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Sillón Koken, corte gratuito

Muy poco le duró la paz y la felicidad tras inaugurar en Neyba, provincia Bahoruco, la barbería de sus sueños. Muchas veces se había imaginado abriendo por primera vez la puerta de su local para invitar a pasar a los caballeros, que en larga fila, estarían esperando un turno. Pero la realidad fue muy distinta a lo esperado: apenas un abuelo, llevando a rastras a un nieto malcriado y feroz que le mordió el peine y lo escupió, no más haber comenzado a cortarle un cabello rebelde, como casquete de estopa. Y nada más.

Pero era un optimista redomado. Había nacido en la más abyecta pobreza, hijo natural de un raso destacado por la zona que, según averiguaría años más tarde, comía con las manos, solo reía cuando vestía el uniforme que le daba autoridad ante los vecinos, y era tan bruto, que de caerse, hubiese terminado masticando hierba. Por supuesto que no más engendrarlo en el vientre de su madre, una infeliz lavandera, hija natural ella misma, el raso se esfumó, como por arte de magia, yendo a preñar, por toda la geografía nacional, a cuanta lavandera pudo. Y esos orígenes adversos, lejos de amilanarlo, lo hicieron el muchacho más aplicado de la escuelita, el más disciplinado y trabajador del taller donde empezó como aprendiz de carpintero, el más callado y soñador en la casa, el menos revoltoso y travieso entre iguales, en fin, el mejor de los hijos posible.

Se llamaba Vitalino Menicuchi Vargas, pero por su visible afición por el negocio de la barbería, como si se hubiesen conjurado todos, los vecinos de Neyba pronto se olvidaron de su verdadero nombre para llamarlo "Pelucón". Y así se quedó. Poco le importaban las burlas y los motes, siempre que pudiese terminar la jornada en la carpintería con el dinero exacto para comprarle a la madre un cartuchito de dulces de coco y algunos víveres, y de vez en cuando, si era afortunado, una gallinita flaca, buena sólo para caldo. En esos días abría sonoramente la puerta del ranchito, donde mismo había nacido, e invariablemente exclamaba:

-Vieja, ¿a que se te hace la boca agua con lo que te trajo tu hijo?

Ella siempre fingía curiosidad, aunque sabía de sobra en qué consistía el regalo que su Vitalino escondía tras la espalda. Nunca aceptó que lo llamaran "Pelucón", porque le parecía una descortesía soberana y una falta de respeto hacia quien, un día, sin falta, se convertiría en un reputado maestro fígaro, tan noble, trabajador y esforzado, como era. "Envidia de la gente, que no soporta que otros avancen" -le repetía, sin cesar, mientras le acariciaba la cabeza, sacándole, de paso, las virutas de la carpintería, y el polvillo del aserrado.

Por supuesto que sin ayuda exterior, Pelucón jamás habría llegado al día en que el niño feroz se convirtió en su primer cliente. Ni su madre, ni él, por muy esforzados y austeros que fuesen, hubiesen podido comprar los utensilios del oficio, ni alquilar el local, y mucho menos pagar por el soberbio sillón Koken, de barbería, importado desde los Estados Unidos, reluciente y pulcro, con sus rejillas cromadas, su cinta de cuero a un costado, para afilar las navajas, su tapizado en rojo con ribetes blancos, y su escaño acolchado, para que los clientes pudiesen acomodar sus pies, mientras eran acicalados.

Es verdad que Vitalino, o Pelucón, como guste Usted llamarlo, no se había ocultado de comentar, a todo el que quisiera escucharlo en el pueblo, que el sueño de su vida era convertirse en barbero, y que ahorraría, centavo a centavo, hasta que pudiese abrir el local de sus anhelos, del que, afirmaba, todo Neiba se sentiría orgullosa. Muchos se burlaban y otros sonreían con cierto dejo de lástima, porque pensaban, con razón, que un hombre tan buen hijo, tan buen vecino, tan buen ciudadano, y tan ejemplar trujillista no debía morirse sin ver cumplido su deseo. Porque no sé si ya les conté, que además de muchacho seriote, poco amigo de las parrandas, la fuma y las mujeres, Pelucón o Vitalino, como sea que se le llame, era un trujillista de corazón, un devoto admirador del Jefe, y un sincero cantor de sus hazañas. Cosas de la vida, quizás, herencia recibida del raso medio lelo que fue su padre, y que, como todos los rasos lelos de la época, no cesaban de agradecer a Trujillo el haberlos sacado de la oscuridad, entregados pistolas y autoridad, impunidad para apalear, golpear y encarcelar a los civiles, de quienes siempre había que recelar, y la posibilidad de preñar, impunemente, a las lavanderas, partes todas del mejor destino posible para un hombre, sobre la faz de la tierra.

