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¿Olas o ciclos democráticos?

La democracia dominicana se inauguró formalmente el 27 de febrero de 1963 con el ascenso de Juan Bosch al poder, producto de dos hechos que creemos fundamentales: una estrategia electoral políticamente correcta que no puso látigos en las manos, como propuso Viriato Fiallo, para zurrar a trujillistas (“borrón y cuenta nueva”) y unos comicios libérrimos bajo la conducción de don Ángel María Liz. Ni antes ni después. La democracia nuestra nació en esa fecha. Un gobierno de siete meses, azotado por las conspiraciones, los prejuicios y la falta de vivencia democrática de los ciudadanos, no invalida esta efeméride.

Antes del ascenso de Bosch, principalmente con el Consejo de Estado (especialmente el de Bonnelly), se comenzaron a sentir aires democráticos. El propio Balaguer tomó algunas medidas preliminares, aunque con obvios propósitos personales (el tiburón político que siempre le habitó), pero no fue hasta el triunfo perredeísta del 20 de diciembre de 1962 cuando la democracia comenzó a ser vínculo y apuesta de las mejores esperanzas nacionales. Lamentablemente, con el nacimiento de la democracia renacieron las mezquinas trapisondas de la disolución. Con el Triunvirato volvimos al pasado, muy a pesar de que sus integrantes habían sido luchadores por la libertad. Cuando la revolución llegó a las puertas de la ciudad intramuros, el ejercicio civilista del más de millón de electores que concurrió a las urnas había caducado. Me lo comentaba en días pasados don Vincho Castillo: si Donald Reid Cabral hubiese hecho una convocatoria electoral creíble y rápida, sin su participación, y hubiese tenido la lucidez y las agallas para transformarse en árbitro del convite político, abandonando la maraña en que se había convertido su gobierno ilegal, el país pudo haberse ahorrado los centenares de muertos de la contienda abrileña. Pero, fuñeron la democracia y tardamos quince años en recomponerla. En rehacerla. En relanzarla. Y en ese cruel ínterin se fue desgastando el equilibrio político y la ponzoña del mal causado con el golpe septembrino fue intoxicando el juicio y abonando el terreno a la aventura y a las malas artes políticas. No hubo el menor atisbo democrático durante doce años. Ninguna calibración histórica de la realidad gubernativa de aquella época puede conceder la distinción de demócrata al doctor Balaguer, independientemente de obras y esfuerzos que incidieron en el desarrollo económico, cultural y hasta político, del país dominicano.

Hubo que esperar otra nueva fecha, la del 16 de agosto de 1978. Y es aquí cuando se inicia, como se afirma hoy, la nueva ola democrática que repercutiría en otras naciones del continente. Para algunos, la democracia nació en ese momento. Prefiero determinar nuestro desarrollo en ciclos. El primero, el de Juan Bosch. El ascenso de don Antonio Guzmán, el segundo. Ciertamente, luego del ejemplo dominicano en votaciones realizadas frente a un panorama sombrío, otras naciones comenzaron a abrir sus puertas a la democracia, pero también otras más, al paso de pocos años revirtieron sus logros y dejaron crecer la deriva autoritaria que hoy mismo socava las libertades y los derechos humanos en varios países. El ciclo democrático perredeísta de ocho años no pudo consolidarse. Y no sólo los yerros, que fueron múltiples, sino los lazos rotos, los embates de la división, la cicatería que arruinó viejas fraternidades, produjo el insólito regreso del presidente Balaguer a la dirección de la cosa pública. Advertido el país por sus propias palabras que no tenía motivos para modificar su estilo de gobierno anterior, el líder reformista volvió por sus fueros y la democracia de nuevo tomó vacaciones.

