Poeta del Agua

Siempre me ha parecido, desde que leí adolescente su obra poética, que Manuel del Cabral es el poeta del agua. En Chinchina busca el tiempo, en Compadre Mon y otros memorables textos de este infatigable hacedor de metáforas, el tema del agua, ya comprimido en una gota, ora reposando en un charco como espejo memorioso o fluyendo de prisa como río caudaloso, aparece como una constante emblemática.
"Padre mío, ya ves,/ el agua que me diste, venía de una oscura/ profundidad de vida, pero como los ríos/ primeros de la tierra, aquel goterón mío/ se me llenó de altura..." (Carta a mi Padre). En Chinchina nos dice: "Hay algo que está aquí, conmigo. Pero estoy tan cerca de la tierra que no puedo explicarlo. Un poco de agua tal vez sabe decirlo; el agua es tan mansa, tan limpia, tan conforme; sin embargo, no sirve para mi sed..." Pero sirve al poeta como voz polivalente: "Cuando aún no se sabía si tú eras lluvia o Chinchina: cuando tú salpicabas de cielo los pies con sueño de los aguateros; ya ibas tomando forma de algo... Pero Chinchina, el hombre no sabe que tu sonrisa ha llegado; el hombre no sabe que tu sonrisa no cabe en el tiempo. Sin embargo, el agua todavía comenta tu sonrisa."
En Agua de infancia expresa: "A veces le pregunto a la nube caída si hace aún los cabellos, los ojos, la ausencia-presente de algo que se mueve: hoy cabe en mis manos la madrugada....la madrugada hace tiempo que se llama Chinchina. Chinchina: ¡cuántas cosas que tú y yo sabemos! Pero mira esta agua, este ámbar que huye, que viene de tu infancia... No, no es agua..." Como sucede en la obra de Jorge Luis Borges con los sueños, Fernando Pessoa con el juego de los heterónimos, Ernesto Sábato con los ciegos, el agua, cual molécula fecunda que se esparce multifacética, inunda la construcción poética del vate dominicano.
Una mañana me encontré a Manuel del Cabral en La Esquina de Tejas. El poeta tomaba un café en solitario, absorto en sus reflexiones. Yo había ordenado un suculento desayuno de mangú con huevos, café con leche, tostadas y jugo. Compartimos entonces la tertulia. Le recordé que nos habíamos conocido en Buenos Aires, en una librería de la calle Florida, durante los años 60. Las librerías -ya me lo habían advertido libreros de Santiago de Chile- eran el hábitat preferido del poeta Cabral durante su dilatada estancia en el Cono Sur y en cierto modo lo eran también del autor de estas notas en los ratos de ocio universitario. El abordaje en aquella oportunidad provino del poeta y motivó en su momento un artículo en la revista ¡Ahora! ("Encuentro fortuito con Manuel del Cabral").
Tras esa introducción recordatoria, con entusiasmo casi infantil, emocionado, del Cabral me convidó a su casa -realmente a la de su hija Peggy, casada ya con Peña Gómez- situada a poca distancia de donde estábamos. Allí, en un pequeño estudio, charlamos largamente. Fue entonces cuando le dije que, para mí, él era el poeta del agua. Esta afirmación le sorprendió. Conmovido me dijo que nadie antes le había hecho esta revelación sobre ese ángulo hidráulico de su obra.
Redoblado su entusiasmo por la buena nueva, del Cabral me expresó que yo había aparecido como una verdadera bendición divina para él. Que era lo mejor que le había sucedido en los últimos tiempos. Motivado, se levantó como un resorte del sofá en el que estábamos sentados y buscó dos libros que deseaba mostrarme: uno era una tesis académica sobre su obra literaria y el otro una célebre antología de cinco grandes poetas hispanoamericanos, en la que compartía honores con Pablo Neruda, César Vallejo, Gabriela Mistral, y Vicente Huidobro.
