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Norberto James, la infinita extensión del llanto

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Norberto James, la infinita extensión del llanto

“La infinita extensión del llanto

tendrá su convergencia en la sangre”.

Sobre la marcha, Poema I

La de Norberto James es una poesía que construyó paso a paso y desde distintos matices, su biografía personal y sentimental. Si algo sustancial sobresale en toda su poética es la persistente vuelta a su pasado ancestral, el agobio de una tristeza que subyace en una obra que la expresa con sentido de continuidad y, en contraste, el empeño en permanecer sobre los rieles de la esperanza en los cambios y recambios vitales que surcaron su andar y su aventura humana.

En el carril de los poetas dominicanos, Norberto James tiene características muy propias. Su etnia se nutre de la herencia de sus ancestros, donde confluyen las tierras de Jamaica, Trinidad y St. Kitts, y que, a su vez, tiene sus raíces más profundas en la etapa de la esclavitud de los negros sureños de Estados Unidos. Le viene caminando la tristeza (“La tristeza nos precede”) y, es probable, que ese largo éxodo de sus antepasados, que finalmente recala en el batey petromacorisano de una isla de lengua, religión, cultura y costumbres tan diferentes, le va construyendo el llanto infinito que, con paradójicos atisbos de ternura, de amor y hasta gozo, puebla su poesía de arriba abajo. El poeta nunca habrá de desarmar en su poesía la realidad de sus ascendientes, incluso de los más remotos, y ha de notarse, desde sus inicios, la búsqueda de la patria que no le pertenece, la pesquisa sobre una historia que no comparten los constructores de sus andamios sanguíneos, la creación de esa noción de patria en la que insiste porque en ella es donde deberá encontrar el sentido de la vida, los alcances de sus avatares, la plenitud y fortaleza de sus sueños. Ese es el gran combate que hubo de librar el poeta en toda su existencia: encontrar y encontrarse en una realidad que nació y maduró en otros espacios geográficos que no llegó a conocer. Ese es el drama que le habrá de acompañar siempre, con el cual pudo levantar una poesía de coherencia temática y con un estilo sin variantes, y donde se puede conocer su biografía humana.

Aunque su primer poemario se edifica sobre los muros de abril de 1965, es allí donde han de comenzar a perfilarse las primeras emanaciones de su ser, de sus angustias, de la desesperanzada marcha de una vida marcada por el desarraigo: el exilio sanguíneo y físico que comprime su realidad. Néstor E. Rodríguez recuerda que no habló español hasta que su familia migrante salió del batey del ingenio Consuelo y se trasladó a San Pedro de Macorís. De modo que durante sus primeros diez años de vida sólo habló inglés, y específicamente el patois jamaicano de sus orígenes. Tendría 18 años cuando se traslada a Santo Domingo, justo en el año en que comienzan a acentuarse determinadas posiciones políticas a causa del derrocamiento del presidente Bosch. Menos de dos años después está en la ciudad intramuros al lado de los constitucionalistas y allí ha de nacer su canto, en la febril cantera de los comandos y en “las oscuras ruinas de la derrota”. Creará conciencia de las dificultades que entraña empujar los sueños y despachar a la angustia de su entorno. Cuando creía que se escapaba de la tristeza, de la marginalidad, de “los pesados peldaños de nuestra sangre”, descubre que para impedir la construcción de una nueva realidad encontrará siempre “el áspero e invisible muro de la angustia alzándose cortándonos el paso, perturbándonos la marcha”.

La revuelta abrileña la que lo sacude. La lucha bélica le permite enrolar en su crispación y en sus roturas el grito –más hondo y desgarrrante- que le viene de su condición migratoria que buscaba motivos para asentar definitivamente sus pasos en una obra humana, trasladada ya al hecho poético, que se construía sobre la marcha (“No sé si el tiempo será capaz/ de ofrendarnos/ la tranquilidad que buscamos”). Los “estatutos del amor” que afanosamente perseguía, no podía encontrarlos en las guerras perdidas que habían sacudidos a la familia y a la nueva patria. El llanto, la tristeza, las carencias, son el sino de su angustia (“El agujereado techo de zinc./ Las apretujadas paredes de madera vieja/ y este piso de tierra/ muy nuestro/ son/ los únicos testigos reales/ de nuestra nocturna derrota/ ante el pan ausente...”). Se sabe extranjero, aunque ha nacido en el terruño y no desea que se le considere tal (“Yo no soy un extranjero más./ Soy sencillamente uno de ustedes...”) Es un reclamo y una advertencia, porque ha de señalar que “la insistente y milenaria angustia/ que heredamos” es un hecho común a unos y otros. No es suya solamente, aunque su heredad esté constreñida por los duelos atávicos que arrastra. Pero, hay una declaración jurada que habrá de repetirse en otros poemas: “Pronto el sosiego en toda su amplitud será nuestro/ aprenderás a amar sabiamente esta Patria/ porque otra no conoces”). El poeta ha crecido con otra lengua y con otra historia que le era, sin dudas, narrada en casa, pero esta es la tierra donde ha nacido, donde ha aprendido a comunicarse con sus amigos de forma relativamente tardía, esta es la estancia donde debe construir sus sueños.