La democracia se renueva el 16 de agosto de 1996. Es el tercer ciclo real y efectivo del proceso democrático dominicano. La denominada ola iniciada en 1978 tuvo un intervalo gravoso de diez años y hubo que acudir a las altas instancias norteamericanas para poder domesticar el “destino” que Balaguer siempre dijo que era el que dirigía sus acciones. La ola democrática pues, tuvo un frenazo de un decenio, por lo que los cuarenta años que ahora se celebran del logro civilizador de 1978 debe tomar en cuenta este aproche. El tercer ciclo –descarto la ola por irreal y por incompleta- sigue activo desde hace veintiún años. Y ha de esperarse que continúe sin frenos, ni acechanzas ni inconveniencias ni deslindes ni embaucamientos ni vahídos. Imperfecta, sigue siendo, la democracia, la mejor manera de enderezar nuestros entuertos históricos y de institucionalizar el país, al margen de rebatiñas partidistas y acoquinamientos políticos. Un patatús de la democracia no tiene otro destino que el de la desvinculación histórica con respecto a nuestro porvenir y la ruptura nacional.

Los tres ciclos democráticos dominicanos tuvieron tres protagonistas, aunque el tercero fue obra de equipo que hizo el nuevo camino de un líder. Y junto a esos liderazgos democráticos corrieron tres estrategias. Sin tácticas ni estrategias claras y fuertes ningún partido sostiene su vigencia. El resto es discusión vana. Juan Bosch creó una estrategia política que se manifestó en su trabajo electoral que le permitió obtener –con sólo catorce meses de vida partidaria nacional después de su largo exilio- el 59.53% de la votación de diciembre de 1962. De la nada, un coloso había nacido. Sus adversarios, ni siquiera los que le acompañaron en el destierro, tenían sus conocimientos de la ciencia política ni sus atributos para forjar la nómina amplia de seguidores que creyó en su discurso. Fue la suya de 1962, la primera gran estrategia triunfal de la política dominicana posdictadura, si acaso la hubo antes. José Francisco Peña Gómez fue el artífice de la segunda. Una estrategia que hizo crecer al Partido Revolucionario Dominicano y ganar la batalla electoral con una candidatura de visibles debilidades personales, aunque de altura moral y ciudadanía ejemplar. La estrategia de Peña Gómez tuvo visión internacionalista. Pasó por el cedazo inédito de los liberales de Washington (un sector de Estados Unidos le pareció que era hora ya de no estar patrocinando dictaduras y de ayudar a partidos democráticos a llegar al poder), por el de la socialdemocracia alemana, sueca y venezolana de Willy Brandt, Olof Palme y Carlos Andrés Pérez, por el de los socialistas españoles de Felipe González y por el de un político que era experto en cruzar la difícil raya de la dictadura a la democracia, el primer ministro después de la Revolución de los Claveles en Portugal, Mario Soares. Sólo las rebatiñas intrapartido, el discurso de odio y rechazo de sectores internos del PRD hacia la figura del doctor Peña Gómez y la fracasada gestión jorgeblanquista hicieron aguas la potencia del perredeísmo que había puesto en la urna de los triunfos su entonces líder máximo.

La tercera gran estrategia política, a contrapelo de todos los que hayan quedado afectados por la misma (la política se alimenta de la realidad última y fundamental: la toma del poder) fue creación de equipo en el Partido de la Liberación Dominicana y permitió la instalación, el 16 de agosto de 1996, del último ciclo democrático que conocemos y que tiene vigencia hoy. La forma que tomó esa estrategia, el tipo de alianza, todo el entramado que la originó –todavía no explicado del todo, aunque se conozcan sus pormenores claves- no importa para los fines de este escrutinio. Lo único importante es que fueron desplazadas las ofertas principales del momento electoral y Leonel Fernández Reyna ascendió las escalinatas del capitolio para iniciar el más duradero de los ciclos de la democracia dominicana, con todos sus avatares y enmiendas. Salvo el interregno perredeísta de cuatro años que, de nuevo, quedó trunco y perdió la apuesta, ese ciclo se mantiene, no importa las perspectivas desde donde se analice su trascendencia. Es bajo los signos de estos ciclos y no desde los de la llamada ola democrática iniciada hace cuarenta años, que debe verse la realidad de nuestra democracia, imperfecta, diatribesca, a veces errática y desinstitucionalizadora, pero viva y, creemos nosotros, en proceso de consolidación sobre todo si miramos a nuestro alrededor o aún más lejos y observamos como a algunas democracias que nos parecieron en algún momento ejemplares les pasó como a Chacumbele. Sus propios políticos las mataron a garrotazos y desde entonces el diablo se viste de Prada.

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