Este último libro había escapado de su vista. Afortunadamente, en un viaje que en fecha reciente había realizado a Buenos Aires, le fue obsequiado en una librería de viejo por su propietario. Me entregó ambos volúmenes con la encomienda de conseguir editor. En principio me negué a aceptarlos, pues entendía que era demasiada responsabilidad. Sin embargo la tenacidad del poeta me venció. "Muchacho, pero si tú eres mi ángel de la guarda. No me puedes decir que no". Accedí presionado por su vehemencia y el afecto sincero que le profesaba desde que sus versos raigales se me enredaron en los pies y me ataron a sus formas, a su cadencia filosófica de viejo sabio que sentencia en parábolas. Pensé entonces en la colección de clásicos dominicanos de la Fundación Corripio y en Manuel Rueda, su director, mi querido pariente Manolo, "Viejote". Lamentablemente la iniciativa no prosperó, atenazada en la criba exigente e implacable del criterio del rector de Isla Abierta, paridor proverbial de Makandales y pluralemas tamborileros de mágicas resonancias insulares. Razón por la cual le devolví al poeta el encargo, junto a los valiosos volúmenes confiados a mi custodia.
En compensación por mi fracaso como gestor editorial, le dije a del Cabral que aún fueran unas simples notas, escribiría sobre la buena nueva de la que había sido portador y que tanta felicidad le produjo. Aunque ya no se halla entre nosotros su figura impaciente enflaquecida tocada con chivita encanecida de santo de palo, sé que en la sección del cielo donde moran los poetas fabricando metáforas para nombrar las cosas, musicalizando con sonoridad rítmica las palabras, sacará un tiempecito para leer contento este recordatorio. En la fiel compañía de su pupilo Carlos Gómez Doorly, el héroe metafísico de Cacibajagua, cuya oficina operaba aposentada en una mesa del Palacio de la Esquizofrenia. Un frenético difusor de los textos del poeta.
"Tantos ríos que soltaron/ bajo mi piel. Más no sé/ por qué lo que me golpea/ siendo agua tiene sed." (Mi Sangre) "La laguna es un ojo verde, un ojo que, según el cochero del valle, era pequeñito como los de la gente. Pero su cantidad de pájaros, la pegajosa orquestación que vuela sobre su fofa esmeralda, es lo que a Chinchina no la tiene cuerda." (Chinchina..., seguimiento de los pasos descubridores de la hija en crecimiento).
Ahora que el cambio climático nos asola y según los expertos el fenómeno de El Niño -con sus juegos pesados de infante desalmado- provoca la actual sequía en nuestro suelo, conviene invocar la intercesión de los poetas. En especial la del Poeta del Agua situado seguro a la vera de Dios, compartiendo su privilegiada visión cósmica. Por demás dominicano, tanto como Mon, su afamado compadre de aventuras, Cibao adentro. Ya antes se detuvo Cabral a analizar la sequía y encontró lo que sigue, cuyo alcance es oportuno rescatar. Justo cuando vivimos atrapados en la vorágine urbana de cemento, cristal y asfalto, nos, quemadores inclementes de petróleo importado que olvidamos el campo.
"Es duro, sí, es duro. La gente del campo que conoce este cielo, sabe que es una piedra. Hace ya semanas y el cielo no encarece; pero tiene una cana... la que le nace a la chimenea. Ahora la luna crece tan peligrosa que la gente habla sólo sobre la tierra seca; y el río está tan flaco que el cielo apenas baja se rompe entre sus guajiros; ¡aunque ya no está ni flaco!, las últimas vacas, los últimos huesos... llegaron hasta él y se bebieron también el retazo, el humilde pedacito de cielo que quedaba sonoro, delgado entre las peñas. Pero yo veo el pecho del labrador, yo veo algo que no está seco, algo que anda azul bajo su piel y le está saliendo color de ocaso... Ya ves, Chinchina, todavía queda agua, mucha agua... ¡agua grande!
Yo creo, Chinchina, que nadie puede enseñar más cosas blancas que tu palabra, pero este viejo buey, este ángel que anda comiéndose tus grillos y las esmeraldas alimenticias de tus almendros, puede decirnos que todavía se parece al agua y a tus manos. No ves que todavía no está oscuro... Viejo buey: ¡tú vives entre los hombres como un poco del día caído en el pantano!"
