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Sin la señal del sino

Asistimos a un dilema de siglos que se estrella contra la noción básica de la libertad humana

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Sin la señal del sino (RAMÓN L. SANDOVAL)

Buena, mala, negra o gitana, nos la topamos mucho antes de ser en la ecuación que suma dos cromosomas idénticos o de signo encontrado en atención a no se sabe qué. Si buena, la deseamos para nosotros u otros como rutina o componente esencial de una descarga de emociones afín a las circunstancias. La suerte es de todos y de nadie, real y falsa, pasajera, engañosa, mutable, impredecible, misteriosa, objeto de cavilaciones y disquisiciones filosóficas. ¿Impedimento para que la unión de esos filamentos siga trazos equivocados que desemboquen en malformaciones y la ruina de una vida? Ninguno.

Asistimos a un dilema de siglos que se estrella contra la noción básica de la libertad humana. Que se opone a la capacidad exclusivamente nuestra de optar conscientemente, de tomar decisiones ruinosas o conducentes sin sobresaltos a metas trazadas con antelación. La suerte condena a la dependencia de fuerzas desconocidas imposibles de controlar. Aun así, hay quienes creen en ella y se acogen al precepto dudoso de que todo está predeterminado. Empero, a la cotidianidad sobran acontecimientos que siembran interrogantes sobre el margen de maniobra de los meros mortales. Los romanos ahorraron cuitas y atribuyeron a la diosa Fortuna el don caprichoso de repartir lo bueno y lo malo, con una rueda o el cuerno de la abundancia en las manos como símbolo de la suerte.

Más que arriesgar en exceso, cortejar a la suerte equivale a vivir en la desazón propia de quien se preocupa por el mañana a sabiendas de que su único papel posible es el de convidado de piedra. De las 18 acepciones en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la segunda interesa: “circunstancia de ser, por mera casualidad, favorable o adverso a alguien o algo lo que ocurre o sucede”. Esa “mera casualidad” horroriza. Traslada al terreno del albur las consecuencias de hechos cuyo desarrollo podríamos protagonizar. Los giros de la rueda de Fortuna pueden detenerse en el apartado catástrofe. Resta la sensación agobiante de impotencia ante sucesos que surgen obedeciendo a designios que lo mismo nos hunden que nos salvan o sentencian. La inseguridad deviene compañía inseparable. La incertidumbre adquiere categoría de estampa indeleble que marca desenlaces indeseados o perseguidos con la ansiedad de quien recorre a ciegas tramos peligrosos.

La deseó Don Quijote en sus múltiples andanzas, y en una de sus muchas fantasías creyó atisbar esta leyenda en el escudo de esos caballeros que solo veía él en sus desvaríos: “Rastrea tu suerte”. Kafka, el checo de la literatura implacable en la que los personajes son marionetas del destino, sentenció que la mala suerte del Quijote fue la compañía de Sancho Panza. Wodehouse, de humor inglés tan fino como su genio, nos dejó esta advertencia: “la suerte es una diosa a la que no cortejan ni compelen a la fuerza quienes buscan sus favores. Porque se aleja de esos espíritus dominantes. Ocurre, sin embargo, a veces, que cuando la tocamos con la ligereza y confianza humilde de un chiquillo, se apiada de nosotros y nos acompaña en nuestros momentos de necesidad”.

Hay la tendencia muy humana a resolver de alguna manera lo inexplicable. Un recurso es la fe, y admirables son aquellos que descubren respuestas en el convencimiento personal. Inshallah. Se incuban mitos, cábalas, hasta rayar en la jocosidad. De ahí que se la teme tanto que los actores teatrales no la mencionan cuando animan al compañero presto a entrar en escena. Prefieren invocar materia orgánica en descomposición con un ¡mierda, mierda!; o robar al inglés una expresión que para el no entendido sería una maldición: ¡Qué te rompas una pierna! (Break a leg!). En el teatro, donde todo es actuación y los mejores son aquellos que con mayor firmeza se despiden del yo para adoptar una personalidad diferente, la buena suerte es mala.

