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Corrupción

Nuestra sociedad actual padece un síndrome disociativo

Nuestra sociedad actual padece un síndrome disociativo: es inflexible –hasta aplicar el castigo del ostracismo– con actitudes y opiniones que se apartan de un supuesto pensamiento aceptado; al mismo tiempo, quizás por temor a ser considerada dictadura del pensamiento único, flexibiliza algunos juicios morales. En este grupo, se encuentran los referentes a las acciones que son causa voluntaria de la corrupción de uno mismo y del entorno social. ¿No deberían ser juzgados con mayor rigor, incluso como lacra social?

Podría sugerirse, en su contra, que existiera una causa intrínseca que hace al hombre corrupto. Unos podrían afirmar que está manchado por una primera caída. Otros que un detonante de la corrupción fuera el lenguaje, sutil y difuso, que permite alterar los significados y provoca engaños. Si existiera semejante relación entre el pecado original, la estructura del lenguaje o cualquier otra alternativa, y el fenómeno de la corrupción, ésta sería inseparable de la naturaleza humana. La legislación podría penalizarla, pero nunca podría ser juzgada moralmente ni ser reconocida como lacra social.

Una segunda argumentación podría plantear la hipótesis de que la corrupción radicase en las instituciones. ¿Es el hecho de existir, por ejemplo, la propiedad privada o la estructura de Estado lo que provoca la corrupción? En este caso tampoco sería lícito el juicio moral del individuo y, además, cualquier acción positiva sería cínica, incluso ilegítima.

No resulta una sorpresa comprobar que entre los que afirman que “en el fondo todos somos corruptos y lo único que nos distingue es si hemos tenido la ocasión” y los que se escudan en las instituciones, hay un punto en común: los dos descargan de responsabilidad al individuo. Afirmando una naturaleza humana o unas instituciones como prisión de la que es imposible liberarse, lo que niegan es la capacidad del individuo para desarrollar una personalidad propia que identifique su vida.

Estos planteamientos son un ejemplo de las dificultades a las que se enfrenta el individuo dentro de nuestra sociedad disociativa. La existencia, amparada en la educación, nos debería permitir eliminar las trampas del lenguaje, anular los pecados originales y zafarnos de las instituciones invasivas. Sin embargo, cada vez es más raro que sea así. No se trata de partidos, clases, universidades o ideologías; se trata de que el rechazo moral de la corrupción sólo es posible en una sociedad capaz de universalizar un yo responsable ante su propia corrupción.

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