Se atribuye al gran Paul Eluard haber dicho: "No conozco mejor definición de la poesía que este poema de Cabral", en alusión a su texto Sobre el agua. "Agua tan pura que casi/ no se ve en el vaso de agua./ Del otro lado está el mundo./ De este lado, casi nada.../ Un agua pura, tan limpia/que da trabajo mirarla." En el poema Agua, la brevedad conjuga, magistral, la profundidad filosófica del ángel literario de Manuel del Cabral, observador-descriptor de la naturaleza, pensador que atrapa encapsulada la compleja trama existencial de la vida."Agua/ La del río, ¡qué blanda!/Pero qué dura es ésta:/¡La que cae de los párpados/es un agua que piensa!"
Que nos bañe el poeta con su agua mansa y su ducha cósmica. Que convoque a otras voces que les duela la patria. Franklin Mieses Burgos regará su rosal, Manolo Rueda su trinitaria blanca. Incháustegui Cabral llenará las regolas banilejas. Y el inmenso Juan Lockward irrigará con su canto fresco la "verde región de la palma, del café y del cacao". Y pulsando su guitarra, invocará: "que Dios bendiga mil veces, a esa tierra del Cibao".
Ya del Cabral nos legó su verbo testimonial en floración de polen en El huésped de los pájaros: "Yo sé bien que se hiere cuando silva./ Comprendo que la tarde la va haciendo su canto./ Me sé bien de memoria que su garganta pone/ más azul en los charcos que pisan los boyeros; y pone/ unas tierras extrañas en las bárbaras guitarras/ de los pinos./
Comprendo que en el cutis del mar escribe cartas/ que sólo leen durmiendo los marinos;/ comprendo que su pico/ empuja a la mañana como el río sus rizos, la lleva/ con el calor de un viento hasta los hombres. Comprendo/ que sólo cuando él mueve las palabras, las cosas/ van cayendo en la tierra con la novedosa inutilidad/ que tiene siempre el árbol para dejar caer/ sus profundos frutos, inevitables de ser un poco Dios./
Sin embargo, si no lo viera, si no lo tocara,/ me sería difícil comprender su presencia./
No siempre/baja a tierra, pero siempre/ bebe en el ojo suelto de un rocío."
"Padre mío, ya ves,/ el agua que me diste, venía de una oscura/ profundidad de vida, pero como los ríos/ primeros de la tierra, aquel goterón mío/ se me llenó de altura..." (Carta a mi Padre). En Chinchina nos dice: "Hay algo que está aquí, conmigo. Pero estoy tan cerca de la tierra que no puedo explicarlo. Un poco de agua tal vez sabe decirlo; el agua es tan mansa, tan limpia, tan conforme; sin embargo, no sirve para mi sed..." Pero sirve al poeta como voz polivalente: "Cuando aún no se sabía si tú eras lluvia o Chinchina: cuando tú salpicabas de cielo los pies con sueño de los aguateros; ya ibas tomando forma de algo... Pero Chinchina, el hombre no sabe que tu sonrisa ha llegado; el hombre no sabe que tu sonrisa no cabe en el tiempo. Sin embargo, el agua todavía comenta tu sonrisa."
En Agua de infancia expresa: "A veces le pregunto a la nube caída si hace aún los cabellos, los ojos, la ausencia-presente de algo que se mueve: hoy cabe en mis manos la madrugada....la madrugada hace tiempo que se llama Chinchina. Chinchina: ¡cuántas cosas que tú y yo sabemos! Pero mira esta agua, este ámbar que huye, que viene de tu infancia... No, no es agua..." Como sucede en la obra de Jorge Luis Borges con los sueños, Fernando Pessoa con el juego de los heterónimos, Ernesto Sábato con los ciegos, el agua, cual molécula fecunda que se esparce multifacética, inunda la construcción poética del vate dominicano.
