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Veinte años de un milenio de alertas

Una avalancha de sucesos estaba dejando atrás al siglo veinte, cambalache. El Efecto 2000 parecía más bien una festividad que un mal signo.

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Veinte años de un milenio de alertas

La gente no hizo caso a las predicciones. La confusión creada por guruses, adivinos y quirománticos no produjo más que la natural propensión al juicio cascabelero, al comento agorero, al chisme ferretero. Que si se detendrían los relojes. Que si los ordenadores se fastidiarían de golpe. Que si los cielos se teñirían de gris. Que si la nueva era pariría un corazón.

Parió un reggaetón. La era parió un reggaetón. Entre fuegos de artificio, parrandas innombrables, el insólito regocijo de lo novedoso y la diversión conmemorativa, celebraríamos la efeméride de la eternidad. Ni a los prónosticos ni al hecho cierto de que el milenio no terminaba allí, en aquella medianoche de 1999, sino al año siguiente, la gente puso el menor de los casos. Era el 2000 y el número redondo era una boleta de primera fila para el festejo, una cédula de identidad para marcar nuevos derrumbaderos. Entre brugales desmedidos, merengazos sin remedio, abrazos a granel, ternuras insospechadas, sangre quemante que invitaba al amor o al deshielo. Y en la tarima, María Elena y el fusón del Bacán sonero de la Familia André.

A esa hora, ya habían entrado las señales de lo que vendría después. Pero, no ingresamos de inmediato esas huellas en nuestros registros. Hacía poco tiempo que habían muerto algunos fetiches adorados. Maradona, por ejemplo. Las utopías comenzaban su caída en pendiente. Marx estaba en desbandada. El reflujo revolucionario era patente desde hacía rato. Hugo Chávez instalaba su república bolivariana. Michael Jordan se jubilaba. Los mass media era un término en desuso. La globalización, sin temor a las consecuencias, era un hecho irreversible y sólo la semántica la modificaría un poco (Dejó de utilizarse lo de “mundialización” y “macdonalización”). El Windows 98 era una nueva prueba fallida de Microsoft. El beeper comenzaba a ser instrumento de viento. El mejor futbolista del mundo era entonces Rivaldo. Carlos Santana inauguraba las colaboraciones disqueras con artistas de más arriba para sobrevivir al vendaval del tiempo (Hoy es casi tarea –o tara– imprescindible para sostenerse). Brityney Spears y Christina Aguilera andaban ya rondando la esquina. Jennifer López hacía sus primeras apariciones en pantalla. Madonna era la gran señora del huracán pop. Los videojuegos iniciaban su trayecto sin fin. Super Smash Bros y Mario arrasaban en el Nintendo. Se estrenaba la saga de Star Wars. Existía ABBA y los Backstreet Boys y Eminen. Y todavía floreaban Roberto Carlos y Rocío Durcal. Y Sabina estrenaba sus 19 días y 500 noches. Aventura estaba pariendo la bachata roja con desenfado que aún puntea, después que Juan Luis la había vestido de rosa con galanura. Günter Grass estaba de moda en las letras. Y el euro apenas estaba comenzando su recorrido.

Una avalancha de sucesos estaba dejando atrás al siglo veinte, cambalache. El Efecto 2000 parecía más bien una festividad que un mal signo. Era de color blanco, por poco tiempo, nuestro palacio de gobierno. Y los tres líderes que marcaron los últimos cincuenta años de vida política en la geografía criolla comenzaban su declive humano. Pero, comenzarían a declinar muchos inventos portátiles que se fueron yendo con la misma presteza con que llegaron. Iba a ser uno de los grandes signos de la nueva época que se estrenaba. El siglo veintiuno había llegado. En poco tiempo, sin apertrecharnos debidamente, comenzarían a despedirse muchos artefactos, eventos, ritmos, artistas, canciones y estrellas deportivas que hoy apenas recordamos. Con el corazón partío, la nueva era se aproximaba vigorosa y sutil a nuestros linderos. Hacía unos pocos años que intentaba colarse en los desvaríos sentimentales de una juventud intrépida que estaba dispuesta a jugarse la faja con sus locos devaneos (El juicio es del integrante de una generación que se trepanó los sesos con el universo rockero de los sesenta hasta que Led Zeppelin cerró la válvula de escape y escurrimos el dengue entre Imagine, Pink Floyd y demás yerbas aromáticas, hasta más o menos la Madonna que heredó las satánicas majestades de los Rolling Stones). Fue, entonces, cuando llegó el reggaetón que cuentan que nació en Panamá hasta que Vico C, con su vocecita de granjero en cuenca la popularizó en Puerto Rico. Fusión del reggae, legado de Jamaica, y del hip hop yanqui, se fue adentrando y desquiciando altares hasta que la era, que ahora cuenta veinte años, formalizó el parto y su investidura. El resto es historia que aún se sigue contando, y emblemas rotos y cadencias desvanecidas y sueños de alquitrán en un sonajero de barrio.

