

En el desarrollo, camino por parques, calles, callejones, avenidas y solo veo perros silenciosos, juguetones, bien comidos, aseados, saltarines, que me convencen en un santiamén del cantaleteado “mejor amigo del hombre”. Nunca me ladran ni persiguen cuando a horcajadas sobre dos ruedas les paso veloz, o admiro la fina estampa y el cumplimiento riguroso de la regla que obliga a controlar la mascota en todo momento. En el descanso en las urbes sin realengos desprotegidos no hay ladridos ladrones de sueño. A propósito aguzo el oído, sobre todo en las escasas noches de luna en el pedazo europeo donde habito. Pero estos perros no cometen la animalada de ensordecer a criatura alguna; se acogen con mansedumbre a la serenidad lucífera del único satélite de la tierra, al que por lo oído solo aúllan en la permisividad subdesarrollada.

Ya sabía que en California, por ejemplo, todo propietario de un cánido es responsable de que no haya violaciones a la tranquilidad del prójimo. El punto no es la represión. Estos perros no son mudos sino entrenados, educados para guardar no solo propiedades sino también el silencio y la quietud de los vecinos. Quien no es educado, mal puede educar. Normativa similar rige en España, donde la agresión sónica provocada por un aullar insistente amerita la intervención policial. Bueno, aclaración válida, también interviene la autoridad si el aullido es humano e igualmente estivo en decibeles. Para importar un perro a Suiza, hay que probar el entrenamiento previo. O llevarlo a una escuela en territorio helvético.

Jamás había visto tantos gatos a su propio aire como en Sisli, barriada del Estambul europeo. Pese a la brisa fresca que subía del Bósforo al sur, vacilaba si sentarme en la terraza del restaurante: la compañía gatuna a la hora del yantar se me antoja tan indeseable como meter mano al plato para satisfacer la demanda latente en la cola erguida y el ronroneo amigable. Callejeros son, pero con mejor suerte que las jaurías a la vista siempre en el Parque Mirador del Sur. Quizás porque se dice que el profeta Muhamad amaba a los felinos, a los estambulíes les viene a bien el cuidado de estas mascotas sin dueños. Miman a estos mininos y les apartan unos rincones en las aceras para colocarles alimentos y agua. Se les ve por doquier, gordos aunque ninguno colorado. Tan sedoso es el pelaje, que tentado me veo de hablar de una sub-raza: angora realengo sin necesidad de virar latas.

Subdesarrollo calificado, porque perros y micifuces tampoco se juntan en el islam, en el que se les asignan sentimientos muy encontrados. Las prescripciones conductuales asociadas con el extremo religioso corren más ligeras ya sabemos dónde —mentes incluidas—, en la escala del desarrollo relativo. De la trampa, no escapan los cánidos. El contacto de uno de ellos con un recipiente que se quiera usar para las abluciones indicadas antes de la oración solo se borra si se lava siete veces. Las mismas vidas que dicen tiene un gato.

En terreno más serio, el trato a los animales permite un atisbo importante en referencia a las prioridades en una sociedad. Aparejado va con preocupaciones más elementales y determinantes. Revela compasión y también una disposición de ánimo, una sensibilidad de la que no puede prescindirse en la evaluación ajustada de cualquier colectivo. Si a la indefensión del chucho o el micho se opone la crueldad o el abandono, razones hay para cierta alarma. Puede que con igual desparpajo se trate al bípedo.

Intervienen otros factores de consideración indispensable, como la sanidad y el ornato. Animales vagabundos acarrean riesgos. El abandono implica la ausencia de cuidados para impedir que porten enfermedades dañinas al humano. En mis años infantiles, me aterrorizaba el rumor, difundido a veces para forzarme a recluirme en casa con más frecuencia de la deseada, de que había un perro rabioso a sus anchas en las contadas y estrechas calles de mi pueblo natal. Poca gracia provocan esas bolsas de basura deshechas por perros famélicos, de esos que la burla popular asegura necesitan del apoyo en una pared hasta para un ladrido débil.

Otro argumento a favor de mi índice es el respeto y la organización, acentuados ambos en grado superlativo en aquellos países ideales. Si se castiga con dureza a quien abandona o maltrata a los animales, ¿no se aplicará mayor rigor en la observación de los derechos y deberes ciudadanos? Si las reglas van desde obligar a que el perro tenga un microchip con los datos del dueño y que vaya sujeto a un collar con lazo hasta que el propietario recoja los desperdicios de su mascota, ¿acaso no es señal indicativa de que impera allí la preocupación por el bienestar de todos?

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