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RASPADURA

¿Qué puede unir a 26 personas de disímil extracción social, separadas entre sí por muchos peldaños de la escalera que conduce al éxito y la fortuna, sino una mala causa? ¿Quién no sospecharía, por ejemplo, si le dicen que dueños de ingenios, latifundios, haciendas ganaderas y cafetaleras, industriales y boyantes importadores visitan tugurios, al anochecer, para encontrarse con odontólogos, farmacéuticos, estudiantes, albañiles, zapateros y choferes y que se habla de manera tan baja, que solo ellos pueden dar fe de lo tratado?

En el fondo, tanto dinero, tantos viajes, tanta instrucción, tantos amigos encumbrados, tantas lecturas de historia no les sirvieron para ocultarse y permitirles llevar a cabo sus planes nefastos contra el Jefe. Porque de eso se trataba, de eso se hablaba, sobre eso coincidían y para eso conspiraban: para matar al Benefactor, disparándole desde un auto en marcha, emboscándolo, eliminándolo como a un perro rabioso, al que de todas las maneras posibles, incluyendo la traición la nocturnidad y la alevosía, había que matar.

Pero, gracias a Dios, el Jefe estaba perfectamente bien y el ligero quebranto de salud que sufrió fue más por la triste opinión que le merecían esos que creía sus amigos, y que se confabularon para privarlo de la vida, y de paso, privar a la República y a la Patria de su principal sostén. Por un refinado giro de la justicia divina, los que hoy están medio muertos en la Penitenciaría de Nigua, regados por el suelo, desnudos, en confinamiento solitario, desgreñados, tumefactos, monstruosamente hinchados por los golpes y vergajazos, escupidos, sucios y con algunos dientes y uñas de menos, son esos que se apandillaron para la trama: vamos a ver cuántos de los 26 sobreviven para cumplir las largas penas de trabajo forzado que les esperan.

Todo comenzó como siempre: uno de los señoritos confabulados, el industrial ZZZ, amante de la buena vida y cobardón como pocos, desertó de las filas conspirativas y fue a rogarle, de rodillas, perdón al Jefe, mientras lo cantaba todo, sin necesidad de que le fuese propinada ni una galleta. Bueno, para ser exactos y en honor a la verdad, si se le propinó una, de manos del propio Generalísimo, para poder hacerlo callar. Y como es natural, a partir de esa delación, se desató la más encarnizada persecución posible contra los complotados, que fueron cayendo, uno a uno.

Por esos días de marzo de 1935, el Jefe se hallaba de muy buen humor; tal había sido el éxito internacional que rodeó al arreglo fronterizo firmado con el presidente Estenio Vincent, de Haití, que el periódico "Le Papyrus", de Puerto Príncipe, había lanzado la feliz iniciativa de proponer a ambos para el premio Nobel de la Paz. Razón de más para lamentar que aquel intento de puñalada trapera con la que sus enemigos soñaron sacarlo de circulación, hubiese sido revelado en un momento de euforia, autocomplacencia y autoconciencia que le permitía vislumbrar las altas metas de alcance universal, y quizás más allá, a las que estaba predestinado.

Con su refinado sentido de la crueldad, algo de hombría y en cumplimiento de los códigos no escritos del hampa, el Jefe no premió al traidor, aún cuando su canallada le había salvado la vida. Antes de deportarlo a Puerto Rico, con lo apenas puesto, ordenó le fuesen administrados 26 latigazos en Nigua, uno por cada uno de sus cómplices traicionados, y curiosamente coincidente con el número del artículo contenido en el proyecto de Constitución de Juan Pablo Duarte, mismo que le fuese leído, una y otra vez, por un amanuense militar, en el sitio del suplicio:

"Se prohíbe recompensar al delator y al traidor, por más que agrade la traición y aún cuando haya justo motivo para agradecer la delación"

Para ser honestos hasta el final, el Jefe recuperó la euforia, no más tuvo entre sus manos a los conspiradores: los hermanos Michelena Pou, cabezas rectoras del complot, perderían aquí su ingenio San Luis, su hacienda "Borinquen", latifundios ganaderos, plantaciones cafetaleras, la litis por la sucesión Michelena, que representaba no menos de 2 millones de dólares en el Bank of Nova Scotia, el monopolio de las salinas de Baní y Montecristi y la estancia "San Gerónimo", que no tardaría en ser rebautizada como estancia "Ramfis"; Amadeo Barletta, por demás, cónsul honorario de Benito Mussolini en el país, perdería la agencia importadora de vehículos para el gobierno conocida como Santo Domingo Motors y también la casi mayoría de las acciones en la Dominican Tobacco Company, y el español Manuel Cochon, su empresa Cochón Calvo C. por A. Otros implicados perderían casas, terrenos, consultorios y farmacias. En resumen, un negocio redondo.

