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Montado en las notas musicales de la memoria

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Montado en las notas musicales de la memoria (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Recuerdos hay que se funden con el yo en simbiosis perfecta, resisten los envistes del calendario y reaparecen con la vitalidad de cuando fueron presente. Dejaron de ser ocurrencias simples para convertirse en experiencia vital, indispensables sus efectos reconfortantes cuando la rutina muta en haustorio por donde succiona la savia del espíritu. Poso que dobla como refugio, signo seguro de la madurez que adviene con los años y apunta hacia nuestro propio cerebro como el primer consejero en la búsqueda de soluciones.

Se comienza a subir la escalera por los peldaños bajos, e igual lección aplica en muchas facetas de la vida. De lo simple a la maraña, y luego se descubre que la simpleza comporta complejidades que escapan hasta a los más entendidos. Lección cuyo aprendizaje no cesa, sobre todo con la música que, entre las artes, sobresale por las tantas apreciaciones que permite sin que el reclamo de la verdad absoluta se corresponda con certeza alguna.

El retraso de mi vuelo iba en aumento y la tarde caía en noche en el aeropuerto de Isla Verde cuando decidí truncar la espera agotadora con una visita a un centro comercial cercano. Había allí una tienda de discos y, en doble formato y bajo el sello de Kudu, Soul Box, la última producción de un músico norteamericano llamado Grover Washington Jr. Mi fiebre por el jazz estaba en apogeo. Las indulgencias de mis finanzas en ese entonces permitían que poco a poco creciera la colección de discos de larga duración, ahora de moda nuevamente pese a que la tecnología los relegó al olvido décadas ha.

Me tentaba la versión de You Are the Sunshine of My Life, cuyo autor, Stevie Wonder, había convertido en un gran éxito. Luego descubriría en los créditos correspondientes que Washington Jr tocaba en muy buena compañía: Ron Carter en el contrabajo; Hubert Laws, flauta y flautín; Bob James, piano y productor; Airto Moreira, Idris Muhammad, Billy Cobham y Eric Gale, entre otras luminarias.

Meses después de aquel LP que dio tantas y tantas vueltas en mi tocadiscos hasta que años más tarde lo reencontrara como CD, hollaba las calles de Montreal en un septiembre otoñal que se me antojaba glacial dada la intolerancia caribeña a los grados bajos. La razón de mi visita me habló de un lugar recién abierto, In Concert. Allá nos fuimos y, sorpresa, sorpresa, Grover Washington Jr estaba en cartel y había una mesa disponible en primera fila. Majestuoso, caminó hasta la mitad del escenario y el haz de luz cayó desde lo alto sobre el metal del saxo para rebotar como destello. De entrada, You Are the Sunshine of My Life.

En la cúspide de su carrera y con apenas 56 años, lo traicionó el corazón en diciembre de 1999. Veinte años más tarde, aún los puristas lo sitúan en los puestos secundarios del género musical que los Estados Unidos han entregado al mundo y cuya aceptación crece con el día a día. A su estilo, precursor del llamado “smooth jazz” en el que también se encasilla a George Benson y a Chuck Mangione, lo califican de blando, demasiado comercial. Cuando hacía un doctorado en composición musical en la Universidad de Temple, en Filadelfia, presentó una interpretación que fracasó en impresionar a los profesores. Sin embargo, Just the Two of Us, del álbum Winelight, rompió récord de ventas y se llevó un Grammy en 1982. Aún se escucha la pieza como si hubiese sido compuesta ayer, y el saxo de Grover Washington suena inspirado, seguro, con el sentido de melodía y tono que indudablemente hay que reconocerle.

Artista consagrado, manejaba cuatro versiones del instrumento que inventó un belga: tenor, alto, soprano y barítono. También se desempeñaba con el clarinete, el piano y el bajo eléctrico. Virtuoso o no, condenado por una fusión que a la ortodoxia le suena a sacrilegio, aquella noche que lo vi y oí In Concert mantiene para mí las mismas notas de placer 45 años después, pese a que el “smooth jazz” y yo reñimos hace tiempo.

