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Qué es un clásico

La breve minoría que en nuestra era de cibernética barbarie y empingorotada suficiencia tecnológica manifiesta todavía -malgré tout- inusual adhesión hacia el rancio objeto del saber que hemos llamado "libro", esta mi caprichosa pluma se empecina en considerarla integrada por dos categorías de lectores: una, con mucho la más populosa, comprende a aquellos individuos cuya literaria comezón se ve cumplidamente aliviada mediante el consumo de esa suerte de obras -casi siempre novelas- que la publicidad editorial promociona encareciéndolas con el calificativo de best sellers. Salvo rarísimas excepciones, estos best sellers no pasan de ser literatura de tercer orden, de mero entretenimiento, a la que el efímero cuanto aleatorio oleaje de las modas confiere escasos meses de notoriedad. Publicaciones de semejante estofa, al derivar su atractivo por casi exclusivo modo de la trama, de la intriga, del costado argumental y anecdótico de los sucesos narrados, aunque acusen por lo que toca a su factura ágil desenvoltura y virtuosismo, como no atinan a sumergirnos en los profundos estratos de lo humano esencial, apenas leídas y saciada la curiosidad respecto a lo que cuentan, dejan de interesar, de donde el melancólico final que les aguarda no será otro sino reposar en un anaquel entregadas a la poco caritativa rapacidad del polvo y el olvido.

La segunda categoría de lectores -siempre fue exigua y más que nunca lo es hoy- incluye a aquellos excéntricos sujetos de gusto arcaico (en cuyo número tengo el orgullo de contarme) que ajenos por completo al alboroto publicitario destinado a promover para la venta los títulos más recientes que las vitrinas de las librerías exhiben, consagran sus horas de ocio a la apasionada lectura de los vetustos clásicos.

Si bien se mira, el grueso de las personas que aún conservan el hábito venido a menos de leer con regularidad obras de género literario sienten, lo tengo por cosa averiguada, franco e intolerante desvío por los autores clásicos, por esas figuras de la plana mayor que encarnan el patriciado del espíritu a las que, de rondón y sin tapujos, me he tomado la arriesgada libertad de traer a la palestra de la cuartilla. Y suelen justificar su punto de vista a pie de tierra alegando que lo que tales ingenios escribieron, por responder a preocupaciones y querencias de tiempos pretéritos, alejadas prolongadas centurias de nuestra realidad contemporánea, mal podrían concernirnos…

¿Qué hay de cierto en dicha argumentación? Nada, nada en absoluto. Por definición lo clásico es lo que perdura, lo que en ningún momento pierde actualidad; y esa condición transhistórica de la obra clásica, de la que deriva su constante vigencia, su asidua e inquebrantable modernidad, es fruto de la cualidad principal que la exorna y caracteriza: la excelencia. Lo clásico es clásico en virtud de su paradigmática belleza, en razón de que nos hace penetrar en los hontanares de nuestro ontológico e invariable sustrato humano. Importa error de bulto figurarse que porque un escrito cuenta con la venerable edad de quinientos, mil o mil quinientos años, dada la circunstancia de que fuera concebido cuando las costumbres, instituciones, usos, actitudes y mentalidad eran muy diferentes a los de hoy, nada podría atesorar que a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, nos conmueva y ataña… Si no me pago de apariencias, semejante conjetura, aunque no suelan quienes a ella se arriman exponerla de manera explícita, como acabo de hacerlo yo, está en crisálida en el indulgente desdén del lector ordinario hacia las magnas creaciones de la tradición clásica de Occidente.

Como la referida opinión, a causa de su insolente falsedad, la juzgo fuera de propósito, procuraré incontinenti responder a la sola pregunta que viene al caso plantear: ¿por qué una obra surgida muchos siglos atrás, en época remota, logra capturar nuestra atención y embelesarnos? ¿Por qué si nuestro modo de vida secularizado, tecnológico, consumista está, por decirlo así, en las antípodas de las normas y comportamientos sociales propios de las añejas culturas tradicionales en las que la mayor parte de las creaciones clásicas aparecieran, siguen sin embargo tales creaciones acicateando nuestra fantasía, inquietándonos, forzándonos a reflexionar y a cuestionar lo que somos y hacemos?

No he encontrado más acabada y satisfactoria contestación a esa pregunta que la que ofreciera la mente perspicua de Baudelaire, quien acerca del punto que estamos sometiendo a examen razonaba (aliento la esperanza de que al recordar ahora sus pensamientos no los traicione) del siguiente modo: en contraste con la literatura convicta de futilidad que el tiempo en su ineluctable discurrir se complace en borrar con su tozuda esponja, las obras memorables cuya paternidad recae en los cálamos de más aventajada escritura conjugan, entreverados en su urdimbre textual, dos factores o elementos con los que toparemos siempre apenas abramos el volumen y demos inicio a la lectura. Uno de esos elementos es de índole histórica, aleatoria, variable, contingente; el otro remite a lo que no es perecedero ni transitorio ni expuesto al agravio de la caducidad sino, muy por el contrario, inalterable, duradero, persistente. El primer factor, el histórico, es a buen seguro único e irrepetible, pues cada estadio socio-cultural diverge del que le precedió y, por un parejo, nunca podrá ser igual al que habrá de seguirle; y los protocolos y formas específicos que corresponden a cada una de las etapas cronológicas que el pasado atestigua no pueden menos que aflorar en el escrito de quien viva en ese lugar y momento, estampándole lo que no sería incorrecto denominar su singular colorido, su tipicidad, su sabor de época; dicho factor histórico y contingente es el que, por lo demás, da origen a ese aire de familiaridad que permite reconocer las creaciones pretéritas como pertenecientes a cierto período del ayer y no a otro…

Empero, en acusada contraposición al ingrediente aleatorio, variable, al que vengo de hacer referencia -ingrediente cuya presencia, vuelvo y repito, es ineludible-, las obras que alcanzan la suprema dignidad de clásicas, fruto de las péndolas de los autores más primos en el escribir, por anidar en los soterrados parajes del Ser, esto es, en la más recóndita dimensión espiritual que nos identifica como especie, nos enfrentan a lo que no se modifica ni cambia ni marchita. Pues existe un sedimento fundamental que toda la humanidad comparte por asentarse en la región de lo biológico, sedimento sobre el que se afincan las experiencias vivenciales y valorativas básicas a las que respondemos, substrato inalterable del que dimanan nuestras más definitorias actitudes y tendencias de emocional cariz. Y es de allí, de esa misteriosa zona de nuestra intimidad, refractaria a las mudanzas y a las novedades, que extrae la creación literaria de clásica catadura su portentosa capacidad, iluminadora si las hay, para interpelarnos de continuo con la perentoria verdad de lo necesario y permanente.

dmaybar@yahoo.com