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Wilfrido, drama, creación y genio

Teníamos cuarenta años sin vernos. Parece que fue ayer. Habíamos hablado varias veces por teléfono sobre el libro que se le editaría en Colombia, país que adoptó como segunda patria desde hace muchos años, y donde sigue siendo un ídolo.

Había estado como parte de su staff durante poco más de un año en sus tiempos de mayor esplendor, cuando su música creaba derroteros nuevos al merengue y el sonido de su orquesta era, sencillamente, sin precedentes en la historia musical del país. Conocí entonces al creativo constante, al poseedor de una dinámica de pensamiento –en el orden musical y particular– torrencial, en ocasiones inalcanzable, innovador y de un sentido de la racionalidad muy por encima del promedio. Una mente encendida, siempre. Fui testigo entonces de cómo armaba sus producciones musicales, de la herencia –aportes esenciales en su carrera– de su padre, de sus extraños horarios para consultar sobre la letra de una composición a punto de entrar al estudio de grabación, de empeños en solidificar su estrellato, entonces en pleno auge.

Tenía sentido de la amistad y de la solidaridad. Hizo fama en aquellos tiempos –oh, cómo ha pasado, cómo se ha ido– la serenata que le solicité para una muchacha de mi pueblo que me parecía inalcanzable, y de quien no lograba, siquiera, intentar un acercamiento. No fue una serenata cualquiera. Mi madre preparó un sancocho a los viajeros que llegaron de Santo Domingo –Domingo Bautista, al frente– y, de pronto, quedé impresionado de la calidad de la tropa de trovadores: Sandy Reyes y Omar Franco, que entonces estaban en la cima de su popularidad, un hijo de un general de la época, que estudiaba medicina pero que a su vez era un guitarrista clásico, dos violinistas de la Sinfónica, y la Sinfónica misma en la armónica, en la guitarra y en la múltiple búsqueda de sonoridad, ritmo y acoplamiento del genio. En un momento de la noche, mientras esperábamos en el patio de mi casa solariega –ambiente festivo, enjambre de temas frente a una luna espléndida que recuerdo aún vivamente– la hora precisa para partir hacia la casa de la muchacha, el genio pidió ir a mi habitación sólo con Sandy Reyes, y sentado en mi cama compuso una canción de hermosos matices y de un ritmo vibrante, letra que la noche encumbró en su querencia, dedicada especialmente a la novia pretendida. Nunca la grabó, tal vez porque era muy personal, pero yo la recuerdo todavía – ¡cómo no!– intacta, y él llegó a interpretarla un par de veces en su programa del mediodía dominical que fue hechura primigenia de Joseph Cáceres, continuada por Freddy Ginebra, a quien yo sustituí junto a Domingo Bautista. En fin, que la muchacha, que siempre negó haber escuchado aquella serenata al pie de su ventana, es, desde hace casi treinta y ocho años, la madre de mis tres hijos y la abuela feliz de mis cinco nietos.

Volvimos a encontrarnos, pues. Pasado el mediodía, el Mesón de la Cava nos sirvió de guarida a los tres mosqueteros de aquella jornada musical del último cuarto del decenio de los setenta. Domingo, obvio, armador del festín, él y yo. El torrente creador había crecido cuando yo entendía que debía estar envejeciendo. Seguía siendo el mismo temperamento tórrido, mezcla de delirios y espectacularidad bien entendida. Sorprendente y sorpresivo. Hechizante, embriagador –marea–, un enredo de pasiones, sueños, añoranzas y desafíos. Wilfrido Vargas ha vivido siempre para el desafío. Allí estaba. Recordando momentos de la época, retorciéndose en sus pesadillas de antaño y hogaño, impaciente. Me pareció que en estas cuatro décadas sin vernos no se había tomado ni un minuto de descanso. Sí, seguía siendo torrencial, casi imposible de cogerle la seña y armar el juego. Nunca resultó fácil seguirle la corriente. Era, es, inalcanzable. Los genios tienen diferentes medidas para apabullarnos.

