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Una espina clavada en la historia

?Civilización de contrastes, la europea. Ha parido genios del conocimiento, parangones de bondad, y también malvados e ideologías perversas.

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Una espina clavada en la historia (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

De los campos europeos se desprende una quietud que adormece. Con sus silencios alargados, vegetación enverdecida en los tramos primaverales o cultivos maduros en el otoño, exhiben una placidez reconfortante que contrasta con los recuerdos de momentos bélicos que asoman a la vuelta de un recodo, sobre todo en el extremo nordeste francés y las Ardenas belgas.

Sea un monumento, una placa de bronce sobre una roca majestuosa o los viejos carros de combate y tanques de guerra desplegados como centinelas solitarios de tierras que sufrieron a golpes de sangre y fuego, el llamado a no olvidar continúa con eficacia. Allí murieron amigos y enemigos, extranjeros y locales, civiles y uniformados, inocentes y culpables, convocados todos a un sinfín de horrores que aún escuecen conciencias.

Las consecuencias de las conflagraciones saltan a la vista. Entremezclados con el paisaje bucólico, en el que tímidamente destacan el solfeo de algunas aves y el ruido de los escasos automotores que circulan por las serpenteantes carreteras secundarias, los cementerios militares. Algunos tienen nacionalidad, como los de los soldados norteamericanos y canadienses, y otros, se asume, corresponden a nativos. Las pequeñas cruces blancas apenas sobresalen, muy cerca una de la otra en formación perfecta. Hay nombres, por supuesto.

Más de una interrogante brotará al observar aquel sembradío de huesos que una vez sirvieron de armazón a humanos. A cuerpos donde se incubaron pasiones, amores y, finalmente, los temores insondables de quienes asisten al extermino que se llama guerra. No importa si primera o segunda. O si mundial. Son tumbas a las que prácticamente ya ningún familiar visita. Ahora tienen como dolientes a las aves peregrinas y a los turistas curiosos a quienes esas cruces deben pesarles en el alma. La soledad parte corazones en esos lugares de descanso postrero. A nadie importa ya cómo murió aquel soldado cuya existencia atestigua el nombre en una de centenares de tumbas. Si la muerte le advino rápida o se desangró lentamente en la trinchera. Quizás nunca se enteró porque conversaba descuidadamente cuando la bala de un francotirador lo silenció para siempre. Al arcano pertenece la verdad de las circunstancias mortales de todos aquellos que nunca volvieron a los lugares donde crecieron y a los brazos de quienes los amaron. El relato de toda una vida está contenido en un nombre y unas fechas sobre un trozo minúsculo de cemento enterrado en suelo extranjero.

Hay cementerios con caídos en ambas contiendas mundiales. Por lo visto, una carnicería fue motivo insuficiente para evitar la que siguió, más elevada en términos de víctimas, daños y sufrimientos. Los campos son los mismos en los que tantas veces se libraron batallas centenares de años atrás. Ahora solo recuerdan las dos grandes guerras del siglo pasado en las que, igual que en aquellas de antaño, los protagonistas del fratricidio fueron inicialmente europeos.

Civilización de contrastes, la europea. Ha parido genios del conocimiento, parangones de bondad, y también malvados e ideologías perversas. A los hechos de violencia extrema se suman otros de sentido opuesto, los que hablan de creatividad, de arte, de resistencia y humanidad, como compruebo a menudo en las escapadas de fin de semana. Sí que hay hoyos en las vías europeas de rango inferior, responsable uno de la avería que me confinó por varios días en uno de esos pueblos —francés este—, que de ordinario no visitaría.

Soissons, en la Picardía, guarda los restos de la abadía de Saint-Jean-des-Vignes como sorpresa al turista accidental como yo, a pocos metros del hotel a donde la casualidad me deparó. Establecimiento agustiniano que se remonta al 1070, conserva aún vestigios de varias edificaciones, el claustro gótico, el refectorio y, como seña medioeval inconfundible, gran parte de la muralla protectora.

