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Los amigos de siempre

Esta es la simple historia de dos amigos que han hecho de la soledad la más exquisita compañía

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Los amigos de siempre
Hay amigos con los que nos reunimos para, simplemente, disfrutar del silencio. (LUIGGY MORALES)

-He comenzado a olvidar. Las cosas comienzan a desdibujarse en la lejanía, y a veces tengo recuerdos que quizás nunca sucedieron y creo haber vivido.

Amelia habla despacio, su pelo gris cada vez más escaso, su pronunciación perfecta. No hay angustia en su voz, ella ha asumido su ancianidad con estilo entendiendo que ha invertido bien el tiempo y vivido a plenitud. Solo tuvo una hija, pero siempre ha comentado que ha sido suficiente. Ser madre en su caso no ha sido fácil, una artista debe pensar mejor antes de comprometerse con un hijo, pero en su caso riéndose comenta: "fue un hermoso accidente".

Hoy es día de confesiones, vine solo a escuchar y la dejo que se exprese sin interrupciones. Me llamó y me dijo "pasa por aquí que estoy sola y me siento muy sola".

La entendí y suspendí mi programa del día para visitarla. Desde que llegué supe que cierta tristeza la embargaba, la besé dos veces en las mejillas al estilo europeo; desde hace algún tiempo ha impuesto esa manera de saludar y me dejo envolver por sus ritos, para eso están los amigos, ¿verdad?

-Hay días que me convenzo a mí misma de eventos que estoy segura jamás viví. El otro día mi hija me hablaba de un viaje que hicimos juntas y de lo bien que lo pasamos. Te juro, Freddy, que no recuerdo nada, es más, si alguien me preguntara si alguna vez había ido a ese lugar lo negaría. ¿Estaré entrando en lo que llaman demencia senil? Bueno, si es así que Dios se ocupe de borrarme no solo los grandes y buenos momentos vividos sino aquellos que han dejado tremendas heridas en mi corazón. Hay cosas que sí quiero olvidar -esto lo dijo acentuando el sí con impresionante fuerza, como si algo dentro de ella le molestara y doliera mucho y continuó-, me hubiera gustado pensar que jamás sucedieron, pero las cicatrices que llevo en el corazón y en el alma son quizás imposibles de borrar.

Aquí sentado con ella, mi amiga de toda la vida, de una infancia que se me antoja feliz, vividos juntos tantos episodios, nuestras familias amigas, sus hermanos tan queridos, algunas veces de solo mirarnos ya sabemos lo que pensamos. Amiga solidaria, en las buenas y malas, en tiempos difíciles donde la soledad ha sido compartida, a veces con un silencio cómplice, otros atrapados en la prisa de la vida donde nos hemos perdido, pero sabiendo siempre que esta amistad supera todas las lejanías.

Mi amiga se levanta y me ofrece una copa de vino, cuando la miro veo que ya no se mueve con la misma agilidad y, aunque se le nota poco, sus suaves y bellas manos le tiemblan un poco. Me mira desde lejos y su sonrisa me ilumina, le sientan bien las arrugas, le devuelvo la sonrisa y mirándola recuerdo aquella vez que me confesó que le había tentado hacerse una cirugía estética, pero que luego de pensarlo muy bien sentía que cada pliegue de su rostro tenia una historia y debía conservarlas.

A la muerte la llama necesaria despedida, otras veces pausa y, alguna vez, reencuentro definitivo. Mi amiga se confiesa agnóstica aunque es mas creyente que yo. La he visto rezar escondida cuando el dolor la ha sorprendido, la he visto alzar su mirada al cielo buscando a ese Dios que dice sospecha se esconde o habita otros mundos.

Una tarde de vinos, de muchos vinos, me confesó que era muy vulgar confesarse creyente y no pude contener una enorme risotada. La acusé de frívola y creo que no le gustó.

A veces nos reunimos para, simplemente, disfrutar del silencio, sobran las palabras y en ese silencio nos entendemos perfectamente. No sé por qué hoy cuento esta historia, es la simple historia de dos amigos que han hecho de la soledad la más exquisita compañía.

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Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.