Pero, entre todos los cambios desapacibles, ha sobrevivido el libro y sus alquimias. Pronosticaron su muerte. Colocaron arietes a su vigencia. Intentaron cercenar su historia. Algunos, no sé si cuantificaron la eficacia, se hicieron lectores digitales. Otros, construyeron un mix. Unos más, ni lo intentamos. Seguimos aquí, entre lo físico, lo real, lo apetecible, el lomo y la cubierta, el olor de la guayaba y el color de la siembra. El diario El País, de España, hizo una consulta entre jóvenes y mayores –entre millenials, generaciones Y, G y X, y algunos sin letra alguna por delante o detrás- para determinar los 21 libros mejores de los veinte años que cumple el siglo XXI, casi sin percatarnos de este aniversario que va reduciendo la cuenta del milenio que recibimos con tanto alborozo dos décadas atrás, casi nada.

Se escogieron novelas, ensayos, poesía, autobiografías, memorias, autoficciones, relatos, historia, reportajes periodísticos con tintes literarios de alta gama y hasta cómic. La selección fue la siguiente: “2666” de Roberto Bolaños; “El año del pensamiento mágico” de Joan Didion; “Austerlitz” de W. G. Sebald; “La belleza del marido” de Anne Carson; “La fiesta del chivo” de Mario Vargas Llosa; “Expiación” de Ian McEwan; “Limónov” de Emmanuel Carrére; “Tu rostro mañana” de Javier Marías (trilogía); “Borges” de Adolfo Bioy Casares; “Verano” de J. M. Coetzee; “Mi lucha”, en seis tomos, de Karl Ove Knausgard; “La carretera” de Cormac McCarthy; “Crematorio” de Rafael Chirbes; “Dientes blancos” de Zadie Smith; “Manual para mujeres de la limpieza” de Lucia Berlin; “Zurita” de Raúl Zurita; “Postguerra” de Tony Jundt; “Soldados de Salamina” de Javier Cercas; “Persépolis” de Marjane Satrapí (este es el cómic); “El fin del Homo Sovieticus” de Svetlana Aleksiévich; y, “La liebre con ojos de ámbar” de Edmund de Waal. Una selección es, siempre, elección personal de gusto y derroche. El libro que se degusta y queda. La letra que nos sonroja y nos hace palidecer, al mismo tiempo. La bronca manera de decir cuáles deidades van al parnaso y cuáles páginas enternecieron o hicieron vibrar nuestros instintos. Es una oferta. Los leídos, leídos están. No pocos son “peñones” difíciles de abordar de nuevo o, tal vez, ni siquiera seguros de haber concluido sus lecturas. Otros son riesgos a asumir (Por cierto, los osados consultores de la lista de los 21 del 21 que cumple 20, hicieron la tarea de llegar hasta los 100 mejores libros, aunque esa no fue la encomienda. Por ahí quedó entre esta centena Junot Díaz, su historia wao de Óscar y su maravillosa vida breve. Algo es algo en lo que nos concierne).

Hay que parir un corazón entre libros. Tal vez sea la única manera de sobrevivir al vertiginoso tren de las nuevas apuestas de vida, constantemente renovadas. Este es y habrá de seguir siendo un milenio de alertas.

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  • Libros

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.