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Miguel Solano
Miguel Solano

El asesino, cuento de Miguel Solano

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El asesino, cuento de Miguel Solano
El escritor Miguel Solano. Foto: fuente externa

Caminaban como si hubiesen tirado todos los dolores a la mar. Entre sus sonrisas y su corazón había un perfecto acuerdo, hablaban entre sí. Venían de esa larga caminata que cada día dan en el parque Mirador Sur. Ella no es alta, la mano de Dios no le permitió llegar a los cinco pies seis pulgadas; aun así su piel parece dejar que las opiniones le salgan sobrando. Anda por unas ciento quince libras que no deja de amarla. Su cabello es negro de la tierra del misterio y su rostro peruanizado, pero como indígena sobornado por el europeo.

Él es pequeño, definitivamente pequeño y melenudo. Pero la melena no es su tortura, camina por las calles mostrando que no tiene rencor bajo sus patas y para entregarse siente las caricias de la brisa. Ella, con su constante llamado, impide que sus sollozos descansen. Él le cree como si fuese su propia alma y la mayoría de las veces piensa que juntos pueden volar.

La última vez que él pudo verla, ella vestía unas largas medias verdes que cubrían sus rodillas, tenis de color negro y rosado, pantis negros con unos pantalones gris bien cortos y una blusa con ese color llamado a decir “cuidado”.

Y, exactamente esa fue la palabra que ella le voceó: “¡Cuidado!” Pero ya era tarde, ya era demasiado tarde. El melenudo rodaba bajo la rueda del vehículo y de él solo se veía un baño de sangre que le cubría la cabeza y se derramaba como un desastre de estrellas. El conductor tenía su mirada puesta en el semáforo de la Avenida Sarasota con Pedro A. Bobea e iba guiado por esas formaciones que no se aprenden ni en la escuela ni en el hogar.

La mujer empieza a gritar, frenética; alguien la sostiene. El público empieza a aglomerarse, unas dieciocho personas en total. El perro y el dolor tiemblan en el contén de la cera. La mujer pide que llamen al 911, pero uno de los competentes le advierte que no hay 911 para perros. Se aparece una mujer con su copa en una mano, le pide al conserje que saque el perro de la calle y lo ponga en la acera.

Alguien dice que la culpa del accidente la tuvo la rolita, pues el perro, intentando asustarla, quiso cruzar la acera y lo hizo como un borracho. Todos coinciden; así ocurrieron los hechos. El perro tiembla y se desangra, la mujer grita. Alguien se aparece con un periódico y se lo pone bajo la sangrante cabeza para que la sangre no ensucie la acera. A todos les pareció una idea genial.

Pero entonces llegó alguien, doctor en agricultura, egresado de la Sorbona de París, y explicó que la idea del periódico no era buena pues la sangre animal, al correr, es atrapada por las raíces de los árboles y con ella se alimentan. Todos acordaron que dejaran la sangre correr, para que se sienta más cerca de las raíces.

El perro quiso ladrar, pero su boca estaba llena de sangre y su cabeza temblaba; se convulsiona, extiende las patas hacia arriba, trata de abrir los ojos, pero todo cuanto puede hacer es escuchar el murmullo de las explicaciones del doctor de la Sorbona. El conserje empieza a buscar cubetas de agua. Es un hombre previsor, sabe que deberá limpiar la sangre de la acera, aunque era mejor esperar que el doctor de la Sorbona se marche. El perro pensó que, por lo menos, agua le echarían en la cabeza para limpiarle la sangre y enfriársela. Esperó por ello la vida entera, pero allí no había renta gratis.

La mujer grita y nadie la entiende. A alguien se le ocurre preguntarle si quiere que la lleven al veterinario. Ella responde que no sabe, pero el doctor de la Sorbona le explica que esa podría ser una buena idea y ella termina aceptándola.

—Usted sabe, el perro siente dolor.

—Ay... el pero se ve tan enamorado.

La mujer que se ofreció saca su vehículo del parqueo de Jardines del Embajador. Aclara que el perro, estando así, no lo pueden montar, pues enviciaría todo. Una vecina le dice a su empleada que vaya al apartamento y traiga una manta. La empleada pregunta que de qué color y de qué tamaño. Ella le da instrucciones muy específicas y se las explica tres veces para que no cometa errores.

