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Un asunto académico

Lo que está sucediendo en la Academia Dominicana de la Lengua me produce una honda tristeza. En los últimos años he sido testigo silencioso y distante de un proceso de politización de sus procedimientos con el que nunca he estado de acuerdo y que ha llegado ya a un punto insostenible. Soy, si no el más, probablemente uno de los dos académicos más antiguos. Participé en reuniones con Don Emilio Rodríguez Demorizi, que murió en el 1986. Así que cuenten. No importa que mi discurso de ingreso lo haya pronunciado años después, como se podría argumentar para ponerme (como me ponen) entre los últimos de la lista, valiéndose para ello de unos estatutos que son, en el fondo, el gran problema. Apelo, pues, a esa antigüedad para solicitar, con absoluto respeto, que se me conceda un poco de atención.

No es de recibo, no es elegante, no es justo que la Academia se mantenga en un constante y a menudo público forcejeo en torno a quién la dirige o deja de dirigirla. El doctor Bruno Rosario Candelier, cuyos méritos reconozco sin titubeo en todo lo que valen, ostenta una presidencia que él mismo, en beneficio de la institución, debiera comprender y admitir que se ha extendido o alargado de manera excesiva y, para los tiempos que corren, del todo inaceptable. Deberíamos hacer el esfuerzo de sincerarnos y darnos cuenta de dos cosas fundamentales. La primera, que la Academia necesita transformarse, entrar en un proceso de modernización que le evite caer, una y otra vez, en la lamentable y repetida situación del presente. La segunda, que eso requiere de un ejercicio de buena voluntad en que participemos todos y que nos permita realizar conjuntamente una revisión profunda de nuestros obsoletos y envejecidos estatutos.

Si es necesario que el Doctor Rosario Candelier renuncie de su cargo para dar paso a esa impostergable reforma, le pido encarecidamente que lo haga. Si no lo es, que actúe en consecuencia, desde su también envejecida dirección, facilitando que se lleve a cabo. No es posible que en el mundo actual nos estemos manejando de la tosca manera en que lo hacemos. No puede ser que, cada vez que se acerque un proceso electoral en la Academia, se establezca entre sus miembros una guerrilla absurda por conquistar el favor de los demás en torno a una u otra candidatura, ganando siempre, la que gane (la del doctor Rosario Candelier desde hace veinte años, o por ahí), con la patética ventaja de un voto o dos y teniendo que soportar el coro inconforme y refunfuñón de los que pierden de la misma manera. Soy testigo de las digamos diligencias que, cada cierto tiempo, se efectúan en torno a una votación que a menudo se hace por correo electrónico o por teléfono, no presencialmente, no en asamblea, y que no son verdaderamente democráticas, por legales que aparenten ser, y eso es perjudicial. No es aconsejable que sigamos así.

Apelo a la sindéresis que debería caracterizarnos para que entre todos contribuyamos a la consecución de una nueva Academia. No la sigamos transformando en lo que no conviene que sea. Aboquémonos a la reforma estatutaria en todos sus aspectos, no solo en torno a quien desee dirigirla. Abandonemos las prácticas que se han ido colando en el seno de la institución y que no me hace falta señalar en detalle, puesto que son bien conocidas de todos. Y de todas, para que no haya equívocos. Dejemos de actuar como si fuéramos uno de esos partiduchos de quinta categoría que se nutren de la alocada política dominicana para sobrevivir en el sistema. ¿Qué insensatez es esa? Serenémonos un poco. Cedamos. No seamos militantes de la Academia. Volvamos a ser miembros de pleno derecho de una institución llamada a ser ejemplo de templanza intelectual y de serenidad de juicio. Solo así nos colocaremos a la altura de los cambios que han venido operándose en las demás instituciones similares del continente y de España.

TEMAS -

Escritor, profesor y diplomático dominicano.