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El corazón inquieto del Brasil de Bolsonaro

Los ánimos andan soliviantados en Brasil con la celebración del bicentenario de la independencia

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El corazón inquieto del Brasil de Bolsonaro
De izquierda a derecha: Doña Leopoldina, Don Pedro I y su amante Domitilia de Castro do Canto e Mello. (FUENTE EXTERNA)

Los ánimos andan soliviantados en Brasil. La celebración el 7 de septiembre del bicentenario de la independencia del país fue convertida por el presidente Jail Messias Bolsonaro en todo un acto electoral, haciendo aún más bronca la campaña de las presidenciales del 2 de octubre. En busca de atraerse el apoyo de los sectores más conservadores, ha usado hasta un corazón embalsamado hace casi dos siglos, el del primer emperador del país, Pedro de Braganza (1798-1834). Y es que el órgano, lo único cordial en el país sudamericano en estos días, es un mito que sigue levantando pasiones, en parte, por la legendaria promiscuidad con que el monarca lo administró en vida.

Se temía desde que se anunció el préstamo temporal del corazón del emperador del Brasil como estrella del Bicentenario. El presidente no iba a dejar pasar la oportunidad de explotarlo a su favor, como un hito clave en la carrera por su reelección. Así, a veinticinco días de los comicios, se prodigó, por un lado, en baños de multitudes, en los que no dudó en presentar la votación como una lucha entre sus partidarios (los patriotas), y los izquierdistas de Luiz Inazio Lula da Silva (antipatriotas), «el bien y el mal». Por otra parte, cultivando su faceta de estadista, agasajando en torno al corazón del emperador, en el Palacio de Itamaray, en Brasilia, al presidente de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa, y otros mandatarios de países de habla portuguesa.

La presencia del órgano embalsamado se ha interpretado, fundamentalmente, como un guiño a los militares y a la retórica más patriotera, un revival de hace cincuenta años, cuando la dictadura militar que regía Brasil desde 1964 se empeñó en apuntalar su legitimidad y su nacionalismo anticomunista celebrando por todo lo alto el ciento cincuenta aniversario de la independencia. Para ello, lograron que el Portugal de otro sátrapa, Marcelo Caetano, cediese a su antigua colonia el cadáver de Pedro I de Brasil y IV de Portugal y Algarves (1798-1834) para recorrer con él el país de cabo a rabo durante todo 1972 antes de darle sepultura en Sao Paulo.

La escritora y editora Joana Monteleone, directora del documental O Corpo do Imperador (2014), enmarca aquellos fastos en «la ola ufanista [engreída] que mandó a los descontentos a abandonar el país», al grito de «Brasil, ámalo o déjalo». El régimen buscaba reforzar el campanudo ego de los militares, como «fuerza motriz del país».

Ahora, Monteleone señala que el excapitán paracaidista Bolsonaro, que de tantos militares se ha rodeado en su gobierno, «quiere revivir los años de plomo». Detrás del corazón «se esconden una vez más las viejas ideas de que los militares son los salvadores de la patria». Para el diario Folha de S. Paulo, «la llegada de la reliquia todavía está rodeada de temores de que el presidente Jair Bolsonaro utilice las celebraciones del Bicentenario de la Independencia para reforzar insinuaciones golpistas».

Tanto fue así que los presidentes del Congreso y del Tribunal Supremo se ausentaron del desfile oficial. Bolsonaro volvió a sembrar dudas sobre la limpieza del sistema electoral y los jueces de los que depende, coincidiendo con unas encuestas de intención de voto totalmente adversas que pronostican una victoria del expresidente Lula da Silva el 2 de octubre, aunque no lo suficientemente holgada para evitar una segunda vuelta. ¿Una bravuconada más del mismo personaje que disparató que las vacunas del COVID podían causar Sida? Cundió el pánico cuando los líderes de las fuerzas armadas empezaron a sugerir lo mismo y Bolsonaro planteó que los militares deberían realizar un recuento paralelo de los votos.

