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Vargas Llosa frente a la tribu

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Vargas Llosa frente a la tribu

Mario Vargas Llosa fue invitado por Hugh Thomas –el famoso historiador británico, autor de uno de los mejores libros sobre la guerra civil española- para cenar con Margaret Thatcher, junto a un pequeño grupo de notables intelectuales. La cena tuvo lugar en la casa de Thomas, en Londres, en uno de los momentos más altos, políticamente hablando, de la entonces primera ministra británica. Era un encuentro para enfrentar, como recuerda el Nobel peruano, a la señora Thatcher con los tigres de la intelectualidad que, en su mayoría, la odiaban a muerte. Entre los asistentes se encontraban Isaiah Berlin, V. S. Naipul, Anthony Powell, Philip Larkin y el dramaturgo Tom Stoppard, entre otras celebridades.

La señora Thatcher respondió con propiedad todas las preguntas de los intelectuales, en un ambiente donde, como recuerda el autor, “la delicadeza y buenas formas de la cortesía británica disimulaban apenas una recóndita pugnacidad”. Tenía buena memoria, hablaba con claridad y no se intimidaba ante los dominadores de la intelligentsia que tenía al frente. En un momento, preguntó a Vargas Llosa dónde vivía en Londres, y cuando le dijo que en Montpelier Walk, ella le recordó que él era vecino de Arthur Koestler, el célebre novelista y ensayista judío-húngaro que había escrito “El cero y el infinito”.

Los intelectuales salieron impresionados con la primera mujer que conducía los destinos del Reino Unido y la que por más años permaneció en el cargo, de 1979 a 1990. “No hay nada de qué avergonzarse”, dijo Isaiah Berlin cuando la primera ministra partió del encuentro. Y Vargas Llosa concluiría que había “mucho para sentirse orgulloso de tener una gobernante de este temple, cultura y convicciones”. Esa noche, ella había ganado la guerra a los barones del pensamiento crítico.

Algo distinto fue la cena, esta vez con una mayor cantidad de comensales, a la que Mario fue invitado en la Casa Blanca en los años de Ronald Reagan. El escritor apenas pudo cruzar palabras con el gobernante norteamericano, por cierto sólo para formularle una pregunta sumamente intrigante. ¿Por qué teniendo Estados Unidos –le cuestionó– escritores como Faulkner, Hemingway o Dos Passos, usted siempre cita a Louis L’Amour como su novelista favorito? L’Amour era un escritor cowboy de Dakota, un novelista de vaqueradas. Reagan le contestó nerviosamente, aunque sin satisfacer ni convencer la curiosidad de Mario: “Bueno, él ha descrito muy bien algo nuestro, la vida de los vaqueros del Oeste”. Y ahí concluyó la conversación. Empero, ambos, la Thatcher y el presidente Reagan, terminarían convirtiendo a Vargas Llosa en un liberal, aun cuando los dos poseían un talante conservador y reaccionario, pero también, al juicio del escritor, “prestaron un gran servicio a la cultura de la libertad”.

Vargas Llosa venía entonces ya de sobrevivir a una serie de desencantos. La revolución cubana, a la que tanto defendió, ya no figuraba en su presupuesto de simpatías, desde el caso Padilla; había comenzado a abandonar a los escritores marxistas, cuyos argumentos teóricos terminó combatiendo; Althusser, por ejemplo, ya no era un referente ético: había enloquecido y asesinado a su mujer; Sartre le había decepcionado y la URSS comenzaba a hacer aguas. Toda la utopía estaba marchitándose a paso rápido. Aunque escritores como Albert Camus, George Orwell y Arthur Koestler le habían mostrado en sus libros valores que les resultaban atractivos para creer en la democracia después de haberse hartado de tanto marxismo y existencialismo sartreano, la lectura y, en algunos casos, el contacto directo con siete grandes pensadores, modificaron para siempre su conducta intelectual, cultural y política. Esas lecturas les permitieron comprender al escritor que había notables diferencias entre ser liberal y conservador, que el liberalismo había sido vilipendiado a lo largo de la historia y que “la doctrina liberal ha representado desde sus orígenes las formas más avanzadas de la cultura democrática y es la que ha hecho progresar más en las sociedades libres los derechos humanos, la libertad de expresión, los derechos de las minorías sexuales, religiosas y políticas, la defensa del medio ambiente y la participación del ciudadano común y corriente en la vida pública”.

