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¿Qué deberíamos esperar de un pacto fiscal?

T ras un atraso de casi seis años, la discusión de un Pacto Fiscal parece ser inminente. Las razones son obvias: en ausencia de cambios sustanciales en las finanzas gubernamentales, que permitan cubrir la deuda pública y responder a las demandas sociales, el presente gobierno tendría que escoger entre dos monstruos igualmente indeseables -el desequilibrio macroeconómico, en el mediano plazo, o el riesgo de una gestión intrascendente, en un plazo más largo. Hasta el momento, sin embargo, son escasos los planteamientos concretos en torno a lo que debería procurarse de un Pacto Fiscal, a excepción de enunciados retóricos que abogan ocasionalmente por una “reforma integral,” o propuestas informales que circulan como de contrabando entre los economistas. Esto hace indispensable iniciar una reflexión colectiva sobre lo que deberíamos esperar del mencionado proceso, con la intención de poner sobre el tapete ideas más específicas.

Por supuesto, no es mi intención llegar al otro extremo, y proponer un debate a deshora sobre esta o aquella partida tributaria, o sobre la eliminación de tal o cual renglón de gasto. La invitación es sólo a identificar cuanto antes algunos fundamentos que puedan orientar las deliberaciones, en reconocimiento de que el tiempo apremia. En ese espíritu, una discusión relevante debería girar en torno a la ratificación o enmienda de la agenda de reforma que plantea la Estrategia Nacional de Desarrollo (END): establecimiento de una ley de responsabilidad fiscal con normas y penalidades para garantizar su cumplimiento, la transferencia gradual a los municipios de competencias, recursos y funciones tributarias a partir de procedimientos legales adecuados, el lanzamiento de procesos orientados a aumentar la calidad, eficiencia y transparencia del gasto público, una recomposición de la estructura de impuestos y una trayectoria que llevaría los impuestos desde 14% del Producto Interno Bruto en 2011 a 19% en 2020, y a 24% en 2030.

La simple ratificación de esos mandatos sería, por sí misma o con necesidad de poco más, un resultado relevante del diálogo social que estamos por comenzar. Las circunstancias actuales, sin embargo, invitan a ir más allá y plantearnos con claridad la forma en que queremos satisfacer esos apremiantes reclamos de equidad, calidad y transparencia. Un paso en esa dirección podría ser un debate sobre el papel que queremos asignar al Estado en la actividad económica, lo que equivaldría a discutir sobre las EDE o Punta Catalina -sin necesidad de nombrarlas. Otro punto que exige un grado de consenso para catalizar la toma de decisiones es la composición de las recaudaciones. ¿Debe el país abocarse a resultados realmente ambiciosos en la tributación sobre los patrimonios y los ingresos de capital, o es posible depender únicamente de una expansión de los impuestos al consumo? ¿Pasamos al establecimiento de precios de servicios públicos que reflejen sus costos o preservamos los niveles de subsidios generalizados? ¿Aceptamos como buena y válida una estructura tributaria con grandes diferencias sectoriales o nos inclinamos, aun sea paulatinamente, hacia una estructura más horizontal? De forma inevitable, esto llevaría a reflexiones sobre el régimen de zonas francas, la Ley de Cine, la Ley de Energía Renovables y la Ley de Desarrollo Fronterizo, entre otros casos.

Por otro lado, el llamado de la END al establecimiento de reglas fiscales podría conducir a algunos límites en el nivel del déficit público, o a una banda que restrinja la evolución de los pasivos estatales en todas sus formas, pero se requerirá entonces algún mecanismo para preservar la capacidad de reacción ante vaivenes económicos como el que ahora estamos viviendo. Además, no deberíamos perder la oportunidad de revisar los mecanismos de asignación de recursos presupuestarios y llegar a un mandato sobre las incontables leyes de asignación de recursos para funciones especificas. En ese mismo sentido, presumo que por el Consejo Económico y Social pasarán ideas que clamen por un mínimo de espacio para el gasto de inversión, tanto de capital físico como de capital humano, en la ejecución presupuestaria. Y dado que una buena parte del déficit consolidado tiene su origen en necesidades del Banco Central, algo habrá que decir sobre la relación de la política fiscal con la política monetaria.

La identificación de temas para debate es una cara de la moneda; la otra es la definición de la forma que debería adoptar el proceso. En esencia, estarán sentados a la mesa dos grupos bien diferenciados: un Gobierno con prisas, porque necesitará de aquí a poco tener un presupuesto que le permita respirar más tranquilo, y el resto de la sociedad, que deseará ir con sosiego para que la cena no le cause indigestión en los años venideros. Existe un alto riesgo de que se tenga un diálogo de sordos y que una de las partes prefiera negociar en otro lado. Ese riesgo puede limitarse si la discusión se divide deliberadamente en dos partes: una etapa que responda a la coyuntura, centrada en identificar “principios” con vocación de reflejarse en la propuesta presupuestaria para el año 2022, y una segunda etapa que parta de los principios para enfrentar temas estructurales que no admiten soluciones triviales.

En ambas etapas, conviene recordar que las decisiones de políticas publicas son prerrogativas indelegables del gobierno, y que el ejercicio de la autoridad requerirá tomar decisiones que no pueden ser sometidas a concursos de popularidad.

La tarea es obviamente compleja y el menú de opciones es claramente amplio. Corresponde al Gobierno llamar a la mesa; ojalá que los comensales no tarden en sentarse .

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