La cercanía de Bolsonaro al entorno de Donald Trump ha disparado las suspicacias. En esos nexos figura, precisamente, un tataranieto del emperador, Luiz Philippe de Orleans y Braganza, que recibió junto a cuatro ministros el regio corazón, trasladado en un avión especial de las Fuerzas Armadas Brasileñas. Es propietario de la empresa que financia la aventura de Donald Trump de crear su propia red social en Internet, amén de diputado bolsonarista. Una trama palaciega impidió que se convirtiese en vicepresidente, al fabricar una serie de fotografías de la participación del Braganza en una orgía gay y redadas para apalear a indigentes.

Su antepasado, considerado «el libertador» del país por el canciller, Carlos Franca, goza de una admiración que para sí quisiera él, pese, o precisamente por, sus contradicciones y devaneos del corazón real hoy conservado en formol. Detrás de las intensas gestiones de Bolsonaro para conseguir prestado el órgano de la ciudad portuguesa de Oporto, Joana Monteleone apunta también la estrategia de «retomar la vieja obsesión por el emperador semental».

Pedro I alcanzó a vivir solo 36 años y, además de su faceta de caudillo militar victorioso, o que fuese un liberal entre absolutistas, se ha destacado de él su carácter disipado, que sigue alimentando aún hoy el imaginario erótico brasileño.

Pedro de Braganza llegó a la colonia de Brasil con nueve años, con la familia real y su corte, que huían de las tropas napoleónicas que invadieron Portugal y España, en 1808. Una vez derrotado Napoleón, el rey Juan VI y Carlota Joaquina volvieron a la metrópoli y dejaron como regente en Brasil a su hijo Pedro. Tardó menos de un año en declarar la independencia, al entender que era la única manera de que siguiese siendo de los Braganza, justo cuando todos los países de su alrededor se independizaban traumáticamente de la España de su tío Fernando VII.

Asumió el título de emperador. Cuando murió su padre, envenenado por su mujer, demostró que aquella declaración de independencia era meramente utilitarista, pues no hizo ascos a subir al trono de Portugal como Pedro IV y compaginarlo con el de Brasil.

Cambiaba de amantes más que de camisa y era tan enamoradizo como para casarse en secreto, por un rito africano, con una bailarina francesa, después de dejarla embarazada, justo cuando sus padres negociaban su matrimonio con Leopoldina, archiduquesa de Austria. Espantaron a la comedianta. El bebé murió al poco de nacer, y Pedro, un tanto macabro, lo mantuvo en una alacena del palacio real por diez años.

Con Leopoldina tuvo siete hijos, a los que se unió una larga fila de bastardos de innumerables aventuras. Pocos días antes de que proclamase pacíficamente la Independencia de Brasil, en 1822, Pedro conoció a su querida más duradera, Domitila Castro. El emperador nunca hizo por ocultar sus adulterios, pues en eso tenía mentalidad de rey de antaño: en el Antiguo Régimen la vida sexual de los monarcas era sinónimo de fuerza y virilidad; el pueblo brasileiro agradecía que su jefe fuera el más macho de la manada.

Pedro le puso un palacio a Domitila, que tenía tres hijos y estaba separada. Quedaba justo enfrente del palacio real de San Cristóbal, en la Quinta de Boa Vista (buena vista). Curiosamente, para demostrar que el nombre no era casual, el emperador le escribía notas picantes, contándole en alguna cómo se tocaba sus partes viéndola desnuda con un catalejo. Por todo lo que le enseñó la hizo vizcondesa y, luego, marquesa. Escandalizó a la Iglesia reconociendo a los cinco hijos que tuvieron y darles tratamiento de Alteza. Hasta concedió a su amante el capricho de ser una de las damas del cortejo de la emperatriz, para mayor escarnio de esta.

Habilidades sexuales

Don Pedro ve perfectamente compatibles a Domitila y la emperatriz. Decía que hacía amor de matrimonio con Leopoldina y amor de devoción con Domitila. Las quería a las dos. Y a cualquier otra. Una de las otras, por ejemplo, fue la hermana mayor de Domitila, María Bendita (1792-1857). Pedro I mantuvo mientras tanto ocupado al bendito marido cuclillo de María Bendita, nombrándole administrador de uno de los palacios donde se acostaba con ella. El emperador reconoció el aguante del sufrido cabrón haciéndole barón de Sorocaba.