La fachada de la iglesia es la gran joya de lo que allí queda, confirmación de cuánto avanzó la arquitectura gótica en el norte francés donde se levantan imponentes Notre-Dame, en París, y la catedral de Reims, mi favorita, en una época arrancada a los ingleses por Juana de Arco. Las dos torres permanecen, aposento de estatuas monumentales al estilo de la época. En las explicaciones que ofrecen en la oficina para visitantes, se lee: “Es más en los detalles esculpidos que en los tímpanos de los portales donde se expresa la riqueza de la escultura en el Soissons de los siglos XIII y XIV: cornisas prominentes y aguilones cubiertos de follaje (hiedra, celidonias, campanulas); reproducción de portales llenos de figurillas que a veces representan la vida cotidiana de la época y tachonados de flores de seis pétalos en celdas hexagonales y lirios asentados en las rombos de una red grabada”.

Los alemanes se sirvieron de la catedral de Reims para alojar a sus heridos en la Primera Guerra Mundial. Los hugonotes convirtieron a Soissons en material de pillaje en 1567 y la abadía de Saint-Jean-des-Vignes sufrió las consecuencias. Libros, reliquias religiosas, ornamentos, archivos y cuanto allí había de valor fue saqueado o destruido. La reparación de esos daños tardó todo un siglo.

De nada valió una petición a la Asamblea Nacional insubordinada de la Revolución Francesa para que se respetara la abadía. Los 20.000 soldados voluntarios a los que Soissons debía alimentar provocaron daños mayores y se robaron los accesorios metálicos con lo que se ponía en peligro la estructura. El golpe de gracia lo asestó Napoleón en 1805 al disponer el desmantelamiento de la iglesia y la venta de las piedras y ladrillos para la reconstrucción de la catedral, la cual, por supuesto, no visité. La abadía mutó forzosamente en campamento militar, con un polvorín agrandado varias veces y del que todavía hay señas.

Soissons dista de París una hora en tren. Su proximidad a la capital convertía la villa en un objetivo bélico importante, lo que explica que fuese sitiado varias veces durante las guerras napoleónicas y cuando la abadía era ya un recinto militar. A la caída de Napoleón siguieron más guerras, y a las contingencias anejas a la defensa de la plaza se atribuye la destrucción parcial de los claustros para emplazar cañones. En cambio, se fortalecieron las murallas para resguardar las 36 toneladas de pólvora que engrosaban el arsenal.

La importancia militar de la Picardía se puso nuevamente de manifiesto en la Segunda Guerra Mundial y Soissons se transformó en frente de guerra durante tres años. En la abadía se alojaron tres batallones para alimentar las trincheras, esas trampas mortales donde murieron miles de soldados en esfuerzos vanos de avance y retroceso, a veces de unos pocos metros. En la Batalla del Somme, librada no muy lejos de la abadía Saint-Jean-des-Vignes, murieron 19.000 soldados británicos en un solo día. En total, un millón de muertos alemanes, y otros tantos del otro lado.

En medio de la nada y cercano a otra pequeña localidad francesa que le presta el nombre, Thiepval, se yergue el memorial franco-británico a los desaparecidos en la Batalla del Somme, sumido casi siempre en un silencio sepulcral que tomo como señal de respeto a las tantas víctimas de la intolerancia y la torpeza humanas. En el arco de 43 metros de altura, están grabados los nombres de 72,195 soldados británicos y sudafricanos que cayeron en ese monstruoso episodio bélico. La llamada Cruz del Sacrificio se erige en medio de 300 tumbas de soldados franceses desconocidos e igual número de uniformados anónimos británicos.

La frontera entre el arte y la barbarie es sutil. Más bien son hermanos, producto de un mismo padre: el hombre, el único capaz de provocar que paisajes idílicos sean hoy día la tumba de millones de víctimas de aventuras bélicas.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.