A los pocos días, en la estela del suplicio merecido a los conspiradores, comenzó otro no menos doloroso e interminable, que acabó de golpe con el buen humor del Generalísimo y que, contra todos los pronósticos, no fue causado ni por la molesta injerencia de Sumner Welles y Cordel Hull, desde el Departamento de Estado norteamericano, intercediendo por la vida de los Michelena, de origen puertorriqueño, ni tampoco por las amenazas de Il Duce, de enviar acorazados a rescatar a su Cónsul, sino por la retahíla de cartas de adhesión, actos de desagravio, cartas firmadas por los notables de los pueblos, rezos y misas en resguardo de su alma y persona, encargadas en todas las iglesias del país, paradas militares, mítines de reafirmación y un diluvio de artículos laudatorios de prensa que exigían, por las más elementales reglas de urbanidad y el cálculo político, ser respondidos y agradecidos.

Se tuvo que contratar a un pelotón extra de mecanógrafos para que la Secretaría de Estado de la Presidencia, a cargo del Dr Moisés García Mella, pudiese dar abasto y mantener al día la correspondencia recibida. Y a pesar de la diligencia desplegada, del celo mostrado, de haber sido abolido el horario de almuerzo y haberse decretado zafarrancho laboral, mediante jornadas extendidas hasta la madrugada, asumidas por equipos que se turnaban en la tarea, nadie pudo evitar que una tarde de temblores y sudores fríos, brotase un alarido del Despacho Presidencial y se escuchase la vocecita destemplada del Jefe, recriminándolos por haberse demorado en acusar recibo y agradecer las cartas de adhesión incondicional enviadas, aunque en el fondo le importaban muy poco.

También recibió cajas de champagne, obsequio de la Societe Vinicole de esa región francesa; 50 cajas de cerveza "Pilsner Urquell", de Checoslovaquia; un conjunto de maletas de lujo, remitido por el sr Kulka, del consulado en Londres; autógrafos y retratos de los reyes de Bulgaria y Grecia; ejemplares del libro "Los hombres que rigen al mundo"; una gorra del equipo "Hitler Baseball Club", formado por germanófilos dominicanos y recortes de un artículo laudatorio a su persona, del diario "La Prensa", de New York, todo lo cual, por supuesto, le reafirmó acerca de la enorme importancia de su obra de gobierno y de sus dotes de estadista universal que el mundo entero reverenciaba, con la lamentable excepción de un ridículo grupito de 26 trasnochados que se pudriría en las cárceles de la Patria.

Cosas de la vida: a pesar del valor monetario y la excepcionalidad de aquellos regalos recibidos, el Jefe no recobró la euforia, por unos días. Mucho menos ante las delirantes y cansonas muestras de adhesión y apoyo que recibió de cada sindicato, escuela, finca, oficina pública, cuartel, periódico y estación de radio. Tampoco ante los ditirambos de los oradores y tribunos improvisados que emularon entre sí aplicando epítetos infamantes a los complotados y adjetivos rimbombantes y sonoros a su persona, entre ellos, el Licenciado Manuel Arturo Peña Batlle, cuya sospechosamente tardío ingreso al Partido Dominicano databa de hacía apenas unos días y que ya figuró elevando loas al Benefactor en el mitin de desagravio celebrado el 8 de abril en el parque "Ramfis".

Podría decirse que aquella extraña melancolía que abatió al Jefe, en los primeros días de abril, y que nada ni nadie pudo vencer, tenía un origen filosófico. Su aparición fue probablemente debida al lamentable espectáculo de tantos pidiendo la muerte de quienes, a fin de cuentas, al menos habían tenido calzones para desafiarlo, mientras esos vocingleros hipócritas se enlodaban arrastrándose en su presencia, como inmundos reptiles, sin que por ello provocasen en su estimación más que recelos.

Pero algo inesperado y nimio vino al rescate de todos, devolviéndole la presencia de ánimo y esa benevolencia condescendiente que quitaba algo de pavor en quienes lo rodeaban: aún se propinaba palizas constantes a los 26 reos de lesa patria y su sangre salpicaba los muros de Nigua, cuando Emilio Jiménez, Secretario de Estado de Educación Pública y Bellas Artes le solicitó audiencia, al día siguiente del mitin en el parque "Ramfis", para entregarle, no dos cuadros ni dos libros, sino dos raspaduras que como obsequio le enviaba, por su conducto, D. N. Jiménez, Juez Alcalde de Jarabacoa.

Dicen que fue entonces, tras muchos días de gravedad y silencio, que su risotada maléfica se escuchó de nuevo por los pasillos del Palacio Nacional.

Podría decirse que aquella extraña melancolía que abatió al Jefe, en los primeros días de abril, y que nada ni nadie pudo vencer, tenía un origen filosófico. Su aparición fue probablemente debida al lamentable espectáculo de tantos pidiendo la muerte de quienes, a fin de cuentas, al menos habían tenido calzones para desafiarlo, mientras esos vocingleros hipócritas se enlodaban arrastrándose en su presencia, como inmundos reptiles, sin que por ello provocasen en su estimación más que recelos.