También la hay de perros, como si los caprichos de Fortuna quisieran abarcarlo todo. Nadie la quiere pese a que se les tiene como los mejores amigos del hombre. Con las sociedades protectoras de animales y los vaivenes del afecto humano en el mundo desarrollado y sus imitaciones, les ha cambiado el azar. La vida de algunos perros es casi deseable. Los acarician y abrazan manos nobles; los besan labios trémulos y juveniles; alegremente los sacan a pasear pese al toque de queda en capitales de solera. Leía que ya no llevan los chuchos al veterinario para librarlos de las pulgas e indigestiones, sino por problemas coronarios, trasplantes de cadera, tumores, infecciones de la piel y hasta serios casos de estrés y depresión. Les ha tocado la mala suerte canina al parecerse a nosotros en la debilidad física. Y también la buena, ya que pese a tanto andar al lado de humanos se han negado a hablar.

Se ha buscado una explicación científica al roce con el buen o mal sino que a todos toca. Producto de mentes calculadoras, la llamada ley de las probabilidades asigna una medida a la posibilidad de que algo ocurra. Desde esos parapetos algebraicos, se observan otras certezas, ya no solo la muerte. Alguien, quizás con suerte, fue más lejos y descubrió la ley de probabilidad total. Algo así: a las probabilidades de que nos quebremos una pierna, debemos restar las probabilidades de que la fractura se registre en un brazo. Para los menos avezados como yo en las estadísticas y guarismos, es cuestión de suerte encontrar explicaciones sencillas como la anterior ya que los genios suelen enmascararlas con fórmulas matemáticas abstrusas. Como el tiempo es mortal, si alguien quiere matarlo porque le sobra, que se enfrasque en el teorema de Bayes y sin bola de cristal indague sobre su probabilidad de hospedar el COVID-19.

La periferia de la racionalidad se llama duda. La ley de las probabilidades rige, sí, pero, ¿cómo se distribuye el número inverosímil de la desgracia? Al grano. Pese a los tantos malos augurios que entre dientes se dedican al prójimo, solo hay una posibilidad entre 12,000 de que nos parta un rayo. Así los números, no invoquemos rayos ni centellas para enemigos de cuidado. O para el candidato de enfrente el 6 de julio. De acuerdo a la Organización Internacional de Líneas Aéreas (IATA) cuando era posible el viaje por los cielos y antes de que los boletos estuviesen en las nubes virtuales, apenas se registra un accidente por cada 4.4 millones de vuelos. Antes se accidentaba un avión que sacarse el premio gordo de la lotería norteamericana conocido como Powerball jackpot: 1 en 175 millones. Inalcanzable a menos que un dichoso ocupe el sueño de la diosa Fortuna.

Confiar en la suerte, dijo ya alguien, es invitar la mala suerte. Porque la racionalidad impone la actuación en consecuencia como la vía más expedita hacia el éxito. La búsqueda de la excelencia consiste en agotar al máximo el esfuerzo sin reparar sacrificios. Alcanzar el objetivo es cuestión de voluntad.

Detrás del velo del destino se esconden mil y un dramas, capítulos completos de dolor humano que no alivia el bálsamo del mero azar, la cobertura argumentativa de que llegó el día. ¿Y por qué a mí y no a ti, tanto lo bueno como lo malo, el amor o el desamor, la fortuna o el infortunio, el coronavirus asintomático o el de la UCI con los pulmones al límite?

Suerte, de la buena, tendré si alguien leyó del principio al final estas cosas que he dicho. Suerte, de la mala, le depara Fortuna a quien se cansó luego del primero o el segundo párrafo. Y de la muy pero muy mala, una de una según la ley de las probabilidades, a quien siguió de largo sin inmutarse.

Y quédese en casa en estos días primaverales del virus indomable. No tiente la suerte.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.