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Mujeres, tejedoras de pasiones y sacrificios

Para heroína, ella. Madre soltera de hombre guapo, decente y trabajador que hizo de su mayor debilidad, dicen que la única que se le conoció, un perpetuo señorío de carnalidad. Dejó en cada ruta un amor con progenie. Ella pensó que yo, el primero. Y no lo fue. Cuando lo supo, cerró puertas y ventanas y se decidió a verme crecer en sus entrañas. Mi familia no aceptó el nombre ni el apellido que él quiso darme. Ya, ella, había sufrido la misma experiencia. Hija de un potentado de la época que no quiso reconocer la preñez de su madre y la envió al campo donde no tuvo los cuidados necesarios y murió al momento justo del alumbramiento. Mi heroína, contra toda recomendación, decidió cruzar su rubicón. Era ella o yo. Ella dijo que los dos saldrían a tierra firme. Esperando lo peor, así sucedió. Partió a los noventa y tres años. Lúcida y radiante, con la seguridad de que su final se acercaba. Pero, sin lamentos. Yo estoy aquí. Para heroína, ella.

Las mujeres han construido el mundo. Y nunca, es vieja seña de mi pensamiento, han sido sexo débil. Para débiles, los hombres. Fuerza muscular y machismo desbordado nunca han debido ser huella de fortaleza. Joaquín Leguina dice que “ésta de los varones es, decididamente, una raza débil y en retroceso”. Como ellas, han edificado torres y avenidas históricas. Múltiples. Como los hombres, han levantado barreras, grescas, dominios, voluntades, y han roto esquemas sin importar limitaciones. Muchas han hecho del carácter una virtud para salir adelante. Otras, no han dejado que sucumban sus sueños frente a las insolencias austeras o perversas de la adversidad. No temen. Nunca han temido. Cuando un hombre cae, tres mujeres se levantan, incluso para ayudar al hombre a tomar de nuevo el camino. ¿Acaso todos, salvo las excepciones insalvables, no hemos conocido esa realidad desde nuestro nacimiento?

Como todo el género humano, las hay sufridas, maltratadas, olvidadas, obsesionadas, virtuosas, escandalosas, apasionadas, poderosas. Nada humano le es ajeno. Son, sencillamente, humanas. Diríamos mejor: la parte más sublime, imprescindible y primorosa de eso que insistimos en llamar humanidad. Como la historia de muchos grandes hombres, en cuyas biografías buscamos haberes y rescoldos, las vidas de las mujeres que trascendieron a su época concitan la pasión del conocimiento. Katherine Mansfield, la escritora neozelandesa, que vivió intensamente, con las cuerdas tensas, que nació justo cuando el siglo diecinueve comenzaba a dar sus últimos barquinazos y el veinte iniciaba su entrada entre los extremos de la bohemia y la mentecatería. Violó todas las reglas que le fue posible y se enfrentó a su tiempo como si estuviese frente a un tiempo energúmeno. Dice Leguina: “Una dama ‘victoriana’ que supo muy bien lo que quería ser, lo que quería vivir, lo que quería escribir y lo que no quería, aunque el viento no le fuera propicio sino contrario”. Y como todos los intensos, la extensión de la vida se reduce. La tuberculosis la mató a los 34 años. Quiso morir jubilosa y subió las escaleras corriendo, cuando ya sus pulmones no le servían. Vomitó sangre y dijo: “Creo que voy a morir”. Y así fue. Era el 9 de enero de 1923. Gala, la daliniana musa del engendro del marqués de Figueras. Tuberculosa también. Era la enfermedad de moda. En el sanatorio donde van todos los quebrados está la mujer de Thomas Mann intentando recuperarse de la terrible dolencia, por eso La montaña mágica está ambientada en un hospital antituberculoso. Gala conoce allí a Paul Eluard, quien en ese ambiente escribe su Diálogo de inútiles que la propia Gala prologa. La mujer extraordinaria que es, aunque sin mérito alguno, se dedica a coleccionar luminarias. Le llaman “caja registradora” y Luis Buñuel la define como una “avida dolars”. Eluard la ama, la persigue, la carretea. Ella corre tras sus presas, incesante. Se lleva de encuentro a los amigos del marido, el poeta André Gaillard, entre ellos, y desde luego, a la presa mayor, Salvador Dalí. La historia se hizo larga: Dalí y Gala organizaron una muestra exquisita de idioteces divinas. Teatralidad pura. Ella trascendió por su colección de celebridades que terminaron centrándose en uno: el pintor español que había sostenido que su genio no era compatible con el cuerpo de una mujer, pero que con Gala perdió la brújula.

