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Qué duro es morir, Francisco Franco

Poco más de cuatro decenios tuvo que esperar España para superar uno de los aspectos contemplados en el “pacto del olvido” que los políticos ibéricos adoptaron calladamente con el fin de construir su democracia. Se olvidaron prontamente de la dictadura y su líder en cuanto éste bajo a la tumba en la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. “Las víctimas de la represión renunciaron a sus deseos de venganza, sin exigir ajuste de cuentas”, como ha escrito Paul Preston. No se realizaron purgas a torturadores, carceleros y calieses, ni fueron perseguidos los que se enriquecieron. También allí, borrón y cuenta nueva.

Por medio siglo, Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde mantuvo una presencia pública determinante en la historia de España, iniciando como soldado y oficial en el Marruecos colonial, donde hizo su aprendizaje militar y comenzó a surgir su pasión de poder. Extrañamente, no era un ser ni física ni intelectualmente excepcional. Sus biógrafos afirman que era tímido, que rehuía el contacto con la gente, apocado, de voz atiplada, bajito, de barriga prematura, no fumaba, nunca fue mujeriego y el vino sólo a la hora de las comidas, moderadamente. Pero, fue un militar competente, aprendió la estrategia de la guerra y cuando comenzaron a llegar los elogios por su valentía y capacidad modificó su conducta y dio paso a sus ambiciones ocultas de poder.

Cerillito, cuando era joven y flaco; comandantín, cuando siendo oficial de mando su estatura física era motivo de mofas de sus propios compañeros de armas; franquito, diminutivo que apelaba también a su talla. Empero, mucho antes de la guerra civil, antes incluso de que su nombre comenzara a conocerse públicamente, se estaba construyendo el mito de su heroicidad y de su pragmatismo militar que tan caro le saldría a España. Salvador Dalí lo calificó de “santo” y no pasó mucho tiempo sin que la propaganda, que le fue tan útil siempre, lo llegara a comparar con Alejandro Magno, con el Cid, con Julio César y hasta con el arcángel Gabriel.

Se le consideraba un mediocre intelectual, pero otros afirman que leyó lo que debía leer: manuales militares y la historia de Napoleón. Por demás, escribía artículos en la prensa y llegó a dirigir una revista del ejército. Cuando ya estuvo en el poder siguió escribiendo en los periódicos que eran afines a su ejercicio gubernativo, pero entonces lo hacía bajo el seudónimo de Macaulay. Era su propio “foro público”. Contrario a lo que no pocos han afirmado por años, los paralelismos entre Franco y Trujillo son incontables.

El apocado oficial del ejército español mostró las condiciones para transformarse en un hombre de poder absoluto. El Generalísimo y el Caudillo se forjarían en su lucha a muerte contra la República y en una guerra civil que dividió a España en tres. Era una España fanatizada en los extremos. Fascistas contra comunistas, católicos contra ateos, separatistas (vascos y catalanes) contra centralistas, gente hambrienta contra los dueños de las tierras. Era una guerra civil múltiple y el odio acampaba en todas las corrientes. Por un lado, los nacionales de Franco y falangistas; por el otro, los republicanos y socialistas. Y una tercera España que no quería la guerra, que clamaba por la paz o que, por posiciones de centro, no estaba a favor de ninguno de los dos bandos. Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset comandaban el sector intelectual que detestaba la guerra, pero con ellos estaban otros muchos. Unamuno, por ejemplo, que contrariaba la barbarie y que increpaba duramente a un Millán Astray que fomentaba el exterminio de los republicanos y era el verdugo favorito de Franco. Unamuno tal vez fue el Américo Lugo español. Y Millán, el Johnny Abbes.

