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Un fenómeno en Norteamérica

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La literatura light siempre ha existido. Algunos han pensado que el boom de esa literatura ligera, de fácil lectura, es un producto de esta época. Y no es así. Nuestros antepasados más remotos y los más próximos, tuvieron acceso a los libros grandes de su tiempo, pero también hicieron vibrar sus sentimientos y sus neuronas existenciales con textos livianos que alcanzaron un alto consumo.

¿Acaso no fue Corín Tellado una autora light? ¿O la Francoise Sagan de Buenos días, tristeza que hizo furor en los sesenta? ¿O el Dale Carnegie de Cómo ganar amigos e influir en las personas que data de 1936? ¿Acaso no existe Stephen King desde hace décadas? ¿O John Le Carré? Y las novelitas de vaqueros, de los indios sioux, apalaches o cherokees. Las románticas, las de amores ardorosos que brindaban una amalgama de autores sin destino, olvidados por el tiempo y por la historia de la literatura. Incluso, escritores de obras de otra estirpe, escribieron textos que bordeaban la superficialidad. Poetas, novelistas, ensayistas. Todas las literaturas del mundo tienen su literatura light en sus anaqueles. Y todo lector de hoy alguna vez tuvo en sus manos o disfrutó a su antojo ese tipo de literatura.

Digo más. Hay autores que se han establecido con buen nombre en la literatura de ayer y de hoy y cuyas producciones podrían enmarcarse en este terreno ancho de la literatura light. O sea, temas ligeros manejados con un tratamiento de escritura y de estilo que muestran calidad literaria. Y me ahorro nombres.

Ciertamente, surgió en nuestros tiempos una literatura light con distintas corrientes como parte tal vez, o a lo mejor ayudando a crearla y sostenerla, de la sociedad y la cultura light que ha crecido a partir, creemos nosotros, del inicio del denominado proceso de globalización económica. Y no solo es aquella que ha alcanzado niveles increíbles de penetración y venta en todos los mercados con mensajes que anuncian una alucinante felicidad terrenal o la cura de todos nuestros males mediante pócimas espiritualoides o menjurjes afrodisíacos o de cosmetología interna, o sea la que toca al corazón y a los sentidos. También hay literatura light que se cree literatura formal. A un buen autor, laureado por demás, le puede salir un librito light. Desde luego, los ligerísimos, los light-light, tienen nombres y trayectorias conocidas, digamos, Og Mandino, Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Eduardo Punset, Francesc Miralles y el Pontífice y Gran Maestro de esta logia, Paulo Coelho, por mencionar algunos. Y no dejemos fuera las imaginaciones desbordadas que constituyen las novelas destinadas a la producción de Hollywood, como las de Dan Brown, el de Código Da Vinci.

El asunto es complejo. ¿Es mala idea leer literatura light? De ninguna manera. El lector de literatura light es un lector pasivo, pero es lector. Vargas Llosa explica muy bien esta realidad: “Esas obras, algunas muy bien hechas, capturan la atención rápidamente, son descomplicadas, no ponen en ejercicio la inteligencia y la capacidad de raciocinio, son tranquilizantes, te sedan... La buena literatura necesita lectores que sean activos, que estén dispuestos a enfrentar la complicación, que trabajen codo a codo con el autor, con su imaginación, con sus conocimientos”. Por eso complace de alguna manera –y entramos en el objetivo de estas disquisiciones- que las alarmas se hayan disparado en Estados Unidos (meca, sin dudas, de la ligerísima literatura pasiva) a propósito del inicio y muy debatido desarrollo de la era Trump. De pronto, los lectores, sin aparente orientación previa ni mercadeo editorial, acuden desde hace varias semanas a las librerías norteamericanas buscando literatura que, aunque bien asentada en los anales literarios universales, estaba prácticamente en el olvido, como le ocurre a todo lo que le pasó su hora mayor. Un fenómeno. No hay otra forma de definir esta situación tan sui generis: un auténtico fenómeno de lectura que, al momento, no parece haberse extendido a otras partes, salvo parcialmente a Canadá según los testimonios periodísticos. ¿Qué andan buscando los lectores gringos y bajo cuáles motivaciones? Libros urticantes, abracadabrantes, que plantean situaciones temibles, espacios de destrucción, ambientes donde la razón no cuenta o anda desviada de su rol; escrituras que exhiben caminos sombríos, presentes escabrosos, futuros tétricos, rutas inciertas.

Nadie sabe quién comenzó el movimiento. Solo se sabe que sucedió y sigue en pie. Y que su punto de partida fue unas pocas semanas después de que el nuevo habitante de la Casa Blanca tomara posesión de su difícil encomienda presidencial. Amazon se llenó de pedidos que resultaron extraños a sus propietarios. Barnes & Noble comenzó a recibir solicitudes in situ que provocaron agitación inusitada en la gerencia. La editorial Knopf de libros de bolsillo se vio sobre demandada de llamadas. Los lectores estaban reclamando, en cantidades insólitas, leer o releer 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Farenheit 451 de Ray Bradbury, Eso no puede pasar aquí de Sinclar Lewis, El cuento de la criada de Margaret Atwood, Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt. “Obras discotópicas, sobre sociedades indeseables, están conquistando nuevos lectores”, reportó AP en unos de sus “partes noticiosos” hace unos días. Solo Orwell y su 1984 ha obtenido ventas luego del surgimiento de este fenómeno sobre un 10 mil por ciento. Se trata de obras de ficción y no ficción, como la de Arendt, escritas en 1932, 1935, 1949, 1951, 1953, y la más reciente tiene treinta años de publicada, que es el caso de la novela de la muy prolífica escritora canadiense Margaret Atwood.

Este boom insólito, verdadera guarimba lectorial (para utilizar el lenguaje venezolano, de moda también por razones obvias), viene justo tras el invento británico de la posverdad. Y de eso se trata. Las versiones y visiones que pueden ser alteradas, que admiten la introducción de variables, que están hechas para modificarse si la realidad lo exige. Los “hechos alternativos” de que hablara una alta funcionaria del gobierno de Trump para justificar afirmaciones incorrectas. Hoy en día todo se arregla. La posverdad es una filosofía existencial de carácter político, con una presencia inaudita del lenguaje que cobra sus réditos en este berenjenal. Aunque tal vez, tan pasajera como la posmodernidad.

Los lectores estadounidenses han abandonado su pasividad con la literatura light y se han activado con lecturas que anuncian y denuncian situaciones donde el Gran Hermano vigila, donde un bombero rastrea disidentes que leen libros, donde se fabula sobre utopías de carambola, donde el totalitarismo se moldea desde la condición humana más manipulable y orwelliana que pueda concebirse en nuestro tiempo. Ojalá otros nuevos se incorporen al fenómeno, qué se yo, Jack Kerouac, William S. Burroughs, Philip K. Dick, Allen Ginsberg, J. D. Salinger. A la sociedad norteamericana tal vez le esté faltando un nuevo movimiento beat, un Woodstock, un alarido en tono ideológico y político. Estos lectores que invadieron librerías y editoriales exigiendo textos de viejo cuño y de actualidad que busca respuestas a preguntas incómodas, podrían estar abriendo la brecha. Al fin y al cabo, lo dijo Ray Bradbury: “Un libro es un arma cargada”.

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