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Recuerdos de la China nebulosa

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Recuerdos de la China nebulosa

Lo confirma otro estudio académico más: “el papel cada vez más importante de China en la economía global ha transformado la naturaleza de la competencia mundial y reformado el comercio internacional”. Se insiste en el intercambio de bienes, relegando tradiciones y riqueza cultural que hablan de una etnia con pie firme en los orígenes mismos de la historia de la Humanidad.

Entre una visita mía y otra, un hiato de veinte años y una transformación económica y social que testimonian la voluntad férrea de un pueblo. Con el desarrollo impresionante han advenido otros males, como apuntaba en estas páginas con ocasión de mi último viaje por esos confines orientales, hace ya cinco años:

Shanghái solo existe de la mitad hacia abajo, sus alturas perdidas en la inmensidad de la niebla que engulle pisos, tejados, luz, cielo y colores, embadurna el paisaje urbano de gris sucio y acorta el día en favor de una noche tan temprana como destemplada. Lo fantasmagórico de la ciudad china más poblada podría atribuirse a la temporada lluviosa que en el decurso del verano se desparrama por todo el oriente, réplica menor de las furias líquidas conocidas en el interior asiático como monzón. La razón, sin embargo, es otra.

Tras un corto vuelo desde Hong Kong, aterrizo por segunda vez en menos de una semana en la megalópolis y el pronóstico meteorológico no varía: nebuloso. La humedad recarga el aire de pesadez. La llovizna amenaza con aguaceros que al final no caen. Apenas a unas decenas de metros del suelo, la capa que lo cubre todo obedece a los efluvios de millares de plantas industriales y automotores que ocupan la geografía urbana. Tan grande como China es el problema de la contaminación, efecto secundario de una industrialización descontrolada en riña permanente con las reglas más elementales de conservación. Contribuyentes importantes son el proceso sostenido de urbanización y el surgimiento de una clase media consumista, propietaria de millones de coches que a diario arrojan toneladas de tóxicos a una atmósfera cada vez más enrarecida.

Aconsejan tomarle el pulso a Shanghái con una caminata por el Bund o un crucero crepuscular por el Huangpu, arteria de agua que parte la ciudad en dos mitades, signada cada una por características particulares. Pudong acoge la ciudad financiera, el gran comercio y los negocios internacionales. La pueblan edificios imponentes diseñados por los arquitectos más renombrados del mundo oriental y occidental, y los hoteles de lujo donde se alojan los hombres de negocios extranjeros o los nuevos ricos locales, producto sui géneris del peculiar comunismo chino. En cambio, Puxi vibra al compás de la cotidianidad, con sus calles atestadas de gente en un fluir incesante como queda demostrado en Nanjing, vía comercial, peatonal en parte, iluminada de noche por el sinfín de luces y colores de los carteles de neón que invitan a consumir a lo largo de casi diez kilómetros.

En esta última sección, el famoso Bund se acomoda a las veleidades del Huangpu en el trazado de su ruta de encuentro con el mar, ochenta kilómetros más abajo. Es un microcosmo de la China expoliada por las potencias occidentales antes de la Segunda Guerra Mundial, con trazos recordatorios de un pasado colonial similar a los que se encuentran aún en Singapur, Malasia, Camboya, Vietnam y, por supuesto, India. Con la apertura forzosa al comercio llegaron esos edificios del renacimiento, estilo gótico, barroco, clásico y romanesco, totalmente ajenos a la tradición cultural china.

Ciertamente hay una estampa muy bien lograda del punto neurálgico del Shanghái histórico en esa joya cinematográfica dirigida por Steven Spielberg, El imperio del sol. Rienda suelta a la mente y puede apreciarse la estampida humana provocada por los soldados japoneses, nítidamente uniformados mientras desfilan por el Bund ribereño tras derrotar a las tropas chinas. Restaurado tras los excesos de la Revolución Cultural que embruteció y empobreció China por diez años hasta 1976, el malecón luce impecable. Ya no alberga las oficinas de los mandantes franceses, británicos, rusos, alemanes y norteamericanos de las concesiones, sino bancos, agencias estatales y hoteles elegantes.

Anochece porque la bruma causada por los excesos del hombre en el afán de producir riquezas se ha robado el sol. Su reemplazo son los destellos multicolores que vierten focos invisibles y la coreografía a cargo de una miríada de luminarias adosadas a las paredes de los rascacielos. Los edificios semejan arcoíris cuyo esplendor se observa desde las embarcaciones que se desplazan con paciencia oriental por las aguas mansas y opacas del Huangpu, negado a reflejar con claridad aquel derroche de luces. Hay que acudir a la imaginación para completar las líneas del paisaje urbano.

Tenía la esperanza de que Shanghái amaneciese de cuerpo entero con el nuevo día. La niebla no ceja y subir hasta la plataforma de observación de la torre de televisión Perla Oriental equivale a sumergirse, tan solo a la mitad de sus mil quinientos treinta y cinco pies, en un tejido espeso de sobras químicas milimétricas. Una buena parte de los ciento y un pisos y mil seiscientos veintiún pies del Centro Financiero Mundial, con su fachada de vidrio azul y puesto quinto entre los edificios más altos del mundo, desapareció también en esas nubes bajas, plomizas, presagios agoreros sobre el futuro del país de no acometerse con seriedad la defensa y recuperación del medio ambiente. Tampoco es posible ver a qué nivel marcha la construcción de la Torre Shanghái, que con sus dos mil setenta y tres pies y ciento veintiocho pisos será dentro de poco la edificación más alta del mundo.

Atiborrada por veintitrés millones de habitantes esparcidos en seis mil cuatrocientos kilómetros cuadrados de extensión (una octava parte del territorio dominicano y casi dos veces y media nuestros habitantes), Shanghái no es solo la mayor ciudad de China sino del mundo. Definitivamente, su rostro es occidental, los rasgos urbanos salpicados de rascacielos imponentes, avenidas arboladas, elevados y centros comerciales con representación abundante de las grandes casas del diseño mundial. Las barriadas tradicionales han desaparecido para dar paso a una modernidad que apenas enmascara una sociedad diferente en su organización y estructura.

El espejismo desaparece al ingresar a un restaurante, intentar comunicarse con el ciudadano común, leer los diarios o reparar en la otra ciudad que vive, come, duerme e interactúa detrás de las estructuras de acero y el trajinar atropellado. La política de dos hijos por pareja, los hospitales de atenciones médicas tradicionales, la propiedad estatal hasta de las agencias que organizan las visitas turísticas, el acceso controlado al internet y, en fin, la conducta colectiva deferente ante una autoridad superior que no se ve empero se percibe, son indicios ciertos de que hemos arribado a otro mundo.

Hace tres años, un estudio de la Academia China de Planeamiento Ambiental fijó en doscientos treinta millardos, o sea el 3.5 por ciento del producto nacional bruto, el costo de la degradación. En solo seis años, la cifra se había triplicado. Es ese el precio pagado por el Made in China ubicuo y que compruebo en las calles de una capital circundada por montañas: un hoyo con el hollín de las industrias y los escapes de gases de millones de coches, motocicletas y vehículos pesados, como tapón.

Acabamos de abrirnos a China y reconciliarnos con la realidad de una gran potencia, ejemplo patente de lo que se debe y no se debe hacer en aras del progreso. Sirva un refrán chino para iluminarnos el camino: Antes de ser un dragón, hay que sufrir como una hormiga.

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