El perro parece dar sus últimos pataleos. Da un salto y junto con el dolor, se mueve a otro lugar, busca aire, busca luz, busca aliento; por desgracia no ha aparecido un niño que lo acaricie. A esa hora de la mañana ya todos están en la escuela.

La empleada regresa con la manta. La coloca detrás del vehículo. Alguien le tira un grupo de periódicos al perro, lo envuelve, lo carga y lo monta en la parte trasera. La mujer grita y no entiende lo que han hecho, pregunta por el perro. Le explican y le señalan que deben ir donde el veterinario. “La vida y la muerte están unida bajo un yugo”, le comentó una empleada que luego le puso la mano en el hombro.

Le piden a la mujer que suba a la pequeña yipeta. Es la mañana de su agonía. Mira su celular, comprueba que tiene 73 por ciento de carga, pero piensa que se le puede gastar y pide que la dejen ir a su casa a buscar el cargador. Todos ven ese pedido como una medida previsora y acuerdan esperar. La mujer sale huyendo como si fuese a tirarse al fondo de la mar. Entre ella y sus gritos nadie pudo determinar quién llegó primero.

La mujer regresa y sube, pregunta si puede conectar su cargador. La conductora responde que sí y le muestra cómo. Entonces la mujer del perro interroga sobre si la voluntaria conoce al veterinario hacia donde van. La conductora responde que no y la dueña del perro grita y reclama que como van a ir a donde un veterinario que nadie conoce, que, por favor, primero se pongan de acuerdo en eso.

La conductora solicita que le sugiera alguna idea. La mujer grita con desesperación. El perro ya no sabe dónde está. Es más grande el dolor que su propia vida. Si algo quiere es entregarle su cariño a la muerte. El perro escuchó esa breve canción de amargura que susurraba el dióxido de carbono.

La conductora dice que podría ser buena idea buscar en Google, que eso garantiza encontrar un veterinario en la cercanía. Pero la dueña del perro mastica que no, que vayan donde el veterinario que le sugirieron.

La conductora arranca, se devuelve por la Pedro A. Bobea camino hacia el Mirador Sur y una esquina después llegan donde el veterinario. Se desmonta y pregunta si el doctor está. La respuesta se la da el mismo médico. La conductora pregunta que cuál sería la tarifa para ver a un perro que se había accidentado. El veterinario responde que cinco mil pesos y la conductora va donde la dueña del perro y le informa. Ella le dice que le pregunte si acepta tarjeta. El veterinario responde que no, pero le sugiere que en la cercanía hay un cajero. La conductora se monta, enciende el vehículo y van a buscar el dinero. La dueña del perro saca ocho tarjetas y no sabe cuál usar. La conductora ve una que tiene fecha reciente de emisión y le sugiere que use esa. La entra al cajero, pero la suma máxima que emite son tres mil. La conductora le dice que tome esa cantidad. La toman, se montan al vehículo y se marchan.

Llegan donde el médico y le dicen que solo pudieron sacar tres mil. El médico le explica que todo cuanto tenían que hacer era volver y entrar la tarjeta, que vuelvan y hagan eso. La dueña del perro no está de acuerdo, pero la conductora ya quiere sacar al perro de su vehículo, empieza a hederle. Sin cuestionar a la dueña arranca hacia el cajero. Se desmonta, hala a la dueña por el brazo y le dice que se dé prisa. La dueña le dice que no recuerda cual fue la tarjeta que usó, la conductora toma la cartera, tira todas las tarjetas dentro del vehículo y le señala una. Maldita sea, era la tarjeta equivocada, de un banco atrasadísimo, que ya ni existía y que su máxima cantidad son mil. La conductora le toma la mano y la hace presionar el aceptar. Mientras el dinero sale va al vehículo y busca otra tarjeta. Finalmente logran tener los cinco mil pesos en manos.

El médico las ve llegar y se les acerca. La dueña empieza a gritar, no encuentra donde ha puesto los cinco mil pesos. La conductora toma la cartera y tira todo lo que queda al frente del asiento. El médico vio el reguero y empezó a contar dinero hasta alcanzar la suma indicada, le devolvió a la mujer unos quince mil pesos que sobraron. La dueña del perro recibe la cantidad, la tira en la cartera y patalea su llanto. El veterinario busca el perro, lo examina y regresa con el diagnóstico que se lo entrega a la mujer:

—Llegó muerto.

*Del libro de cuentos Los barriles de Jesús.

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