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Un Canario en la Guerra Restauradora

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Un Canario en la Guerra Restauradora

Todo un personaje. Nicolás Estévanez (Las Palmas 1838-París 1914), militar, diputado progresista y ministro de la Guerra en la Primera República Española (1873/74), poeta e historiador. Anduvo por Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba, entre 1864/66, acantonado en Montecristi durante la Anexión. De regreso a las Antillas, casó en Borinquen y en Cuba protestó el fusilamiento de 8 estudiantes de medicina en noviembre de 1871. De Mis Memorias (1903), algunos pasajes.

En 1864, a bordo del vapor Canarias, realizó la travesía del Atlántico, desembarcando en San Juan de Puerto Rico, su primer destino. “Con motivo de la insurrección y guerra de Santo Domingo, habían pasado a esta isla casi todas las fuerzas de Puerto Rico, siendo esto la causa de que se nos hubiera destinado a América. Una vez en las Antillas, todos los oficiales de Antequera queríamos ir a campaña, que los militares sólo desean ocasiones de batirse; pero tardamos algunos meses en ir, los que fuimos, que el batallón no fue. Permanecimos de guarnición en San Juan de Puerto Rico, donde lo pasábamos perfectamente.

“Aquél es un país delicioso, donde siempre hay música en las calles, y música en las casas, y bailes dondequiera. En mi tiempo, sobre todo en los días y aun meses de las fiestas de San Juan, se bailaba en las casas y también al aire libre; las muchachas del país, verdaderas amazonas, bailaban los lanceros a caballo y galopaban por calles y por plazas entre aplausos de los transeúntes y requiebros de caballería.

“En Puerto Rico tiene caballo todo el mundo; hasta los mendigos piden limosna a caballo. Y yo mismo, fanático de la brava infantería, reina de las batallas y de las guarniciones, galopé bastante por la carretera de Río Piedras. Hemos perdido la isla, pero hay algo que yo no perderé: la memoria de Río Piedras y del precioso camino que conduce a tan alegre poblado.

“Se bailaba mucho en el casino de la capital, donde observé que las chicas se burlaban descaradamente de mis compañeros, torpes en su mayoría para aprender la danza. De mí no se burlarían, porque yo no la bailé. Quien bailaba sin descanso era Tadeo Canino, que las noches de baile llevaba al casino a su asistente, portador de una bandeja con dos o tres docenas de camisas, una para cada danza. Realmente se suda mucho bailando en Puerto Rico y no hay camisa que no resulte mojada.

“Desde que desembarqué no hubo ni un día en que yo no oyera música en las casas y en las calles, pero siempre danzas del país; por eso me sorprendió el encontrarme un día en la calle de la Fortaleza con una orquesta, precedida por un carro y seguida por numerosa gente, que iba tocando la marcha real española. Pidiendo explicaciones, supe que el carro iba cargado de hielo recién desembarcado y procedente de los Estados Unidos. Entonces no había en la capital fábrica alguna de hielo, y cuando éste se agotaba, la primera remesa de los Estados Unidos era recibida con el himno real. Pregunté si se trataba de un reclamo hecho por el negociante importador, y alguien me contestó en los términos siguientes:

“—Aquí no se toca la marcha real no siendo por una de estas tres cosas: desembarco de hielo artificial, pesca de un tiburón y sorteo de la lotería.

“En efecto, cuando en el sorteo mensual salía de la urna el afortunado número premiado con los cien mil pesos (premio mayor de la lotería insular), una música instalada en el salón ejecutaba la marcha consabida entre aplausos ruidosos a los cien mil pesos.

“No me pareció tan raro el que se le tocara la marcha real a un tiburón; el caso, para mí, no era del todo nuevo. Por otra parte, el júbilo del pueblo cuando se pescaba un tiburón estaba justificado, pues los enormes selacios de aquella hermosa bahía son el terror de las gentes. Cuando fui destacado por ocho días al polvorín de Miraflores recibí la orden expresa de no permitir que se bañara en el mar ningún soldado del destacamento. Y nadie se bañó, ni yo mismo; tenía que dar ejemplo, además de sentir con más vehemencia que nunca el instinto de conservación. Pero ocho días con aquel calor, y entre nubes de mosquitos, a la orilla del agua tentadora y sin gozar de ella, era un suplicio muy parecido al de Tántalo.

“Todas las mañanas me levantaba de mi hamaca diciendo con decisión: ¡hoy me baño! En efecto, me acercaba a los mangles de la orilla, escudriñaba el mar, no veía señales de que hubiese tiburones, y cuando ya empezaba a desnudarme para zambullirme... desistía prudentemente y me contentaba con coger hicacos para mi desayuno, aunque son bien desabridos. Pero el último día, próxima ya la llegada del relevo y avergonzado de haber estado una semana entera a la orilla del mar sin darme un chapuzón, me despojé de mis ropas y tomé ocho baños seguidos: los correspondientes a los ocho días. Los tiburones debieron asustarse, pues no se presentaron en el lugar del suceso. Ni siquiera se presentó el jefe de día, que hubiera sido peor.

