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Temporada de estío (hastío)

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Temporada de estío (hastío) (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Llegan los meses del verano inclemente y Europa se vuelve imposible. Los boletos aéreos andan por las nubes, hordas juveniles de todo el mundo copan los lugares emblemáticos y el aire acondicionado, el que resfría y al que estamos acostumbrados, apenas es un susurro templado en esas latitudes civilizadas.

Como las vacaciones son sagradas, la familia entera se desplaza durante el peregrinaje anual. Las carreteras son un enjambre vehicular incluso en las madrugadas, sobre todo las que llevan hasta las costas, al Mediterráneo de historia y tragedias profundas. Poco importan las edades, porque también a los recién nacidos los inician en el ritual del estío que a mí, caribeño al fin, me parece un hastío. Convencido estoy de que cualquier tiempo es bueno para el dolce far niente. Los hay a montones que nunca cambian el lugar de descanso, como Mariano Rajoy que puntualmente acude cada agosto a su Galicia querida. Angela Merkel se convierte en montañista y así por el estilo.

En las geografías desarrolladas de madres y padres que vacacionan juntos y sin las omnipresentes nanas que en la tierra que más amó Colón constituyen avanzada o retaguardia familiar, o ambas, espacios del mundo de adultos también lo son de menores. Se verifica una disparatada amalgama de conductas, sin necesidad de contrición para quienes en su inocencia violan reglas elementales de ciudadanía. Los ampara la salvedad de que no les caben culpas pese a que, por razones de edad, las cuitas anejas al cuidado infantil quedaron para muchos de nosotros tiempo ha reservadas a unos breves momentos en el papel de abuelos distantes.

No he visto en las cartas estivales de los restaurantes, ni siquiera en los más sofisticados, alimentos para quienes aún les restan muchos años antes de sentarse en el sillón del dentista. O, dado el caso, en cualquier sillón. En el apartado de los entrantes, diseñados casi siempre para simplemente cosquillear en el aparato digestivo y por tanto de dimensiones moderadas, no figuran las compotas. Siempre dedico particular atención, sobre todo por los precios, a las ofertas líquidas salvo el agua gratis. Y, sin embargo, en mi largo inventario de consultas de caldos, cerveza de barril o embotellada, brebajes y cócteles con o sin alcohol, cafés, tés e infusiones, jamás he tropezado con leche pasteurizada y homogeneizada. Puede que mi ignorancia haya alcanzado el grado supino, pero en las fórmulas de la novedosa cocina molecular no se encuentran las infantiles.

Pese a la inexistencia de atención restauradora especializada para lactantes y pre preescolares, no es raro que en el propósito de resolver las insistencias urgentes de un estómago abandonado con el rayar del día, alguien se encuentre en la mesa contigua a un crío empeñado en interrumpir el inquebrantable intercambio que alienta el tiempo libre. Me tocó ese honor y a punto estuve de convencerme de que al comer el pescado que me sirvieron pagaba por algún pecado de los tantos cometidos. Tendría que ser el más grave, a juzgar por las distracciones y molestias provocadas por el diminuto vecino, que en más de una ocasión logró zafarse de las trampas de la silla para menores en que lo acomodaron sin que la madre se inmutara.

De las molestias accedí al refugio en cavilaciones más reconfortantes, animado tal vez por el café irlandés con el que suelo concluir algunos refrigerios mayores. Para estas señoras, el derecho ajeno no es mi paz. No obstante, el consenso en estas sociedades se inclina a favor de quienes, en verdad, cumplen tareas agotadoras antes de cada agosto. Que vayan a todos lados con sus niños es ya parte de una cultura que les dispensa comprensión y respeto a las madres, padres y vástagos incipientes. Y hasta me hizo gracia que la crianza traviesa o desinhibida volteara la copa de agua por enésima vez (la del vino estaba a resguardo de los manotazos infantiles arteros), lanzara el tenedor al suelo luego de cansarse de usarlo como mandoble, llorara desconsolada y, con igual desparpajo, me regalara una y muchas otras sonrisas.

Pese al calor que no lograba desterrar la climatización artificial, apreciaba más y más la inocencia del bebé al que la madre le dispensaba como una autómata unas galletas, de harina, claro está. La ignorancia, en el caso, es una condición propia de la edad, prácticamente una virtud en estos tiempos en que a menudo se revela lo que no se hace y se calla lo que se hace.

Dentro de poco el pequeñín manejará el lenguaje y paulatinamente adquirirá una visión del mundo, manejará conceptos primarios, entenderá funciones y podrá representar mentalmente imágenes visuales. No se habrá librado, sin embargo, del egocentrismo que atestigua su conducta. Amo y señor de su reducido universo, reclama para sí toda atención. Empero, no hay mácula en esa conducta propia de quien apenas se adentra en los recovecos más fáciles, menos intrincados, de la vida. Le está permitido discriminar, exponer su disgusto por la cercanía de cualquier persona y hasta propinar un manotazo al camarero que diligente le trae una servilleta de papel, sin que se le acuse de violento o racista. Su desafuero cuenta con indulgencias plenarias, se celebra, provoca sonrisas, despierta ternura.

El cotorreo de las dos señoras no da signos de abatirse, tampoco las informaciones desconsoladoras. El niño ya duerme y, aunque vive, en la placidez de su temprana existencia aún no alcanza a comprender qué es la vida. Le tomará mucho tiempo saber que es un derecho que, sin embargo, algunos estados lo abrogan bajo la excusa de que la defensa del colectivo exige la extirpación definitiva de violadores graves de la ley. Los niños son cosa sencilla, sin las complicaciones ni los vicios que taran a los adultos. Su inocencia es una virtud que lamentablemente se pierde con el correr de los años y el aprendizaje (¿?) social.

Desconozco en qué etapa de su ruta cognitiva sabrá qué es una ejecución, y si para entonces continuará el debate sobre los químicos usados para eliminar a los condenados a la pena capital. Apenas unos días atrás, el estado de Ohio ha reanudado las ejecuciones, suspendidas cuatro años luego del escándalo por el recluso que jadeó 10 minutos antes de morir. Discípulo de Herodes, al que le tocó reactivar el pabellón de la muerte estaba condenado por asesinar y violar a una criatura de apenas tres años, hija de la novia. Quienes se oponen a la pena capital aducen que los barbitúricos aplicados a los condenados podrían violar el mandato constitucional que prohíbe los castigos crueles e inusuales. Como argumento irrebatible se sirven de las últimas palabras de Michael Lee Wilson en la camilla de la muerte en Oklahoma, en otra ejecución defectuosa hace cuatro años: “¡Siento que todo mi cuerpo se quema!”

Quema el sol que en estos días veraniegos se niega a tomar la corta vacación de cada día y resiste con soltura la amenaza de las tinieblas nocturnas. Aunque más tarde que de costumbre, la oscuridad terminará por imponerse. No abatirá el calor, para beneficio de los turistas nórdicos que bajan desde el norte de temperaturas empecinadamente frías aunque agosto ocupe el calendario. Más luz para abarrotar plazas, paseos marítimos, caminar por el campo o detenerse ante la majestuosidad de esos paisajes arrobadores que hacen de Europa un continente de vacaciones continuas para el espíritu.

adecarod@aol.com

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