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Volutas de humo

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Volutas de humo
Cigarrillos Raleigh

En el Diario de Colón se lee que en la primera expedición de reconocimiento por el interior de Cuba, se encontró "mucha gente que atravesaba a sus pueblos, mujeres y hombres, con un tizón en la mano y yerbas para tomar sus sahumerios que acostumbraban", aludiéndose a la práctica de los indios de fumar túbanos. Fray Bartolomé de las Casas refiere en su Historia de las Indias que los aborígenes de La Española llamaban tabaco a "estos mosquetones", habiéndose extendido entre los españoles el hábito de fumarlos. A tal grado, que al ser reprendidos por este vicio, respondían dependientes que no "estaba en sus manos dejarlo", lo cual hizo exclamar al sacerdote: "no sé que sabor o provecho hallaban en ello".

En Historia del Mondo Novo (1572) Girolamo Benzoni resalta la importancia de la planta y su uso por parte de los indios: "En esta isla, como en algunas otras provincias de estos nuevos países, hay unos arbustos no muy altos, parecidos a cañas, que producen una hoja como la del nogal, pero de tamaño algo mayor, que es tenida en grandísima consideración por los habitantes, y es también muy apreciada por los esclavos que los españoles han traído de Etiopía. Al llegar la temporada los naturales recogen esas hojas y atadas en manojos las cuelgan encima del lugar donde hacen fuego, hasta que estén bien secas; cuando las quieren utilizar toman una hoja de espiga de su trigo, le ponen adentro una de las otras, las enrollan juntas en forma de cañón y luego por un lado les dan fuego, y teniendo la otra parte en la boca, aspiran el aire hacia ellos, de manera que aquel humo les va a la boca, a la garganta y a la cabeza. Lo soportan lo más que pueden puesto que les da placer."

Para los aztecas el tabaco -que tenía múltiples usos medicinales y rituales- se hallaba asociado a Tlaloc, divinidad de la lluvia, quien al echar bocanadas de humo formaba las nubes, de donde se originaba la lluvia. Chac, el dios maya de la lluvia, fumaba para provocar la precipitación del agua. Para las etnias aborígenes norteamericanas fumar o quemar hojas de tabaco, era parte de sus ritos ceremoniales.

Desde que se produjo su hallazgo por parte de los europeos, el tabaco, ya en forma de delicado rapé para inhalar, de sesuda picadura de pipa, de estilizado cigarrillo, de andullo amargo para mascar o de un elegante habano, ha recorrido un ciclo de más de 500 años. Hoy, bajo la envoltura de cigarro, enloquece al mundo, particularmente a jóvenes de clase alta y bellas mujeres, seducidos por este nuevo símbolo de estatus, parte importante del estilo de vida gourmet. Afortunadamente, en esta reciente historia los dominicanos tenemos mucho que contar. Aventajados por las restricciones impuestas al habano cubano en el mercado norteamericano, hemos desarrollado nuestra propia ruta, conquistando netamente las preferencias de los fumadores, como lo muestran las exportaciones.

Napoleón aspiraba rapé y fumaba puros. Lincoln prefería las rústicas pipas de mazorca de maíz y de barro para disfrutar la picadura de tabaco de Virginia, que también mascaba con deleite. Stalin, Roosevelt y Churchill -los tres líderes aliados que libraron la II Guerra Mundial contra el Eje- tenían claras predilecciones sobre la forma de aspirar la Nicotiana tabacum: en pipa, cigarrillo y puro, respectivamente. A tal grado era la afición del primer ministro británico por los habanos, que se contentaba en decir: "siempre tengo a Cuba en mis labios". En su honor se identifican por su nombre los enormes túbanos que fumaba hasta en la cama, como una verdadera extensión de su lengua.

Fidel Castro, desde que bajó de Sierra Maestra, lo hizo con un tabaco en la boca -como reza el Papá Bocó de Sánchez Acosta. Sus maratónicos discursos en la Plaza de la Revolución han servido no sólo para embrujar con su retórica desbordante a las masas cubanas y latinoamericanas que lo identificaron como un símbolo de liberación, sino también para promover mundialmente los efectos tonificantes que produce un buen cigarro. El Che Guevara -otro empedernido fumador a pesar del asma crónica que siempre le acompañó- nos dice en su Manual de Guerra de Guerrillas, "que un complemento habitual y sumamente importante en la vida del guerrillero, es la fuma."

Entre escritores fumar ha sido estímulo fundamental. Para Víctor Hugo el tabaco "convierte el pensamiento en ensueño". Lord Byron -cuya poesía y estilo de vida generaron imitadores en el mundo, incluido el nuestro que tuvo el suyo en el poeta Pellerano Castro-, concluye imperativo su poema Sublima Tobacco: "Déme un tabaco." Thomas Mann decía que "un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento". Hemingway -trotamundos, bebedor de whisky y aventurero- era un apasionado del cigarro. Kipling, autor de El Libro de la Selva, plantea en su poema Los prometidos una rotunda preferencia por el cigarro: "Pero Maggie me ha escrito diciéndome que elija/y yo no sé qué hacer con mi sortija./ Hay que escoger entre el amor que llora/ o Nicotina, dama encantadora…/ No sé. Venga un Habano que aclare mi cabeza.../A ver, un buen Habano de la caja aromosa/ porque no quiero a Maggie por esposa."

