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Los salarios en el siglo XXI

Una brecha creciente entre productividad y remuneración implica una participación cada vez menor de los trabajadores en la repartición de los ingresos generados.

La dinámica social del país, a lo largo de los últimos treinta años, se encuentra ensombrecida por un hecho bochornoso: la persistente divergencia entre la productividad laboral y el poder adquisitivo de los salarios.

En el año 2000, cada hora de trabajo generaba una producción con valor equivalente a 254 pesos a los precios de la actualidad, mientras en 2020 cada hora de trabajo produjo un valor equivalente a 490 pesos. En cambio, el salario por hora promedio en 2020 apenas sobrepasa el nivel del salario real que se tenía veinte años atrás. En pocas palabras, la productividad laboral se ha duplicado pero la remuneración de los trabajadores se ha mantenido casi invariable.

Esos resultados parecen contradecir la teoría económica más convencional, que predice una correspondencia entre los salarios y la productividad. Se contraponen también con las premisas de los procesos de reforma, según las cuales tanto la apertura financiera como la apertura comercial debían llevar a un aumento en el poder adquisitivo del salario, en correspondencia con un resultado célebre demostrado por Wolfgang Stolper y Paul Samuelson en 1941. Las disparidades entre la teoría y la realidad, observadas en varios países, han llevado a decir de forma lapidaria que “es tiempo de declarar el teorema de Stolper y Samuelson como muerto”. En el caso dominicano, la situación es todavía más misteriosa dado el gran influjo de remesas, que debían haber empujado los salarios hacia arriba pues aportan a los trabajadores una fuente alternativa de ingresos.

Todo esto reclama una discusión de causas y efectos. Un primer paso es descartar dos explicaciones que llegan de inmediato a la mente: la baja calidad del sistema educativo (que reduce las habilidades de los trabajadores) y la inmigración de mano de obra de baja calificación, principalmente haitiana (que ejerce una presión hacia abajo en el salario de los trabajadores menos calificados). Ambos elementos servirían para explicar un bajo nivel de productividad, si ese fuese el problema, pero no ayudan a entender la combinación de un salario real estancado con una productividad creciente. La misma objeción es aplicable a una argumentación que se base en el impacto del cambio tecnológico, pues si bien es cierto que la tecnología desplaza a los trabajadores menos calificados, también debería haber aumentado los salarios de aquellos con mayor educación.

En mi apreciación, el comportamiento de los salarios solo puede entenderse recordando los rasgos de nuestro mercado de trabajo. Primero, una presencia importante de sectores donde los empleadores tienen gran poder de mercado, lo que es coherente con la disociación entre salario y productividad; segundo, una alta dispersión de los trabajadores, como se refleja en el hecho de que apenas 1 de cada 10 labora en una empresa con más de 50 empleados, lo que dificulta la consolidación de grupos sindicales poderosos; tercero, una alta incidencia de la producción informal, que podría ser, a la vez, causa y consecuencia de los bajos salarios; y cuarto, una tendencia creciente de los impuestos, que probablemente acaban siendo “traspasados” a los asalariados a través de reducciones en sus remuneraciones reales. Eso también se refuerza con el inicio del sistema de seguridad social, que constituye un gasto que las empresas pueden compensar a través de menores salarios. Cada uno de esos elementos tiene implicaciones para la definición de las políticas públicas. Por ejemplo, si admitimos que los salarios se fijan de forma muy poco competitiva, el establecimiento de salarios mínimos podría ser conveniente para inducir una mayor eficiencia, y dejaría de ser una expresión de solidaridad social para convertirse, si se usa con moderación, en una herramienta económica.

Por el lado de las consecuencias, una brecha creciente entre productividad y remuneración implica una participación cada vez menor de los trabajadores en la repartición de los ingresos generados, lo que comienza de hecho a reflejarse en los indicadores disponibles. Las estimaciones de Cuentas Nacionales para el periodo 2007-2016 muestran una caída suave de la participación de los salarios en el PIB, y la misma tendencia emerge, de forma más evidente, si se compara la masa de salarios estimada por las Encuestas de Fuerza de Trabajo con el valor de la producción. Si tal tendencia persistiera para los próximos 20 o 30 años, la participación del salario en el PIB acabará siendo considerablemente menor.

¿Deberíamos preocuparnos por eso? La respuesta no resulta inmediata. Dada una alta incidencia de informalidad y un creciente nivel de emprendimientos personales, es probable que los ingresos de capital y los ingresos por trabajo se combinen cada vez más en una misma persona. Si ese fuera el caso, la separación rígida entre ambos conceptos perdería su relevancia actual a medida que pasen los años. Pero es también probable que estemos ante un fenómeno que acabará incentivando insatisfacción con el sistema y tensiones sociales, si el liderazgo político y empresarial no lo aborda con medidas preventivas. Me inclino por esa visión. Es mejor sacar el paraguas antes de que comience a llover.

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