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Tesoros, túneles y pasadizos coloniales (2 de 2)

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Tesoros, túneles y pasadizos coloniales (2 de 2)

Como consignáramos en la primera entrega, la Primada de Las Américas, primera urbe permanentemente establecida por el Reino de España en las Indias, y lo que se conocería después como Nuevo Mundo alojó, desde el mismo inicio del siglo XVI a algunos personajes nobles y muchos hábiles caza fortunas que viajaron en esos peligrosos y no siempre afortunados trayectos de dos meses en carabelas y naos hasta nuestra inefable Santo Domingo.

Acicateados por las noticias de abundante oro “a flor de los ríos” y de indígenas tan sumisos y sociables, como resultaron los taínos y algunos ciguayos –que no los caribe- estos aventureros muy pronto se asentaron en La Hispaniola, y luego en las adyacentes Borinquen y Cuba, logrando pingües ganancias y beneficios a través del esquema de conquista y colonización, signadas por las mal recordadas encomiendas, que no eran otra cosa que el sometimiento de los naturales habitantes a la autoridad y al trabajo forzado para transportar árboles cortados, recoger oro aluvional de los ríos, realizar labores agrícolas y en general de servidumbre y, por otra parte a aquellos aún no sometidos, canjear bisutería, espejitos y adornos de ridículo valor por pepitas y trozos del áureo, precioso metal

En la calle Arzobispo Portes, no muy lejos de la esquina Hostos, se encontraba una casa construida en mampostería, conocida por los que se enteraron de esta historia como La Casa del Cangrejo, por tener en la sala, como adorno de pared, un hermoso y delicado crustáceo en relieve hecho tal vez en cemento blanco o yeso, donde vivía una respetable familia, la XXXX, que la ocupaban como inquilinos y pagaban el modesto alquiler con los dulces que preparaban y que vendían, tanto por encargo, como en la venta directa desde una de las puertas, en donde con mesita larga de madera recubierta de muy limpio paño almidonado se exhibían los de leche, piña, guayaba y combinaciones con exquisito corte y presentación. No era muy halagüeña la situación de XXXX cuando un buen día se presentó un caballero con acento español, que compró dulces y a los pocos días ya había establecido amistad con las hermanas. Invitado posteriormente a la casa, en una de las visitas les hizo una propuesta acompañada de una confidencia: Les reveló que deseaba vivir la casa por un mes, que había sido el hogar de un antepasado suyo. Explicó que si se mudaban y le permitían buscar en privado algo en la casa, que fuera antes propiedad de su antepasado, no sólo les pagaría la renta del lugar donde se alojaran temporalmente y la de la casa en que se encontraban, sino que también les compraría y regalaría la vivienda, pues sabía que no era de ellas y que así podrían quedarse en ésta por siempre. Se miraron las hermanas y tras consultarse, accedieron.

Efectivamente, el desconocido ciudadano español se mudó y justo al cabo de un mes les avisó que podían regresar a la casa, mostrándole un título que las hacía propietarias de la misma. Con emoción agradecieron al caballero el obsequio que les aseguraba tranquilidad por el resto de sus días y fue así que se despidió, se embarcó y jamás le vieron de nuevo. En los días siguientes, limpiando y reacomodando la que ya era su propiedad, notaron, que el cangrejo ya no se encontraba y que, muy bien reparada, resanada y repintada, una franja que partía desde donde estaba el cangrejo hasta el piso indicaba que la pared había sido rota y vuelta a reparar.

Muchos de los tesoros eran enterrados conforme a inteligentes esquemas que hacían más difícil su localización. Los pocos que se han encontrado, ubicados en profundidades de seis metros o más, han sido descubiertos por azar, ignorando las señales también enterradas que son colocadas en las cercanías. Una de las más favoritas era la colocación de planchas de carbón, muy resistentes a la oxidación, por las que sólo el dueño del valor enterrado conocía, por la forma y dirección en que se encontraban, cuál era la distancia más abajo o hacia los lados donde se encontraba el enterramiento. En otras, un puñal de buen acero hacía las veces de indicador.

Otro de los lugares utilizados para esconder joyas y dinero lo constituían las gruesas paredes coloniales. La mayoría de estas, edificadas en mampostería con algunas piedras de relleno, generalmente de 90 centímetros de espesor –a veces de 1.20 metros- y con algunas esquinas y arcos, cuando los tienen, en sillerías de barro cocido, eran excelentes escondites para tesoros de moderado tamaño. Me narró el hijo de doña Atalita Mieses en 1986, cómo un vecino en una remodelación de su casa colonial llegó en el momento en que el obrero, que por encargo estaba eliminando la entrada en arco que dividía la habitación amplia del estar, de la cocina, por su cuenta y sin avisar estaba descubriendo a cincel y martillo, encima del arco, una esquina de un cofre mediano, empotrado en la pared superior. Hábilmente, el señor le gritó, -¡Ey! Deje eso como está, que es de mi abuelo! ordenándole suspender el trabajo y regresar la semana próxima.