Carlyle iba más lejos, recomendando que se incorporara la práctica de fumar en las sesiones del Parlamento británico: "Si tan sabia práctica se introdujera, habría, junto a un mínimum de discursos, la apacible y estimulante influencia del humo del tabaco."

En mi caso, fumé hasta que pude -nunca de manera compulsiva, siempre en plano placentero-, hasta que mis bronquios asmáticos lo permitieron. Primero fue el cigarrillo experimental, el rito de iniciación adolescente con el Hollywood de moda de la Tabacalera. Luego vino la sugestión del Cremas proletario y bohemio a la vez, hecho con aromático tabaco negro de nuestras vegas cibaeñas. Una fragancia de campo adentro, exquisita y envolvente. Cigarrillo de pobre que dominaba en los colmados de barrio, en las paleteras de calles, plazas, cines, estadios y cabarets. Más tarde aprecié el glamur de los importados al acompañar a mi tío Toño (Dr. Pedro Antonio Pichardo Sardá) a la inspección sanitaria de los barcos de carga y pasajeros que arribaban a puertos dominicanos. En cuyo ritual figuraba un encuentro con la oficialidad del barco, con brindis de cerveza y obsequio de cartones de cigarrillos provenientes de sus bodegas.

Así aparecieron ante mis ojos las marcas de la J. Reynolds Tobacco: Winston, Salem, Pall Mall, Kool y Camel -una pequeña cajetilla de papel estampado con el camello en primer plano, las pirámides y palmeras de fondo-, mi favorito por su delicioso perfume fruto de la mezcla de tabaco turco con hojas rubias de Virginia. Las de Philip Morris, Chesterfield, Marlboro -con su simbología mercadológica oliente a praderas ganaderas, faena ruda de cowboy y trepidar de caballos salvajes-, L&M y Parliament. También Raleigh, Lucky Strike, Newport, marcas populares. Cuando al iniciar los 60 recorrí en autobús de la Greyhound los estados sureños de la costa Este americana, descubrí el origen de muchos de esos nombres en la toponimia de la ruta tabacalera.

Tras la muerte de Trujillo llegaron los exiliados. Corpito Pérez Cabral -quien impartía unas charlas vespertinas a las que acudíamos los jóvenes sedientos de conocimientos políticos, en el local del Partido Nacionalista Revolucionario, en El Conde efervescente- vestido con corbata de lacito, ya en traje formal o en chacabana blanca, desplegaba con estudiada gestualidad una pipa reflexiva, al estilo de Harold Wilson, el primer ministro laborista inglés. Entre cláusulas de dialéctica marxista, las volutas de humo remontaban vuelo formando anillos que incitaban al ensueño libertario. En remate oratorio, el profesor Dato Pagán Perdomo, cuyas modulaciones graves contrastaban con el timbre atiplado de Corpito, encendía el fervor revolucionario de la muchachada, asistido en la tarea por un Cremas proletario. Casi hacía gárgaras cuando articulaba la palabra pueblo, prolongando la resonancia de sus fonemas a la manera kilométrica de José José. Era la forma datiana de inflar la jerarquía protagónica de este actor, agigantándolo en las enfebrecidas mentes del auditorio.

Juan Bosch fumaba Cremas y se dejaba fotografiar con una media bata en el local del PRD o en chaqueta a cuadros. De trato afable, el accionar del cigarrillo coloquial insuflaba fuerza a sus argumentos. Manolo Tavárez, elegante y buenmozo, vestido impecable, con sus gafas oscuras que le daban cierto toque de misterio, desplegaba su indudable carisma asistido por un cigarrillo -como otros dirigentes políticos de su generación.

Jimenes Grullón -uniformado con una bien planchada chacabana de hilo fino y corbata de lacito- encendía apasionado su tabaco Aurora, dando énfasis en cada bocanada a su convincente discurso. Gestualidad dramática sincronizada, verba elocuente y coherente, el intelectual socialdemócrata descendiente de presidentes estimulaba sin proponérselo el consumo de cigarros, que portaba siempre en uno de sus bolsillos superiores, cual si fuere cartuchera bien provista. A él debí la afición temprana por el habano, que mi madre Fefita resentía con razón, al inundar con su vaho el hábitat doméstico. Un hábito que llevé a Chile y que deslumbraba a los compañeros de universidad, seducidos por el encanto de un aromático Aurora.

Al caer la tiranía vino la competencia. La CAT ofertaba, junto a Hollywood y Cremas, Montecarlo, Hilton, Constanza mentolado y Casino con filtro. E León Jimenes armó su artillería: Premier, Nacional, Sublime, Apolo y Aurora -un excelente pectoral con filtro en empaque café y oro-, además Marlboro, al asociarse con Philip Morris. En el Cono Sur recibía envíos familiares con cigarros Aurora y cigarrillos Apolo y Aurora, que alternaba con Tabacales uruguayos o Gitanes y Gauloises franceses.

Sara Montiel relanzó en El último cuplé un viejo tango que proclama desenfadado que "fumar es un placer/ genial, sensual." Apelando al "humo embriagador" que disfrutó Rafael Herrera, el poeta Mir. Y todavía embriaga a Pedritín.