Una mañana me encontré a Manuel del Cabral en La Esquina de Tejas. El poeta tomaba un café en solitario, absorto en sus reflexiones. Yo había ordenado un suculento desayuno de mangú con huevos, café con leche, tostadas y jugo. Compartimos entonces la tertulia. Le recordé que nos habíamos conocido en Buenos Aires, en una librería de la calle Florida, durante los años 60. Las librerías -ya me lo habían advertido libreros de Santiago de Chile- eran el hábitat preferido del poeta Cabral durante su dilatada estancia en el Cono Sur y en cierto modo lo eran también del autor de estas notas en los ratos de ocio universitario. El abordaje en aquella oportunidad provino del poeta y motivó en su momento un artículo en la revista ¡Ahora! ("Encuentro fortuito con Manuel del Cabral").
Tras esa introducción recordatoria, con entusiasmo casi infantil, emocionado, del Cabral me convidó a su casa -realmente a la de su hija Peggy, casada ya con Peña Gómez- situada a poca distancia de donde estábamos. Allí, en un pequeño estudio, charlamos largamente. Fue entonces cuando le dije que, para mí, él era el poeta del agua. Esta afirmación le sorprendió. Conmovido me dijo que nadie antes le había hecho esta revelación sobre ese ángulo hidráulico de su obra.
Redoblado su entusiasmo por la buena nueva, del Cabral me expresó que yo había aparecido como una verdadera bendición divina para él. Que era lo mejor que le había sucedido en los últimos tiempos. Motivado, se levantó como un resorte del sofá en el que estábamos sentados y buscó dos libros que deseaba mostrarme: uno era una tesis académica sobre su obra literaria y el otro una célebre antología de cinco grandes poetas hispanoamericanos, en la que compartía honores con Pablo Neruda, César Vallejo, Gabriela Mistral, y Vicente Huidobro.
Este último libro había escapado de su vista. Afortunadamente, en un viaje que en fecha reciente había realizado a Buenos Aires, le fue obsequiado en una librería de viejo por su propietario. Me entregó ambos volúmenes con la encomienda de conseguir editor. En principio me negué a aceptarlos, pues entendía que era demasiada responsabilidad. Sin embargo la tenacidad del poeta me venció. "Muchacho, pero si tú eres mi ángel de la guarda. No me puedes decir que no". Accedí presionado por su vehemencia y el afecto sincero que le profesaba desde que sus versos raigales se me enredaron en los pies y me ataron a sus formas, a su cadencia filosófica de viejo sabio que sentencia en parábolas. Pensé entonces en la colección de clásicos dominicanos de la Fundación Corripio y en Manuel Rueda, su director, mi querido pariente Manolo, "Viejote". Lamentablemente la iniciativa no prosperó, atenazada en la criba exigente e implacable del criterio del rector de Isla Abierta, paridor proverbial de Makandales y pluralemas tamborileros de mágicas resonancias insulares. Razón por la cual le devolví al poeta el encargo, junto a los valiosos volúmenes confiados a mi custodia.
En compensación por mi fracaso como gestor editorial, le dije a del Cabral que aún fueran unas simples notas, escribiría sobre la buena nueva de la que había sido portador y que tanta felicidad le produjo. Aunque ya no se halla entre nosotros su figura impaciente enflaquecida tocada con chivita encanecida de santo de palo, sé que en la sección del cielo donde moran los poetas fabricando metáforas para nombrar las cosas, musicalizando con sonoridad rítmica las palabras, sacará un tiempecito para leer contento este recordatorio. En la fiel compañía de su pupilo Carlos Gómez Doorly, el héroe metafísico de Cacibajagua, cuya oficina operaba aposentada en una mesa del Palacio de la Esquizofrenia. Un frenético difusor de los textos del poeta.
"Tantos ríos que soltaron/ bajo mi piel. Más no sé/ por qué lo que me golpea/ siendo agua tiene sed." (Mi Sangre) "La laguna es un ojo verde, un ojo que, según el cochero del valle, era pequeñito como los de la gente. Pero su cantidad de pájaros, la pegajosa orquestación que vuela sobre su fofa esmeralda, es lo que a Chinchina no la tiene cuerda." (Chinchina..., seguimiento de los pasos descubridores de la hija en crecimiento).