El escritor y diplomático Juan Valera (1824-1905) conoció a la baronesa décadas después. «Me aseguró que no había mujer como ella para dar deleite a los hombres. “Rapaz, me dijo, yo soy romanista; mi hermana y mis hijas son romanistas también, mas ninguna me aventaja». En este caso, ser romanista no tiene nada que ver con estar especializada en lenguas y civilizaciones románicas o derecho romano: «Por más que me devanase yo los sesos, nunca atinaría con lo que esto del romanismo significa –prosigue Valera—, si la Baronesa no me lo hubiera explicado. Ser romanista es estar dotada la mujer de una fuerza de atracción y de contracción poderosas para sorber el líquido, y apretar y contener lo sólido, con tan estupenda delicia, que nos duele y nos enloquece, y nos provoca a aullar y a morder, como si fuéramos lobos».

O sea, lo que se conoce en otras latitudes como cocomordan, Cleopatra´s grip o presa de Cleopatra, así como pompoir, pompoarismo, o beso de Singapur, una especialidad mítica rastreable en prostíbulos caribeños o asiáticos y en femmes fatales como Mata Hari o la poco vistosa mujer que hizo que Eduardo VIII de Gran Bretaña renunciara al trono, Wallis Simpson.

Pese a las destrezas subyugantes de María Bendita, el corazón del emperador que hoy sigue dando tumbos por el mundo tampoco le era fiel. Empero, aquello no quitaba que fuese celoso. Echó de palacio a una dama de compañía de la emperatriz Leopoldina cuando llegaron a sus oídos los rumores de que la reina, totalmente aburrida, tenía algo más que amistad con ella.

Pocos años después de que Leopoldina falleciese tras un aborto, la relación del emperador con Domitila terminó. Básicamente, porque le buscaron una nueva emperatriz con sangre azul y más de una corte se negó a casar a sus princesas con el crápula Pedro I. Solo consiguieron a la duquesa de Lechtenberg, nieta de Josefina, la primera mujer de Napoleón, que accedió con la condición de alejar a la amante.

Pelo púbico

Domitila y el monarca manifestaron antes su pasión por escrito. La Biblioteca Nacional de Brasil y el Museo Imperial conservan un buen puñado de cartas, más de ciento setenta, repletas de obscenidades y fantasías eróticas, en las que Pedro recrea los senos, el sexo y la «lengua trepidante» de su amada. Le confiesa que «fue un fuerte gusto el que tuvimos ayer noche. Todavía me parece que estoy en la faena. ¡Qué placer!» O que «se derrite de gusto cuando…» No se abstiene de enviarle un dibujo del pene real eyaculando en su honor.

Otras misivas las acompaña de pelos de su bigote y, superándose, vellos púbicos que se arrancó personalmente el primer emperador del Brasil, para que su amada le recordase contemplándolos, en una original variación de los mechones de cabellos que entrecruzaban los enamorados de la época.

A los últimos años de su vida el Braganza les echó seriedad. Se trasladó a Portugal para luchar contra su ultraconservador hermano, que había usurpado el trono cedido a su hija, María Gloria. Renqueante de tuberculosis, pandemia de la época, renunció entonces al imperio brasileño, para concentrarse en aquella guerra civil. Decidió que a su muerte se le extrajese el corazón para que lo conservase la ciudad de Oporto, en memoria de un cerco a la localidad decisivo. En Brasil colocó a su hijo, Pedro II, monógamo, culto, que hablaba incluso guaraní, tan perfecto que no logró conectar con el pueblo como lo hizo él. Los militares le dieron un golpe de Estado tras medio siglo de reinado. El corazón de su tarambana progenitor, que sí conectó con Brasil, es el que acaba de estar temporalmente en la nación, para uso y disfrute del presidente iliberal Jail Bolsonaro.

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