Hannah Arendt es fascinante. Filmes, libros y congresos la recuerdan siempre. Fue tan variada en su discurrir vital. Casi inabarcable. Hay que sentarse a leer sus cartas de amor a Martin Heidegger. Se derretía ante el filósofo que no era confiable pues ambos terciaban asuntos diferentes en cuestiones políticas. Heidegger elevaba al nazismo. Amaba a Hannah, pero temía porque ella era judía. Por sugerencia de Karl Jaspers, Heidegger huye al final del imperio hitleriano, llevando en sus bolsillos aún el carnet del partido nazi. Negaba el holocausto y Jaspers, que era su amigo, le insta a que desaparezca. Hannah comenzó una nueva vida sin él. Jaspers recogió lo que quedaba de un amor imposible. Hannah, la judía sufrida, no conoció otro amor mayor que el del filósofo del nazismo, aunque el otro filósofo, cristiano místico y psiquiatra, le ayudara luego a cubrir su soledad.

Conocer las batallas humanas y políticas de Dolores Ibárruri, la Pasionaria; a la infeliz y combatida Leonor de Aquitania; los extremos íntimos de Diana de Gales; la complicada individualidad de Ingrid Bergman; a Simone de Beauvoir, compleja y mítica, más mito que verdad; la sentimental y sufrida Rosalía de Castro, hija de una campesina de clase alta y de un sacerdote; a Julia de Burgos, hija ideológica de Pedro Albizu Campos, voz de rebeldía feminista que ascendió desde la ruralía boricua y cuya belleza y cultura generó rivalidades amatorias entre dos ilustres del exilio político dominicano; a mujeres poderosas en el terreno político a quienes los hombres respetaban y hasta temían como Catalina de Médicis, María Teresa de Austria, la marquesa de Pompadour, de tez espléndida, ojos vivaces, ardores incontenibles, que supo desde el amor y el poder cumplir su destino, burguesa que llegó a la cima y que murió, como tantas, de una tisis que fue casi una distinción de alta clase en su tiempo; de Agatha Christie, que nunca sonreía porque siempre tuvo dientes cariados, incansable escritora que a los ochenta y cinco años escribió su última novela; de George Sand cuya vida fue siempre escándalo y rechazo, amada por Alfred de Musset, admirada por Flaubert, Dostoyevski, Proust, por Henry James que le llamaba La gran maga; Frida Kahlo, que según Rosa Montero entendió que la vida era una cama eterna; nuestra Salomé, sobre todo la del Epistolario, donde se descubren sus ruinas circulares, sus tempestades, sus soledades. Y me detengo en Gertrudis Gómez de Avellaneda, la poeta española de madre cubana, dicen que hermosísima pero con un carácter varonil. “¡Es mucho hombre esta mujer!”, dijo alguien de ella. Valiente, independiente y apasionada. Los familiares y amigos le llamaban Tula y sus amoríos dejaron a más de un hombre al borde del precipicio. Los amaba y los abandonaba, y los dejaba enfermos de amor para siempre. Eran amores trágicos. De uno se embarazó, de un andaluz supo lo que era rascarse en jabilla y perdió la apuesta, se enroló con un político y ella terminó en un convento, asfixiada del amor perdido, un cuarto casi pierde la vida por enredarse en su madeja de quereres. Era desde hacía rato una auténtica vedette de la literatura. Y con el dinero abundante que le dejaron todos sus maridos muertos. Enterrada con la presencia de una docena de amigos apenas, la más singular poeta romántica se fue de la vida a los cincuenta y ocho años de edad, entonces una edad anciana (“Ante mis ojos desaparece el mundo,/ y por mis venas circular ligero/ el fuego siento del amor profundo./ Trémula, en vano resistirte quiero.../ De ardiente llanto mi mejilla inundo,/ ¡delirio, gozo, te bendigo y muero!”).

Las mujeres han construido historias ejemplares, vidas consumadas no sólo en la pasión y en el deseo, sino en la erótica del poder y sus entresijos, en la heroicidad nacida de una vida trágica acosada por desvelos libertarios, en el martirio donde las ideas suplen desafíos y truncan sueños, en los huecos terribles que la condición humana teje para dejar flotar miserias y liviandades. Heroínas del deber y del padecimiento. Hechuras de la vida, de la vida social, de la sencilla y dócil vida doméstica. Cada cual tiene la suya. Cada cual tiene una heroína particular, al margen de las que nos muestran las biografías y las hagiografías. Santas y rebeldes. Reinas y plebeyas. Sensatas y perversas. Poetas y amantes. Sufridas y enaltecidas. Aplaudidas y olvidadas. Glamorosas y sencillas. Y entre todas, las que nos queda más cerca: la que generó la semilla de donde surgieron nuestras humanas realidades, nuestros sueños, nuestros temores, pesadillas y esperanzas. Las tejedoras de amor y sacrificio perennes, más allá de la vida y de la muerte.

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