Los horrores del central, sus “viejas humedades en los ojos”, el polvo de los caminos, sus inseguridades, su falta de paz, “su heredada calma/ su duro silencio de batey en tiempo muerto”, unido a su lucha por un espacio de vida mejor, su fe en la esperanza en mejores días, su rastreo en procura del amor: toda la poesía de Norberto James plantea esa herencia y esa búsqueda constante que alcanza su momento más alto cuando se decide a escribir sobre los otros que vinieron por igual de las islas barloventinas y habla de “la historia de su congoja”. Y entonces, los cocolos se inscriben en la historia dominicana de modo firme, y el poeta nombra a los más representativos en un poema que confirmó en toda la patria adoptiva el valor de la etnia, su “fatigada sal de obreros”, su silencio redondo, sus aportes “en la brega diaria/ por el pan y la paz/ por la luz y el amor”.

Tres años después de Sobre la marcha (1969), en un poemario que dedicará a Marino (nombre de la clandestinidad de Maximiliano Gómez), el poeta seguirá bordeando el mismo camino de su angustia vital, signada –hemos de reafirmarlo- por las sombras ancestrales y por los golpes políticos, si se desea históricos e ideológicos. La derrota le sigue golpeando, junto a las ausencias que se multiplican, la soledad, el silencio en medio del estrépito de las horas, la tristeza (“Yo no tuve libros/ ni bicicleta./ Toda la poesía de los días/ logré captarla/ en difusos colores/ de lápices ajenos./ Solo fue mía/ la temprana edad de lo triste”). Y sin embargo, continúa con el poeta el reclamo de la ternura, de la luz, de la esperanza, del amor. Son dos realidades contrapuestas que se expresan en su poética y que permiten construir su biografía. No es a lo que aspira, pero ver caer a los amigos en tiempos sombríos, como verá poco a poco ver morir las ideas y la utopía, es sin duda un motivo de queja y dolor, tal vez de suplicio perenne (“Esta estancia sin luz/ -que nos confieren-/ no es lo que merecemos./...No esta fría soledad y este silencio...”). En La provincia sublevada (1972) el poeta es el mismo, pero con énfasis renovado en el drama del colectivo ideológico. Con Vivir (1981) el poeta retorna luego de nueve años en que pareció cerrar las puertas del oficio. Su poesía está de vuelta a sus cauces originarios: las soledades internas que ahora se vuelcan a otras latitudes, porque es un estudiante exiliado y no hace más que ser un exiliado perenne, como lo fue de alguna manera en su tierra, como lo seguirá siendo hasta el final de sus días cuando regresó a su puerto de origen, las entrañas del monstruo donde nacieron sus ancestros esclavos. Pero, la patria aquella que había buscado para que se adentrara en su corazón y en sus sienes lastimadas, sigue viva, tal vez mejor que nunca. Probablemente, esa “noción de patria” a que alude en uno de sus versos, recreció en la lejanía. “Carezco de historia propia/ y cuento la de abril”, un verso que repetirá en otro poema en el momento preciso en que ya se acepta como un desterrado donde todas las cosas cambian, incluso las nostalgias. Entonces se concentrará en explicarnos otras visiones, comenzará a mirarse en otros espejos. Ha vivido en La Habana, ha pasado por París, se ha instalado en Estados Unidos. Es otro y es el mismo. Tiene una patria portátil que viaja con él. Es un náufrago que silba boleros, que sueña con el Callejón de Regina, con chichiguas y con infancia de cañaveral y riachuelo, pero que ahora –la música extremada de su historia- se reconoce en Stevie Wonder y divaga por las aceras de Beechwood Road. Ya son otras las cuitas, aunque las nostalgias seguirán creciendo. El poeta, empero, será el mismo. Nunca cambió su enseña y su identidad. No fue un poeta social, como cree Néstor Rodríguez. Fue un poeta, simplemente. Y, en varios tramos, un poeta rebelde como Vallejo, como León Felipe, como Cardenal, como Neruda, como Rafael Cadenas, como Huerta, Roque Dalton, Benedetti, Pedro Mir. Se despidió afirmando que era un perdedor, “un orgulloso perdedor” que enfrentó “las oscuras luces” para afanar en lo que creyó justo, aunque “casi todo fue ficticio”.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.