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Vacaciones sin paraíso

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Vacaciones sin paraíso (ILUSTRACIÓN: LUIGGY MORALES)

Avanzan agosto y las vacaciones, reafirmación de una práctica que se extiende por los países desarrollados, particularmente Europa Occidental, y a la que no se sustraen políticos, funcionarios, mandatarios, celebridades y el pueblo llano. De manos del agobio estival viene la urgencia de escapar de la rutina y acogerse a la clemencia de una naturaleza cada vez más minada por la impertinencia humana. Estación de ciudades llenas a medias, de avenidas escasamente transitadas, locales comerciales cerrados y hordas de turistas que como abejas al panal acuden a los grandes monumentos y museos. Hasta que llegaron la Covid-19 y una nueva liturgia a la que cuesta acostumbrarse.

Antes no había sorpresas en las vacaciones de los grandes, sino repetición año tras año de los mismos lugares, los mismos paseos y hasta la misma gente. Angela Merkel lleva toda una vida tomándose el asueto veraniego en Stralsund, a orillas del mar Báltico. Allí fue electa por primera vez al parlamento y quizás sea esa una de las razones fundamentales que la mueven a desconectarse de la dura tarea de gobernar Alemania y servir de referente mundial. En ese poblado de apenas 60,000 habitantes recibía con la visita de sus pares, disminuidas las tensiones.

Difícil imaginar a esta mujer aguerrida, forjada en la disciplina socialista de la antigua Alemania del Este, apartada de las cuestiones de Estado y como un ciudadano más recorrer veredas, cruzar prados o solazarse con la vista perdida en un mar que suele devolver solo grises y vientos de inviernos eternos. Cuando presidente de gobierno, Mariano Rajoy retornaba siempre a su Galicia natal, donde doblaba como peregrino. Barack Obama y familia se marchaban a Martha’s Vineyard. Con sus dos hijas y mujer al lado, visitaba restaurantes locales, compraba libros, montaba bicicleta, jugaba golf y descansaba. Criticable no que tomase vacaciones en territorio de cresos, porque él también lo es en buena ley y más después de abandonar la Casa Blanca, sino que las ostras, que en las aguas templadas y limpias del septentrión norteamericano crecen en abundancia, las prefiera fritas y no au naturel, sorbiendo con el molusco los últimos rastros marinos que transportan inalterados el mineral, la grandeza y riqueza del océano.

A contrapelo de la recomendación para quedarse en casa, hay que continuar la tradición y al disfrute del asueto añadir cuidados antes impensables. Embozalarse hasta en las playas puede que sea una señal de prudencia, no un capricho pasajero o una de esas modas que desaparecen con la misma rapidez que se expanden por doquier. Que nadie invoque imágenes de holgazanería y pretenda ver responsabilidad diluida en las vacaciones y días libres. La práctica viene de lejos. Otrora, reyes y nobles atiborraban las fuentes de aguas termales y creían encontrar allí cura para el cansancio físico y el agotamiento mental. Desde George Washington, los presidentes norteamericanos se reservaban varias semanas al año, a veces meses. El gobierno colonial británico se trasladaba a Simla, en las estribaciones del Himalaya, cuando el bochorno veraniego convierte Delhi en réplica de grandes hornos. Adolfo Hitler contaba con Berghof, refugio personal en los Alpes bávaros; y su némesis, Winston Churchill, descansaba con frecuencia en Chequers, donde nunca faltaban buenos habanos, coñacs antañones y su genio político.

Es el tiempo de recargar baterías. De eso se trata, de hacer espacio para la reflexión y en la introspección encontrar respuestas a las cuitas personales y complejidades del cargo. Aparcado el mundanal ruido, en el silencio interior se cuece el alimento cuyos nutrientes son indispensables para acometer con éxito el reto que siempre tenemos enfrente. Nada más humano que el descanso, y en ese interregno, encontrarse con la otra dimensión de la libertad.

Quizás la cotidianidad misma nos ha acostumbrado a la libertad como un concepto político. En el apartado de los derechos, la circunscribimos al ejercicio de la ciudadanía y beneficios derivados de vivir en democracia, delegar el poder del colectivo y expresar sin cortapisas verdades y aspiraciones, críticas e inconformidades. Este domingo, habrá traspaso de mando en nuestro país, derivación de la libertad con que decidimos quiénes nos gobernarían. En El instituto para la sincronización de los relojes, del novelista turco Ahmet Hamdi Tanpinar, he encontrado una de las reflexiones más acabadas sobre la trascendencia de otra libertad, la que descubrimos y recreamos nosotros mismos y que encuentra la aproximación más cercana en las vacaciones.

La libertad que Tanpinar y muchos conocieron cuando niños pertenece a un intangible imposible de encasillar, mas sobrepasa en valor y relevancia esa conquista política que, tal como expresa, se gana y se pierde con facilidad sorprendente porque es inextricable de su antítesis. “...no fue algo que me fue concedido. Fue algo que descubrí por mí mismo un día, una pepita de oro escondida en mis profundidades más recónditas: el gorjeo de un ave en un árbol, la luz del sol jugando en el agua. No hubo vuelta atrás; desde el momento que la descubrí, todo cambió: mi humilde existencia, nuestro humilde hogar, incluso el mundo en que vivíamos. En algún tiempo lo perdería todo. Sin embargo, le debo las cosas más preciadas en mi vida a esa libertad. Ella ha llenado mis días con milagros que ni las miserias de mis años tempranos ni el confort de hoy han podido arrancarme. Me ha enseñado a vivir sin posesiones y sin que me importe el mundo”.

No es casual que ese concepto de la libertad como ventana a un mundo que es solo nuestro y por tanto disfrutamos en toda su totalidad esté asociada con la niñez, la etapa en que aprendemos a comunicarnos con el exterior y con nosotros mismos. Transita esa aprehensión del yo por una inocencia que libra los descubrimientos de la contaminación o tropiezo con la realidad defraudadora que sobrevienen cuando nos percatamos de las flaquezas humanas. No por temprana carece de vitalidad y savia esa brecha por la que se cuelan experiencias sublimes que en unos pocos detalles describe el novelista turco con brillantez y perspicacia. Si asumidos como factores determinantes, habremos aprendido a ser y en la construcción del yo encontrar la paz y el sosiego indisolublemente ligados a la libertad interior.

En el espíritu de las vacaciones subyace el reencuentro con el universo interior, con esas honduras recónditas de que habla Tanpinar. En el paseo en bicicleta o en el trajinar por caminos rurales bastón en mano hay una búsqueda de seguro exitosa. Los grandes reptiles como el cocodrilo, recargan energías cuando emergen del agua y se echan en tierra firme bajo el sol. A otro nivel, obtenemos resultados similares cuando nos dejamos envolver por la naturaleza y en la placidez del paisaje estival, el crepitar de las ramas sobrecargadas desde la primavera y el abandono a la conciencia profunda buscamos el solaz que nos ha robado la rutina.

Sabios los europeos, norteamericanos y cuantos pueblos han incorporado a su cultura ese intervalo en la monotonía del diario vivir. A las cuentas del subdesarrollo habrá que sumar la irrelevancia que nuestro país confiere a las vacaciones, presente en la conducta de todos nuestros gobernantes, desde Trujillo hasta el presente, para quienes los 365 días del año pertenecen a la jornada laboral. Quizás serían mejores, y que me escuchen quienes se estrenarán pronto en el ejercicio del poder, si además de garantizar y ensanchar la libertad política, enseñaran con el ejemplo cómo se cultiva esa otra, la que carga impronta de trascendencia.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.