Un tesoro a buen resguardo es el de la Catedral, parcialmente exhibido en años anteriores, consistente en muebles y objetos litúrgicos de alto valor histórico y eclesiástico también incluye una amplia colección de piezas de plata: cruces, cálices, candelabros, arcas, copas, incensarios, relicarios, coronas, joyeles, gargantillas, anillos, alfileres, collares. Todo el conjunto constituye un patrimonio artístico y litúrgico invalorable. Tuve el privilegio de visitar una de las bajas habitaciones de la Catedral, donde, junto a otros interesados, nos fue mostrado parte del portentoso inventario. Aunque no se ha hablado de ello, el motivo de la larga estadía de la horda invasora de Francis Drake en la Catedral, luego de ocupar la ciudad, en 1586, no sólo fue el de desmontar las campanas de oro –que hoy son exhibidas en Londres como atracción de Museo, sino el de localizar la entrada oculta a la estancia de los tesoros catedralicios. Al parecer, sin esperar que tal evento fuera confirmado o admitido por las autoridades eclesiásticas, una parte valiosa, no en plata, sino en oro, fue encontrada por los saqueadores.

Los ciudadanos han tomado la actual prolongada, molesta y no satisfactoriamente bien explicada dilación en el remozamiento de calles y aceras de una parte importante del Santo Domingo colonial, como algo más que el intento de hacer un buen trabajo o de identificar algunos hitos relacionados con el período del Santo Domingo Español. Ninguna argumentación adicional podrá sacar a muchos de la convicción de que, más que arcilla, huesos y fragmentos cerámicos existe el interés de encontrar más “nobles” elementos y materiales de aquella época.

Por docenas han sido encontradas en el Santo Domingo intramuros, en paredes, pequeñas botijas de barro selladas, con dobloncillos y doblones, no más de 20 ó 25 de estos, con valor apreciable. Manuel García, mi abuelo, encontró en 1928 uno de estos pequeños tesoros, empotrados en la pared de la vieja cocina de la desaparecida casa de la 19 de marzo casi a esquina con Las Mercedes.

En la entrada principal al Convento o Ruinas de San Francisco, exactamente después de donde reposaban los restos del conquistador Alonso de Ojeda, sustraídos misteriosamente en la década de 1960, sin que se solucionara satisfactoriamente el enigma de su desaparición, se encuentra la entrada a un largo túnel que corre en dirección norte, abierto por los años 1942 o 1943 con motivo de su traslado desde el ex Convento de Los Dominicos. Una amiga de la familia que vivía en la casa de la Hostos a esquina la Calle del Correo –la Emiliano Tejera, justo frente a la entrada de las ruinas, relató que al poco tiempo de abrir el túnel, una noche llegaron varios camiones del ejército y sacaban de allí bultos o cosas cubiertas que no podía distinguir, por la oscuridad de la noche, desde las celosías de madera de su ventana, dejando así abierta permanentemente la entrada subterránea. En tiempos de mi niñez algunos muchachos curiosos nos atrevíamos a entrar allí, sin avanzar mucho, siempre con el temor de que el guardián encargado nos descubriera.

Admirable como era, la gruesa tapa metálica fundida, que cubría la tumba de Ojeda, y le reproducía por entero en relieve con vestimenta y yelmo militar, tiene un motivo que refrescamos a las presentes, y tal vez futuras generaciones a fin de que no sea olvidado. Ojeda fue un jefe conquistador fiero, eficaz, implacable. Incursionó en conquista, exterminio y sometimiento a muchos aborígenes de las islas y de Tierra Firme. Engañó al cacique Caonabo, fingiéndole amistad y obsequiándole unos grilletes de atractivo aspecto que hizo poner para lucirlo, en las muñecas del valiente, pero ingenuo cacique y fue así cómo lo apresó y embarcó a España, muriendo el futuro símbolo de emancipación indígena en América, de amargura y melancolía en la travesía. Tras altibajos de fortuna y desgracia murió el Capitán conquistador en Santo Domingo, en 1515, dando estrictas instrucciones del lugar donde quería, como penitencia y humillación autoimpuesta, ser inhumado: la entrada de la Iglesia-Convento de San Francisco, para que, obligatoriamente, todo el que allí entrare o saliere, pisara la tumba, los restos del arrepentido que en vida había humillado y quebrado a tantos indígenas. Sin entrar en señalamientos: aún no entendemos cómo una pretendida restitución o reinterpretación histórica foránea, que se dice es la responsable de la extracción y discreto traslado al exterior de los restos de Ojeda y de su esposa, la cristianizada Isabel, se hiciera contraviniendo la voluntad póstuma del lugar definitivo de descanso que señalar el conquistador.

Muchas fortunas y túneles. No obstante y los posibles dinerales y valores que puedan algún día o nunca, ver la luz del sol, por lo bien ocultos o inaccesibles que están, preocupémonos los que circulamos por las superficies de la nunca bien descifrada ciudad, en buscar y descubrir los más valiosos tesoros que, ocultos en nuestro corazón, aguardan a nuestro llamado, para abrirse y llenarnos de riquezas que nunca se agotarán.

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