Me habló de su primer libro, de su contenido, y de los otros libros que, tal vez, habrán de seguirle porque material tiene para varios. Supe entonces que no conocí todo sobre su vida y sobre la historia de Los Beduinos y de su jeque mayor. Que me faltaron capítulos por leer, vías a las cuales ingresar. No habló nunca de su gran secreto, el que nos desvela en el libro que, al fin, llegó a nuestras manos, menos de un año después de aquel encuentro pasado el meridiano en el Mesón de la Cava. Faltaba el capítulo principal que, como la Rayuela de Cortázar, se puede leer al principio o al final, al derecho o al revés. O todo lo contrario. Aquel diluvio, aquella atalaya de creación, sufría desde su nacimiento la vida de una ardiente tempestad (dirán que exagero, y tal vez sea así, pero pensé en Van Gogh, en Dalí, en Umbral, en tantos): sufría de un déficit de atención (se equivocaron los facultativos, debió ser de un exceso), de ansiedad, depresión, altas y bajas, fusas y semifusas, que lo llevaban constantemente del escenario al sicoanalista (“Nací con los más exagerados síntomas de déficit de atención, nunca entendí nada sobre nada. Ni en la casa, ni en la escuela, ni en la calle... Así nací, así crecí y así he llegado a los setenta años: sin saber la dirección exacta de dónde vivo, ni mis números telefónicos”). Ahora comprendemos tantas cosas, sólo ahora. Convivimos con un genio que para serlo por completo, debía padecer trastornos sicológicos.

Su primer libro es una caja de sorpresas (el clisé aguanta hasta donde debe). Un elepé de valientes producciones. Un horizonte con lunas y toros en su superficie. Hay que tener mucha valentía para comunicar “tan espontánea y abiertamente” que ha padecido de un trastorno el hombre divertido que ha sido por casi cinco décadas Wilfrido Vargas. El mismo que nos confiesa –no en el libro, sino en el encuentro aludido– que nunca ha leído un libro completo y que ignora lo que escribieron las grandes firmas de la novela, el cuento o el ensayo universal. Por suerte, dice ahora haber leído el libro de una amiga mientras esperaba tomar un avión en el aeropuerto. El primer libro, como el primer millón –conforme la visión de Bacilos– es para tener línea directa al cielo de tantas estrellas y para comprar una casa grande en donde quepa el corazón.

Infancia, alucinaciones. Fifi como trompetista bisoño de la banda musical de Altamira, ansiedades. El hombre que, en su mocedad, descubre que “la pobreza es una tabla que se puede romper cuando uno pisa con fuerza y valentía”, bipolaridad. Papá Monzón en su antitrujillismo. La cáscara de huevo donde vio surgir sus varias muertes emocionales. El ser humano ameno, alegre, que disfruta de la vida y que, por tanto tiempo, ocultó su drama, el cual colocó barreras a muchos de sus objetivos. Sus resurrecciones, en medio de la hostilidad mental. Sus anécdotas, sus experiencias profesionales, la historia de sus éxitos, sus cómplices y benefactores, sus hijos, el conquistador y el padre, su inolvidable primer gran amor (una dama de inolvidable recuerdo, Austria, a cuya casa Domingo y yo llegamos tantas veces al mediodía para gozarnos su buena cocina), el hombre extrovertido que de pronto se apaga y se convierte en huraño, el músico entrañable que se dio cuenta “después de cientos de fiestas y celebraciones, de camerinos y premios” que la felicidad “no tiene que ver con la euforia, el frenesí, el éxtasis o la celebración”.

Todo Wilfrido está aquí en su primer libro. ¿Todo? Tal vez todavía falten algunos capítulos a esta historia. Por lo menos, ya sabemos que leyó su primer libro completo y que, además, publicó el primero de su autoría. Podemos pedirle, incluso, consejos, y mirar en su espejo lo que le está pasando. Dejamos cuatro décadas sin vernos. Es demasiado. Pero, nunca dejó de ser un torrente, un caudal de la amistad sincera. Me lo confirma el libro que alguien dejó en la puerta de mi casa con esta dedicatoria: “José Rafael Lantigua: te juro que no sé qué decirte. Solo que en estas páginas descubrirás a un ser humano que ama y que te ama. Wilfrido” [Zouk la sé sél médikaman nou ni...]

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.