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Muerte y resurrección de los libros

Hay libros muertos. Olvidados. Tiempos hubo en que algunos de ellos fueron de obligada lectura. Sobrevivieron por largas décadas. ¿En la narrativa latinoamericana actual hay obras que podrán sobrevivir aún sea un par de decenios?

Puede que ande equivocado. O, tal vez, no tanto. Los libros mueren. Tienen formas de resucitación. Pero, fenecen. Esto lo he ido comprendiendo a medida que pasan los años y veo en los anaqueles de mi biblioteca libros amados, esenciales en algún momento, que luego pasa el tiempo y no vuelven siquiera a tocarse. Tal vez para limpiar sus lomos, sus cubiertas. Tal vez sólo para cambiarlos de lugar. Como las tumbas. Como los cementerios.

Tiempos hubo en que algunos libros resultaban de obligatoria lectura. En la aldea no existían librerías, de modo que el boca-a-boca y el mano-a-mano eran las vías. Tal vez se mencionaban en la escuela, pero fue -quién puede recordarlo hoy al cabo de tantos años- algún lector avisado el que ponía siempre sobre el tablero la lectura de moda. Y hubo modas en la lectura. Siempre han existido, incluso hoy. Y entonces, todos íbamos tras la moda, en busca del suceso literario que se nos ofertaba. ¿Eran muchos los que hacían ese trayecto? No. Un grupo pequeño con toda seguridad. Un gueto. Un gozoso gueto de provincia que había descubierto que la literatura era un misterio glorioso que podía hacer más llevadera la confraternidad pueblerina. Es un decir.

Previo a los que, de nuestra generación, nos incorporamos a este gueto, estuvieron antes otros grupos de edad mayor a la nuestra. Aún más. Estoy plenamente seguro, porque lo recuerdo vivamente, que quienes nos llevaron a estas lecturas, a la diversión más extensa y durable que proporciona el libro, fueron algunos que eran mayores que nosotros, que estaban o habían estado ya merodeando por esos predios. Y entonces, pasaban la noticia y pasaban también el libro, que si no había librerías, mucho menos menudo para adquirir los dichosos volúmenes. Libros primerizos en nuestro trayecto de lectores, libros que llegaron en el mano-a-mano de la época. No había otra forma.

No puede pues precisarse el momento ni la dinámica. Pero, tiempos hubo en que se puso de moda leer libros que entonces, tal vez, no sabíamos que venían de viejo. Que eran ancianos. Pero, sobrevivían. ¿Cómo sucedió en otros lares? Lo ignoramos. Hablamos desde nuestra condición y desde nuestras experiencias aldeanas. Eso sí: con la casi certeza de que habrá ocurrido igual en otros espacios y en otros grupos humanos. Deseo mencionar sólo cinco que me han venido a la memoria por estos días. El Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Con toda seguridad, pienso ahora, el más viejo de todos. Data de 1845. El liceo donde estudiábamos llevaba el nombre del escritor y político argentino. Y es probable que por esa razón llegáramos a esa obra. Plantea un dilema argentino, pero también latinoamericano. Sarmiento era un reformador, un hombre que anhelaba y buscaba la modernidad. Su libro fue, en gran medida, una advertencia recriminatoria contra la sociedad de su tiempo: o se adentra en el plano civilizatorio o continúa en la barbarie, a menos que no se sacuda de su pereza y camine hacia nuevas formas de progreso humano y social. Quizá ese fue el por qué de esa lectura, en años como los sesenta en que el país dominicano se debatía dentro de los mismos términos: civilización o barbarie.

Otro libro, menos consumido pero igualmente inolvidable, fue El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, que data de 1941. Como el Facundo, era un descubrimiento, como si hubiese sido escrito ayer. Y como Sarmiento que escribió otros libros importantes, este escritor peruano se hizo célebre fundamentalmente por este libro. Los demás no le dieron fama. Clasificada entre las novelas indigenistas o regionalistas, esta obra narra la lucha entre el alcalde Rosendo Maqui y el potentado Alvaro Amenábar que arrebata las tierras a los comuneros bajo el alegato bárbaro de que el mundo era ancho y que podían encontrar tierras en otros lados, pretendiendo ignorar que también en esos otros lados el mundo –la tierra- era ajena. Todavía recuerdo como se inicia la novela: “¡Desgracia! Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera”.