Otro saxofonista montó el Olimpo y acampó permanentemente en los apuntes musicales de mi memoria. Primavera y en Nueva York, allá también por la mitad de la década de los años setenta estaba de moda un local de jazz regenteado y propiedad de uno de los grandes baterías de toda la historia: Bernard “Buddy” Rich. El este de la calle 64 con la Segunda avenida albergaba Buddy’s Place. Stan Getz se presentaba y ahí estaba yo, oídos impacientes, incrédulo de mi suerte, en apuesta conmigo mismo sobre el menú musical que me esperaba.

Aquello fue el paraíso. Getz se trajo los colores del trópico en la camisa, y también en el repertorio que agotó con atención especial a la música de su infatuación con el género que habían cuajado en Brasil Joao Gilberto y Antonio Carlos Jobim. Habló de por qué y cómo llegó al Sur y de qué manera este se quedó en el registro de su saxo. Fue un genio. De poco hablar y mucho tocar. Cerró la brecha entre el estilo de samba conocido como bossa nova y el jazz, fusión que ha alcanzado categoría de arte inmune al tiempo.

De cuando en vez, Getz descansaba y dejaba que Buddy Rich se destacara en la batería y añadiera un toque de desenfreno a esa música ordenada, bien dispuesta, que emanaba de su saxo sin esfuerzo aparente. Cristalina, armoniosa. Ejecución perfecta de sus éxitos en la incursión brasileña: Desafinado, Samba de una sola nota, Corcovado, Só dançó samba, Chega de saudade y, por supuesto, La chica de Ipanema.

Razón sobraba al legendario John Coltrane cuando en un arranque de humildad dijo que todos querían sonar como Stan Getz. Es un sonido incomparable, con un sello personal que delata al intérprete a las primeras notas. Le apodaron, incluso, “El Sonido”. Hay una calidez notable en sus interpretaciones, sobre todo cuando sopla el saxo tenor y el tono lírico de su estilo se impone con brillantez absoluta.

Más que nada, a Getz se le asocia con la samba y el bossa nova. Grabó álbumes con todos los grandes del Brasil: Luiz Bonfá, Laurindo Almeida, Maria Toledo, José Carlos, Paulo Ferreira y Astrud Gilberto. Sin embargo, lo aprecio como el maestro de la balada por ese rastro musical melifluo que deja en cada soplo, con una carga melódica que llega hasta lo más profundo del alma. Sus tomas de los “standards” norteamericanos rayan en la perfección. Presumo de nada, mucho menos de experto, pero prefiero el alumno al maestro, en este caso otra leyenda, Lester Young.

Getz había regresado del infierno de las drogas cuando lo vi en Nueva York. Recuerdo que sudaba copiosamente y al final lucía cansado. Murió con apenas 61 años, en junio de1991, pero meses antes pulió, en mi opinión, la mejor joya de su corona musical. El cáncer que le corroía el hígado había hecho metástasis y en un esfuerzo supremo pudo concluir los dos conciertos para los que fue contratado, en el Jazzhus Montmartre, Copenhague, Dinamarca. Grabado en directo y mercadeado como People Time, el dúo del saxofón y el piano mágico de Kenny Barron roza lo sublime. Vine a saber después que este último oficiaba con el sexteto de Buddy Rich en su templo de jazz. Es música que cargo a cuestas conmigo, por lo que mi agradecimiento a la tecnología carece de límites. Fue la última producción de Stan Getz y quizás la mejor pese a que en oportunidades debió ausentarse del escenario y rogarle al dolor que le diera un respiro. Su empecinamiento y compromiso permitieron que en esa magna obra final nos legara todo su lirismo, todo su talento, toda su capacidad para la improvisación y la creatividad en un género al que enriqueció toda su vida.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.