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Poetas del Tango: Gardel-Le Pera

Gardel era una estrella, no sólo por su voz, su arte de actuación quedó plasmado en múltiples películas que admiré desde niño

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Poetas del Tango: Gardel-Le Pera

Primero fueron esos versos musicalizados y cantados por Fefita, como un gorrión que acuna a su cría, en la soledad misteriosa de los contratiempos, achicando sufrimientos a contra marea. Era la voz pastosa de Gardel –el radiante Zorzal Criollo, el bendecido Morocho del Abasto- la que se colaba como eco sonoro por sus labios, matizada a ratos por requiebros líricos, con un ligero toque de Libertad Lamarque o de Mercedes Simone. Porque como decía su admirador Bing Crosby, Gardel cantaba con una lágrima sostenida en la garganta, “tenía una voz con alma”.

Entonces, yo infante, me acariciaban las frases triunfantes de El día que me quieras, conjunción feliz del excepcional talento autoral del libretista poeta Alfredo Le Pera y su musicalizador veterano Gardel. “Acaricia mi ensueño/ el suave murmullo de tu suspirar/ ¡Cómo ríe la vida/ si tus ojos claros me quieren mirar!/ Y si es mío el amparo/ de tu risa leve que es como un cantar/ Ella aquieta mi herida/ Todo, todo se olvida...” Una verdadera solución balsámica me envolvía con su manto protector para emprender el viaje, guiado por metáforas.

“El día que me quieras/ la rosa que engalana/ se vestirá de fiesta/ con su mejor color/ Al viento las campanas/ dirán que ya eres mía/ y locas las fontanas/ me contarán tu amor”. Y claro, uno se trasladaba mentalmente al jardín sancarleño, al rosal de cuido esmerado de la abuela Emilia, al campanario insistente de la iglesia del padre Miguel llamando a los feligreses al servicio. Y a esas fuentes parlanchinas indiscretas de los parques, enloquecidas por el jolgorio del amor.

“La noche que me quieras/ desde el azul del cielo/ las estrellas celosas/ nos mirarán pasar/ y un rayo misterioso/ hará nido en tu pelo/ Luciérnaga curiosa/ que verá, que eres mi consuelo.” Una canción que se hizo coral en las veladas escenificadas en La Trinitaria 4, a las que acudían Bon (mandolina), Guillermo (violín), Carlos Alberto (violín), los primos Piantini, para juntarse con tío Mané Pichardo (guitarra) y las muchachas cantoras (Eunice Piantini del Castillo, Fefita, Blancanieves, Elba y otras primas).

Allí, Eunice cantaba Caminito como un ángel, cuya lírica provinciana de Gabino Coria Peñaloza datada al iniciar el siglo pasado, fue retomada y musicalizada en Bs Aires por Juan de Dios Filiberto en 1926, grabada por Gardel y difundida por otros intérpretes que le insuflaron vida como Lamarque y Simone. Convirtiéndose en icónica, hasta llegar al deslave sacramental de Julio Iglesias.

Evocativa Fefita –ella que amó a Francisco desde su temprana adolescencia de percal, cuando él, joven apuesto, visitaba el hogar de su hermana Flor de Oro, avecindada en La Trinitaria-, cantaba Amores de estudiante, un hermoso vals de Gardel, letra de Le Pera y Mario Batistella, de 1934. Que inicia proclamando el matiz efímero de la relación novicia: “Hoy un juramento,/mañana una traición,/amores de estudiante/flores de un día son”.

Algunos de cuyos pasajes todavía revolotean en los rincones de mi memoria. “Por un mirar que ruega/perder la quietud./Mujercitas sonrientes/que juran virtud./Es una boca loca/la que hoy me provoca./Hay un collar de amores/ en mi juventud”. El arco de la nostalgia lanzaba su flecha herida, transida de sombras. “Fantasmas del pasado,/perfumes de ayer,/que evocaré doliente/plateando mi sien./Bandadas de recuerdos/de un tiempo querido,/lejano y florido/que no olvidaré.”

Este tándem autoral Le Pera-Gardel continuó alimentando mi espíritu mientras crecía. No sólo era Fefita la que me avituallaba el alma. Era también el disco que sonaba en la victrola casera, la radio en su programación diaria, la vellonera de esquina como la del colmado-bar de Mañiñí, el cinematógrafo y La Voz Dominicana con sus emisiones de televisión desde 1952. Gardel era una estrella, no sólo por su voz, su arte de actuación quedó plasmado en múltiples películas que admiré desde niño, llevado de la mano por mi tío farmacéutico Bienvenido Pichardo Sardá a un festival gardeliano al Teatro Julia en los 50’s.

Luces de Buenos Aires (1932), Espérame. Andanzas de un criollo en España (1933), y Melodía de Arrabal (1933), fueron películas rodadas por la Paramount en Joinville, Francia. Siguió Cuesta abajo (1934), largometraje dirigido por el francés Louis Gasnier para la Paramount en los estudios Kaufman Astoria de Queens, New York. Parte de una saga prodigiosa, que incluyó El Tango en Broadway (1934), El día que me quieras (1935), y Tango Bar (1935), la última antes de la tragedia aérea de Medellín que segó la vida tanto a Gardel como a Le Pera, guionista de estos filmes, excepto el primero.

Acompañado por la orquesta de estudio dirigida por Terig Tucci, Gardel interpreta en este último largometraje el tango Por una cabeza que retrata su raigal afición por las carreras de caballo en el Hipódromo de Palermo, en contrapunto magistral con la dinámica existencial de la vida amorosa y sus azares.