Y así, precedido por su obsesión particular y la fama de buen muchacho, serio y cumplidor, fue citado una tarde al local de la Junta del Partido Dominicano, donde, para su sorpresa, el Presidente Municipal lo esperaba con sus funcionarios uniformados y en fila, la banda musical del pueblo entonando las notas del merengue "Con limosnas no lo tumban", y el fotógrafo del periódico local, siempre borracho, con su añeja cámara remendada, en ristre, como si se tratase de un dignatario de la capital, y no del humilde Pelucón, hijo de padre desconocido y humilde aprendiz de carpintero, que soñaba con convertirse en barbero.

Vitalino Pelucón logró, a duras penas, sobrevivir a las emociones inesperadas de aquella tarde que le cambiaría la vida, para siempre, no sin desmayarse de emoción, en el momento preciso. Hecho un manojo de nervios, y temiendo que de un momento a otro alguien llegaría corriendo para comunicar a todos que se habían equivocado de homenajeado, escuchó varias peroraciones interminables donde los oradores, luminarias municipales del mismo discurso espeso y decimonónico, entre alabanzas al Benefactor y Padre de la Patria Nueva, comunicaban al pueblo que "… en la Era de Progreso que protagonizaba El Eximio Varón de San Cristóbal, ninguna virtud dejaría de ser recompensada, ningún ciudadano ejemplar sería olvidado, y ningún trujillista de corazón moriría sin ver cumplidos sus más caros sueños".

Fue entonces cuando, a una señal del Jefe de la Junta Municipal, tras un toque de redoblantes y una clarinada, y haberse logrado, a duras penas, que el fotógrafo borracho, sostenido por dos funcionarios del Partido, lograse un encuadre decente, se develizó un bulto misterioso que estaba sobre una tarima en plena calle, y una exclamación de asombro, bobera y sorpresa se levantó, al unísono, entre los presentes, hasta ese momento mudos, como Pelucón mismo, ante la belleza rutilante de un sillón Koken nuevecito, y a su alrededor, artísticamente dispuestos, cepillos, peines, máquinas de cortar pelos, tijeras barberas, escobillas para el polvo, brochas de afeitar, piedras de amolar, ungüentos, potes de cremas, lociones y pomos de colores, todo un arsenal capaz de satisfacer los anhelos del barbero más exigente del planeta, comprados en el Bazar Marión, de la capital, a cuenta de la Junta Central Directiva del Partido.

"Por expresa decisión del Egregio Fundador de nuestra poderosa institución política- leyó en un pergamino, con voz engolada, el Presidente- y en el marco de un programa nacional de estímulo a las empresas locales, y de fomento del bienestar entre los verdaderos trujillistas de corazón, el Generalísimo, Doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina envía estos utensilios de barbería a nuestro correligionario, el Sr Vitalino Menicuchi Vargas, alias Pelucón, para que pueda abrir su barbería en un local, cuyo alquiler también correrá a cargo del presupuesto partidista".

Fue ese preciso momento en que el pobre Pelucón, como luego le contarían, cayó redondo en medio de la calle, como si fuese un pollito. Y para disgusto del Presidente de la Junta Municipal, la instantánea que se logró, no fue la del solemne acto de develización del Koken, ni siquiera la cara de asombro del bueno de Vitalino, sino la de su cuerpo cayendo al piso, como un muñeco sin cuerda, anonadado por la fulminante noticia.

A pesar de los escasos clientes, desde ese día, Vitalino o Pelucón, como quiera Usted llamarlo, hubiese sido el hombre más feliz de la tierra, si no hubiese descubierto que tanta bondad y largueza del Jefe para apoyar el oficio de los barberos dominicanos, escondía el designio de tener, en todo el país, una red de calieses agradecidos, que dadas sus funciones, y aprovechando las expansiones e indiscreciones que toda barbería provoca, mantuviesen enterado al SIM de los clientes desafectos, laborantes, indiferentes o hablanchines, a quienes ir ajustando cuentas.

Hombre serio y agradecido, y pensando en las gallinas y víveres que no podían faltarle a su viejita, Pelucón entró en aquel juego perverso, aunque de mala gana. Pero la desaparición de varios clientes, de los que había rendido informes, lo hicieron reaccionar. Así, a sabiendas de que se jugaba el sillón Koken de sus esperanzas, y también la vida, fue dejando de informar, a pesar de los apremios del SIM, hasta que un día se perdió, camino al ranchito, quedando sobre la calle un paquetico de dulces de coco, y una esmirriada gallinita cacareando la buena suerte de haber escapado de la olla.

Jamás se supo de Pelucón, pero dicen que de un pozo abandonado, ubicado en las afueras de Neyba, siempre brota un persistente aroma a loción de afeitar.