Con Adam Smith (“La teoría de los sentimientos morales”; “La riqueza de las naciones”) supo que “los grandes enemigos del mercado libre son los privilegios, el monopolio, los subsidios, los controles, las prohibiciones”. Smith es el más viejo de este grupo de quien Vargas Llosa recuerda que ha circulado la idea errónea de que era economista, cuando en verdad él se consideró siempre como un moralista y un filósofo. A Ortega y Gasset (“La rebelión de las masas”; “La deshumanización del arte”), a quien reivindica luego de haber estado “arrumbado injustamente en el desván de las antiguallas”, lo estima como el pensador que marcó los rasgos claves de la vida moderna, lo eleva por ser uno de los pocos intelectuales españoles de su tiempo en interesarse por América Latina, valora la transparencia de su discurso y recoge como profecías su aseveración de que la masificación de la cultura traería consigo “el abaratamiento y la vulgarización, el reemplazo del producto artístico genuino por su caricatura o versión estereotipada y mecánica, y por una marejada de mal gusto, chabacanería y estupidez”. De Friedrich Augusto von Hayek (“Derecho, legislación y libertad”; “La fatal arrogancia”), a quien conoció en Lima en 1979, considera que tuvo uno de los pensamientos más revolucionarios de su tiempo, que sus libros se constituyeron en “grandes alegatos a favor de la libertad en el siglo XX y que su obra contribuyó de manera decisiva “a dar al liberalismo un contenido muy claro y fijarle unas fronteras muy precisas”. De Sir Karl Popper “(La sociedad abierta y sus enemigos”), enemigo de Roland Barthes (de este considera que un escritor menor y ya fuera de órbita), escribe una de las semblanzas más profundas y cálidas de todo los componentes del grupo. Es uno de sus dioses mayores en la construcción de su pensamiento liberal. Con elegancia y pasión por tan intrincada personalidad, Vargas Llosa desarrolla las tesis tal vez centrales de Popper. Una: el componente ficticio –imaginario o literario–en la historia es tan inevitable como necesario. Dos: la verdad no se descubre; se va descubriendo y este proceso no tiene fin. Tres: la historia no tiene orden, lógica, sentido y mucho menos una dirección racional. A la historia la organizan los historiadores. Raymond Aron (“El opio de los intelectuales”; “Las aventuras de la dialéctica”) –“un hombre bajito y narigón, de orejas grandes, ojos azules y mirada melancólica”– es el intelectual que enfrenta a los pensadores radicales de izquierda, el impugnador casi solitario de las teorías marxistas y existencialistas, y al mismo tiempo el “intelectual desapasionado, de inteligencia penetrante aunque sin brillo... capaz de reflexionar serenamente sobre los temas más candentes y comentar la actualidad con lucidez”, dispuesto incluso a meter la pata sin importarle, contrario a Sartre que tanto temía a sus errores, que fueron muchos. Con el pensamiento de Sir Isaiah Berlin –el filósofo discreto– (“Cuatro ensayos sobre la libertad”; “Reunión”) llega a Vargas Llosa otro de los hombres que frena la llamada de la tribu por su defensa de la tolerancia, del pluralismo, de la diversidad política y por su odio a los fanáticos de cualquier pelaje. Y de Jean-Francois Revel (“¿Para qué los filósofos?”; “El conocimiento inútil”), a quien señala como el contribuyente mayor en Francia en el campo de las ideas, por encima de estructuralistas, desconstruccionistas y nuevos filósofos, le sorprende la exactitud de sus referencias a América Latina –entre ellas República Dominicana– y su tesis más famosa de que “no es la verdad sino la mentira la fuerza que mueve a la sociedad de nuestro tiempo”.

Vargas Llosa disecciona los atributos personales, las fortalezas y debilidades de cada uno de los hombres que construyeron su biografía intelectual y política a través de sus obras más reconocidas. Su libro más reciente, cuando ya cuenta 82 años, es una obra de una lucidez encantadora, de una prosa perfecta y cautivante. Una declaración de principios sobre su conversión al liberalismo con todas sus consecuencias. Y, sobre todo, la valoración sin concesiones fanáticas a pensamientos que lo condujeron a defender la libertad de expresión y el imperio de la democracia, ejercicio que ha caracterizado contra todo obstáculo su cuerpo de ideas frente a los clamores de la tribu que zarandea sus juicios y su frontal denuncia de toda acción que se contraponga a sus firmes convicciones.

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