Y, en medio o al frente, la Iglesia. Obispos y curas falangistas sirvieron a Franco con absoluta certeza de que el Caudillo estaba ungido por “la gracia de Dios”. Convertido en jefe absoluto de la Falange, cuando los republicanos fusilaron al fundador José Antonio Primo de Rivera, el nacionalcatolicismo se impuso como la fuente de apoyo del franquismo. La España polarizada políticamente, comenzó a mostrarse obsequiosa con Franco. La Iglesia, o parte de ella, no se quedó atrás. Franco entraba y salía de los templos bajo palio. Pronto comenzaría la barbarie. Las matanzas, las ejecuciones, convertidas en espectáculo que disfrutaban en las plazas “personas educadas de clase media”. Franco no perdonaba. Catorce sacerdotes vascos fueron ejecutados por ser nacionalistas. Algunos prelados fueron lastimados, encarcelados o exiliados. Y Guernica fue el máximo ejemplo de la fórmula del exterminio. Miles de españoles comenzaron a hacer la América. Unos por la guerra, otros por el hambre. Los católicos comenzaron a replegarse. No era tan santa la causa franquista. El Vaticano tronó. Los obispos difundieron cartas pastorales que fueron censuradas por el régimen. La Iglesia comenzó a conocer de los encarcelamientos, las torturas, las ejecuciones a todo enemigo del régimen, el éxodo hacia otras tierras desde donde la mayoría de los que salieron nunca regresó. Comenzaron las huelgas y las protestas estudiantiles que los curas progresistas atizaban. La Juventud Obrera Católica estaba al mando en las fábricas, de la oposición abierta al régimen. Las bandas paramilitares de Carrero Blanco perseguían a la disidencia. Franco, mientras tanto, “déspota calculador y taimado” como le llamó un historiador, rodeado de aduladores y con una “arrogancia regia y glacial”, imponía la muerte por toda la geografía española. Su obsesión contra el comunismo y la masonería –todos los que se le oponían eran tales- lo encaminó a la conformación de grupos de sicarios y matarifes “deseosos de ocuparse de los aspectos concretos de la represión”, consciente como siempre estuvo de que esa represión “no sólo aterrorizaba al enemigo, sino que también ligaba inexorablemente a quienes la cometían con su propia supervivencia”. Maestro de la doblez, seguía asistiendo a misa y recibía la Eucaristía diariamente. Al final de sus días, Franco que fue siempre un falso católico, se dedicó al rezo diario del Santo Rosario junto a su esposa, famosa por sus derroches, su acumulamiento de dinero y bienes, su práctica de sugerir cambios de ministros y de estimular los crímenes de su marido. Serrano Súñer, casado con una hermana de Carmen Polo y a quien los españoles llamaban el cuñadísimo, pasó a ser la eminencia gris del régimen.

¿Franco, dictablando? Nunca. Frío en el crimen, en la cualquierización de sus colaboradores (se hizo costumbre que muchos de sus ministros se enteraban de su cancelación a través de un parte noticioso en la radio o de un cartero), no sólo abrió sin deseos de cerrarla nunca las compuertas de la guerra civil donde murió medio millón de personas de ambos bandos, sino que luego de su victoria el Caudillo se encargaría de la muerte de varios centenares más de sus enemigos. No creía en la reconciliación ni en la paz. Su objetivo, como Hitler, era el exterminio. Precisamente, Hitler y Mussolini que fueron sus espejos, le ayudaron en algunas de sus tareas de dominación. Con el primero puede perfectamente compararse. Al segundo lo superó por muchas yardas. Su afán represivo provocó que Naciones Unidas aprobara en 1946 por amplio margen de sus miembros su expulsión del organismo. Comenzó el aislamiento internacional de Franco que traería una miseria de espanto en toda España. Aquella España menesterosa de la posguerra, donde faltaba el pan, la describió Eugenio d´Ors recordando a un modesto pueblo castellano donde había una solitaria plaza, en la plaza una única tienda de comestibles y en su escaparate una sola tortilla con este letrero: “De encargo”. Represivo y megalómano, en 1961 celebró sus veinticinco años en el poder con grandes pompas bajo el lema “Veinticinco años de paz”. (¿Copiaría de Trujillo que hizo lo mismo con su Feria de la Paz seis años antes en su vigésimo quinto aniversario? Recordemos que el dictador dominicano lo visitaría en 1954, con un Franco “evidentemente encantado” como afirma Preston).

El final comenzaría a percibirse cuando el Parkinson comenzó a atolondrarlo. Sufriría cuatro paros cardíacos, tres operaciones de emergencia, una hemorragia intestinal que empapó de sangre su cama, la alfombra y la pared más cercana, una peritonitis bacteriana, disfunción renal, úlcera estomacal y tromboflebitis. Desfalleciente, encontró tiempo dos meses antes de su muerte para firmar la orden de fusilamiento de cinco opositores. Su último episodio negro. “Qué duro es morir”, exclamó en medio de sus sufrimientos finales. Murió el 20 de noviembre de 1975 a los 83 años. Su dictadura había durado 39 años. A su funeral, en el Valle de los Caídos, sólo asistió un jefe de estado: Augusto Pinochet. Ante tanta atrocidad, España decidió sabiamente olvidar durante 44 años. El traslado de los restos del Generalísimo, aplaudido y venerado por media España durante su largo mandato, al cementerio de Mingorrubio, en El Pardo, pone fin al “pacto del olvido”. Sólo el 2% de los españoles sigue siendo franquista. Qué duro es morir.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.