“Por una cabeza/ de un noble potrillo/ que justo en la raya/ afloja al llegar,/ y que al regresar/ parece decir:/ No olvidés, hermano,/ vos sabés, no hay que jugar./ Por una cabeza,/ metejón de un día/ de aquella coqueta/ y burlona mujer,/ que al jurar sonriendo/ el amor está mintiendo,/ quema en una hoguera/ todo mi querer./ Por una cabeza,/ todas las locuras./Su boca que besa,/ borra la tristeza,/ calma la amargura./ Por una cabeza,/ si ella me olvida/ qué importa perderme/ mil veces la vida,/ para qué vivir.”

En esa lógica temeraria del jugador, Gardel-Le Pera, a pesar de los pesares, se la juegan a todas. “Cuántos desengaños,/ por una cabeza./ Yo juré mil veces,/ no vuelvo a insistir./ Pero si un mirar/ me hiere al pasar,/ sus labios de fuego/ otra vez quiero besar”.

En un ejercicio de autosugestión los autores jugadores –de la hípica y el amor- afirman enfáticos: “Basta de carreras,/ se acabó la timba./ ¡Un final reñido/ ya no vuelvo a ver!” Para al final sucumbir a la tentación: “Pero si algún pingo/ llega a ser, fija el domingo,/ yo me juego entero. ¡Qué le voy a hacer!”

En el film Cuesta abajo canta Gardel ese himno a la epopeya de la gran ciudad porteña, Le Pera versificando, que es Mi Buenos Aires querido. Cuyo efecto mágico lo produce el solo contacto visual: “cuando yo te vuelva a ver/ no habrá más pena ni olvido”. En tono descriptivo y evocativo, surge sonriente, referencial, “el farolito de la calle en que nací”, “centinela de mis promesas de amor”. “Bajo su quieta lucecita yo la vi/ a mi pebeta, luminosa como un sol”. Al regresar y escuchar la queja de un bandoneón, el poeta siente que “dentro del pecho pide rienda el corazón”.

Entonces se suelta el verso inspirado, idealizando el hábitat entrañable. “Mi Buenos Aires/ tierra florida/ donde mi vida/ terminaré./ Bajo tu amparo/ no hay desengaños,/ vuelan los años,/ se olvida el dolor./ En caravana/ los recuerdos pasan,/ con una estela/ dulce de emoción./ Quiero que sepas/ que al evocarte,/ se van las penas/ de mi corazón.”

“La ventanita de mi calle de arrabal,/ donde sonríe una muchachita en flor,/ quiero de nuevo yo volver a contemplar/ aquellos ojos que acarician al mirar./ En la cortada más maleva una canción/ dice su ruego de coraje y de pasión,/ una promesa/ y un suspirar,/ borró una lágrima de pena aquel cantar.”

En El día que me quieras, junto al tema que le da título al film, resaltan Sus ojos se cerraron, sencillamente de una lírica desgarradora, y Volver, un tango que marca el retorno “del viajero que huye”, al seno del lar natal, con el peso plomizo del tiempo a cuestas, que inclemente ha plateado su sien.

“Yo adivino el parpadeo/de las luces que a lo lejos,/van marcando mi retorno./Son las mismas que alumbraron,/con sus pálidos reflejos,/hondas horas de dolor./ Y aunque no quise el regreso,/ siempre se vuelve al primer amor./La quieta calle donde el eco dijo: ‘Tuya es su vida, tuyo es su querer’,/ bajo el burlón mirar de las estrellas/que con indiferencia hoy me ven volver.

Volver,/con la frente marchita,/ las nieves del tiempo/ platearon mi sien/ Sentir, que es un soplo la vida,/ que veinte años no es nada,/ que febril la mirada/errante en las sombras/te busca y te nombra./ Vivir,/con el alma aferrada/a un dulce recuerdo,/que lloro otra vez./

Tengo miedo del encuentro/con el pasado que vuelve/a enfrentarse con mi vida./Tengo miedo de las noches/que, pobladas de recuerdos,/encadenen mi soñar./Pero el viajero que huye,/tarde o temprano detiene su andar./Y aunque el olvido que todo destruye,/haya matado mi vieja ilusión,/guarda escondida una esperanza humilde,/que es toda la fortuna de mi corazón.”

Y así, esta dupla milagrosa de poeta y músico cantor fraguó Lejana tierra mía, Los ojos de mi moza, Golondrinas, Volvió una noche, Arrabal amargo, Melodía de arrabal, Cuesta abajo, Rubias de New York, entre otras composiciones. Esta última, un foxtrot que canta alegre a la gracia contagiosa de Peggy, Betty, July, y Mary, unas “cabecitas adoradas/ que mienten amor”.

Y uno no puede dejar de pensar en esos días cinematográficos de esta pareja de amigos radicados en el corazón mismo de la urbe newyorkina, en el pleno apogeo de su éxito rotundo. A quienes “la risa loca de July,/ es como un cantar/ de un manantial”. Y “el dulce hechizo de Peggy/ su mirar azul/ hondo como el mar”, turba su soñar. Rodeados por estas “deliciosas criaturas perfumadas...de boquitas pintadas. Frágiles muñecas/ del olvido y del placer.”

Con una gracia sin par que todavía dibujan mis ojos de nostalgia, Fefita me bailaba el fox y cantaba Rubias de New York.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.