Estuvieron también en esa andadura otros tres textos narrativos. Todos venían del decenio de los veinte: La vorágine (1924), Don Segundo Sombra (1926) y Doña Bárbara (1929). El colombiano José Eustasio Rivera –que fue también poeta- levanta una historia de amor entre un poeta, Arturo Cova, y su amante, Alicia. Pero, es también una descripción viva de la selva y sus misterios, de la esclavitud que sufren sus habitantes. “Se respira selva: tal es el soplo épico de su evocador, y tal la energía de su expresión”, escribió Horacio Quiroga, que fue amigo de Rivera. Una novela con un fuerte lirismo, que expone como La vorágine la violencia de los poderosos y la terrible faena diaria de los que trabajan bajo fórmulas esclavistas. Alguien dijo que todavía hoy esa novela pinta la realidad colombiana en muchas de sus partes. Para Colombia, pues, esta novela no ha muerto.

Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes, fue otra de esas novelas que se leyó con pasión. Es la vida en la pampa a inicios del siglo veinte. Es la novela que entierra al gaucho, tan vital en la literatura argentina anterior. Se habla que Güiraldes evocaba su infancia en su obra. Por eso está escrito en primera persona. Francisco Ayala la define como “la novela del campo argentino, en la que se describen las costumbres y los tipos pampeanos, imitando su lenguaje”. Es una narración de la ruralía argentina que el autor conocía bien. Y está finalmente, Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos, que como Don Segundo Sombra se “leyeron” a través de la telenovela, como muchos años después se facturarían algunas de las novelas del brasileño Jorge Amado, vistas antes que leídas. Mariano Picón Salas dijo de esta obra de su compatriota que era “la metáfora y el símbolo del alma venezolana”. Bárbara Guaimarán –“mujer bella y terrible, propietaria del amor de todos los hombres”- es violada por unos piratas que merodeaban por las costas venezolanas. La suya es una historia de violencia, de selva y llanura, de tierras feraces donde también los hombres son explotados salvajemente.

Estas novelas que hoy recuerdo, han sido ya olvidadas. Están muertas. Como las de Asturias o Manuel Scorza. Como “Boves, el urogallo” del también venezolano Francisco Herrera Luque, tan mencionada –no sé si tan leída- en los setenta, cuando se puso de moda lo que se denominó la novela del dictador. Como “Las lanzas coloradas” de Arturo Uslar Pietri. Como “La muerte de Honorio” del venezolano Miguel Otero Silva. Como “Huasipungo” del ecuatoriano Jorge Icaza. Hay que convenir en que fallecieron estas obras. Puede que ande equivocado. Ahora hay otras generaciones, que aún no tengo la certeza absoluta de que sobrevivan tanto sus obras como aquellas que leímos cuando tenían más de una centuria, cuarenta y tantos, y las más jóvenes, la treintena de años, vivitas y coleando. Marcela Serrano, Laura Restrepo, Laura Esquivel, Luis Britto García, Juan Gabriel Vásquez, Darío Jaramillo Agudelo, Daniel Samper Pizano, Santiago Gamboa, Andrés Newman, William Ospina, Edmundo Paz Soldán, Santiago Roncagliolo, Luis Sepúlveda, Federico Andahazi, César Aira... y me detengo: ¿sobrevivirán por largo tiempo? El boom que fue el suceso mayor después de las obras que aquí menciono, sigue vivo, con sus obvias variantes de existencia, referencia y resuello. Pero, las de hoy ¿están siendo leídas entre nosotros, aunque sea por un gueto, que las pueda mantener con vida digamos por un par de decenios más? Los libros mueren. Tienen formas de resucitación. Pero, de que fenecen, fenecen. El resto es esqueleto entre anaqueles.

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