“Continuábamos en Puerto Rico haciendo guardias y escoltando entierros mientras seguía la guerra en la vecina isla de Santo Domingo. Casi todos los antequeranos estábamos impacientes por pasar al teatro de la lucha, lo que no sorprenderá a quien conozca la manera de ser, la psicología, por no decir la psicometría del militar. Aun creyendo que los dominicanos defendían una causa justa, ¡qué importaba eso! De Santo Domingo llegaban diariamente vapores cargados de enfermos y de heridos, menos heridos que enfermos; pero a la vez llegaban compañeros con nuevos galones o entorchados, lo cual era una tentación irresistible.

“También nos alentaba el natural deseo de continuar el aprendizaje de la profesión, que en aquella guerra, como en todas, podía aprenderse mucho; pero nadie en ella aprendió nada, ni los militares, ni los políticos, aunque para todos hubo enseñanzas no aprovechadas después. Los separatistas de Cuba, sin presenciar de cerca la guerra de Santo Domingo, aprendieron en ella bastante más que nosotros, lo cual no me sorprende, pues he llegado a persuadirme de que los españoles nunca aprenderemos nada. No escarmentamos ni en cabeza propia; ninguna experiencia, por muy amarga que sea, nos lleva a rectificar errores, desechar prejuicios y enmendar rutinas. Los disparates políticos y militares, que nos hicieron perder la isla de Santo Domingo, se repitieron en Cuba; y si todavía tuviéramos colonias, las perderíamos por las mismas causas y por iguales o parecidos yerros.

“He dicho que los dominicanos defendían una causa justa, y, en efecto, aunque pudo llamárseles tornadizos, ya que ellos mismos pidieron la anexión para rebelarse al poco tiempo, la verdad es que no la habían pedido porque envidiaran la suerte de Puerto Rico y de Cuba, sino en busca de la protección de España por sentirse débiles ante la doble amenaza de Haití y los Estados Unidos. Los haitianos, como buenos vecinos, aborrecen a los dominicanos, que les pagan en igual moneda; los Estados Unidos tienen clavados los ojos y el pensamiento en la isla dominicana y en todas las del mar de los Caribes.

“Pero los dominicanos querían unirse a España conservando su libertad interior y el bienestar relativo de que disfrutaban. ¿Y qué sucedió? Que el año de la anexión se les había triplicado o cuadruplicado los tributos, se les negaba representación en Cortes y se sometía la isla a un régimen despótico, inundándola de generales, intendentes, obispos, canónigos, magistrados y covachuelistas, casi todos inútiles, cuando no venales.

“Por otra parte, la anexión la solicitó un partido, no el país; bien pudiera decirse que la hizo un hombre: Santana. El partido español o anexionista venía gestionando la anexión desde 1843; desoídos sus emisarios, en Cuba, por don Jerónimo Valdés, por don Leopoldo O’Donnell y por todos los capitanes generales, vino a Madrid el general dominicano Mella, quien tampoco obtuvo resultado; pero en 1861, gobernando en Cuba el general Serrano (después duque de la Torre, título debido a la anexión), logró el partido anexionista, cuyo jefe era Santana, que Serrano patrocinara el intento anexionista y que la anexión se hiciera.

“El despotismo de algunas autoridades, como el liberal Buceta; el aumento considerable de las contribuciones; la manía de algunos aplatanados procedentes de Cuba, que querían tratar a los negros de Santo Domingo, hombres libres, como se trataba en Cuba a los esclavos, fueron concausas que produjeron la explosión mucho antes de lo que podía preverse; ahogada en su principio, retoñó luego con mayor pujanza; toda la isla clamaba por su independencia, aunque a los españoles no se les odiaba tanto como a los dominicanos santanistas, autores de la anexión.

“Los militares del país adictos a Santana, cuyos grados se reconocieron por el Gobierno español, cumplieron fielmente con España. Todos se batieron con bravura; algunos sucumbieron en los campos de batalla, como el aguerrido Suero, general negro que prestó insuperables servicios. Cuando se perdió la isla, casi todos ellos pasaron con sus empleos a Cuba; algunos sirvieron, años después, a la insurrección cubana, como el entonces comandante de caballería Máximo Gómez, los Marcano, Modesto Díaz y otros, pero la mayoría fue perfectamente leal a su patria adoptiva.

“El general Puello, Heredia, los Alfau, los hermanos Tejeda, el veterano general Varela y otros, puede decirse que en Cuba fueron los maestros de algunos de nuestros oficiales de guerrillas; bien que nuestros oficiales, salvo excepciones, creían no necesitar maestros, familiarizados como estaban con el estudio de las guerras clásicas. Poco a poco fueron aprendiendo que las guerras de los trópicos son más bien románticas. ¡Yo hubiera querido ver en las maniguas a Epaminondas y a Federico II!

“Ascendidos para Ultramar los jefes y oficiales de Antequera que lo habíamos pedido, ingresamos en el ejército de Puerto Rico, destinados a un cuerpo de voluntarios para ir a Santo Domingo con tropa de Antequera y de las milicias insulares.” A Montecristi iría a recalar este contingente...

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.