Ahora que el cambio climático nos asola y según los expertos el fenómeno de El Niño -con sus juegos pesados de infante desalmado- provoca la actual sequía en nuestro suelo, conviene invocar la intercesión de los poetas. En especial la del Poeta del Agua situado seguro a la vera de Dios, compartiendo su privilegiada visión cósmica. Por demás dominicano, tanto como Mon, su afamado compadre de aventuras, Cibao adentro. Ya antes se detuvo Cabral a analizar la sequía y encontró lo que sigue, cuyo alcance es oportuno rescatar. Justo cuando vivimos atrapados en la vorágine urbana de cemento, cristal y asfalto, nos, quemadores inclementes de petróleo importado que olvidamos el campo.
"Es duro, sí, es duro. La gente del campo que conoce este cielo, sabe que es una piedra. Hace ya semanas y el cielo no encarece; pero tiene una cana... la que le nace a la chimenea. Ahora la luna crece tan peligrosa que la gente habla sólo sobre la tierra seca; y el río está tan flaco que el cielo apenas baja se rompe entre sus guajiros; ¡aunque ya no está ni flaco!, las últimas vacas, los últimos huesos... llegaron hasta él y se bebieron también el retazo, el humilde pedacito de cielo que quedaba sonoro, delgado entre las peñas. Pero yo veo el pecho del labrador, yo veo algo que no está seco, algo que anda azul bajo su piel y le está saliendo color de ocaso... Ya ves, Chinchina, todavía queda agua, mucha agua... ¡agua grande!
Yo creo, Chinchina, que nadie puede enseñar más cosas blancas que tu palabra, pero este viejo buey, este ángel que anda comiéndose tus grillos y las esmeraldas alimenticias de tus almendros, puede decirnos que todavía se parece al agua y a tus manos. No ves que todavía no está oscuro... Viejo buey: ¡tú vives entre los hombres como un poco del día caído en el pantano!"
Se atribuye al gran Paul Eluard haber dicho: "No conozco mejor definición de la poesía que este poema de Cabral", en alusión a su texto Sobre el agua. "Agua tan pura que casi/ no se ve en el vaso de agua./ Del otro lado está el mundo./ De este lado, casi nada.../ Un agua pura, tan limpia/que da trabajo mirarla." En el poema Agua, la brevedad conjuga, magistral, la profundidad filosófica del ángel literario de Manuel del Cabral, observador-descriptor de la naturaleza, pensador que atrapa encapsulada la compleja trama existencial de la vida."Agua/ La del río, ¡qué blanda!/Pero qué dura es ésta:/¡La que cae de los párpados/es un agua que piensa!"
Que nos bañe el poeta con su agua mansa y su ducha cósmica. Que convoque a otras voces que les duela la patria. Franklin Mieses Burgos regará su rosal, Manolo Rueda su trinitaria blanca. Incháustegui Cabral llenará las regolas banilejas. Y el inmenso Juan Lockward irrigará con su canto fresco la "verde región de la palma, del café y del cacao". Y pulsando su guitarra, invocará: "que Dios bendiga mil veces, a esa tierra del Cibao".
Ya del Cabral nos legó su verbo testimonial en floración de polen en El huésped de los pájaros: "Yo sé bien que se hiere cuando silva./ Comprendo que la tarde la va haciendo su canto./ Me sé bien de memoria que su garganta pone/ más azul en los charcos que pisan los boyeros; y pone/ unas tierras extrañas en las bárbaras guitarras/ de los pinos./
Comprendo que en el cutis del mar escribe cartas/ que sólo leen durmiendo los marinos;/ comprendo que su pico/ empuja a la mañana como el río sus rizos, la lleva/ con el calor de un viento hasta los hombres. Comprendo/ que sólo cuando él mueve las palabras, las cosas/ van cayendo en la tierra con la novedosa inutilidad/ que tiene siempre el árbol para dejar caer/ sus profundos frutos, inevitables de ser un poco Dios./
Sin embargo, si no lo viera, si no lo tocara,/ me sería difícil comprender su presencia./
No siempre/baja a tierra, pero siempre/ bebe en el ojo suelto de un rocío."
José del Castillo Pichardo
José del Castillo Pichardo