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“El cumpleaños sorpresa de Magdalena”, un cuento de Francis Encarnación

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“El cumpleaños sorpresa de Magdalena”, un cuento de Francis Encarnación
Francis Encarnación (FUENTE EXTERNA)

«Yo sé que todo lo que diga fusión te tiene harta», masculla Norberto Padilla por su celular mientras camina cabizbajo hacia el interior del elevador. A pesar de las nuevas normas, él evita las escaleras para subir el único nivel que lo separa del piso ejecutivo. Aunque no hay nadie con él, susurra al teléfono: «Te he dicho que Emmanuel ha estado muy ocupado —Hace una pausa y presiona el botón P15. —Claro que estamos invitados, ese no es el tema, el tema es lo del próximo viernes...».

Una voz chillona le replica por el auricular. Norberto Padilla se humedece los labios con la lengua y sus hombros aparentan desinflarse. Aprovecha una tregua del chillido y responde: «Olga, si Emmanuel sabe algo yo me voy a dar cuenta». Norberto Padilla no bien acababa de hablar cuando ya del otro lado habían terminado la llamada.

Entre tanto, en el piso ejecutivo, Emmanuel Ginebra se ajusta el nudo de la corbata mientras escucha a su asistente.

—Sí, ha llamado en varias ocasiones, dijo que era cuestión de un par de minutos. Ya debe de venir subiendo —dice ella desde el umbral de la oficina.

—Of course —murmura Emmanuel Ginebra—. Ayúdame con lo del tiempo.

La asistente se retira con la mirada inclinada, se acomoda en su asiento y comienza a organizar los documentos sobre su escritorio, solo se escucha la música ambiental que disfraza la soledad del piso.

Unos segundos después, las puertas del elevador se abren de cara a una desolada recepción con cajas amontonadas en las esquinas. Los coloridos muebles, aún cubiertos de plástico y con olor a nuevos, replican los modelos ubicados en el lobby desde hace días. Los dedos de Norberto Padilla presionan uno de los espaldares, pero no se hunden como lo hacían en los antiguos sofás de piel oscura.

Con pasos cansados, se desplaza por el pasillo que desemboca a la gerencia. Nota que en el lugar que ocupaba el logo corporativo sólo quedan las marcas del pegamento añejado. En la segunda recepción, ve otras cajas que invaden el mueble que por años acomodó a tres secretarias, y que desde la semana pasada alberga sólo a una.

—Hola, Rebeca, ¿Emmanuel sigue disponible?

—Buenas tardes, Don Norberto. El señor Ginebra cuenta con unos diez minutos, a las cuatro él espera visita —responde la asistente sin alterar su sonrisa ejecutiva.

Norberto Padilla contempla una de las cajas desde la que sobresale un enorme cuadro con la imagen de un señor sentado en un elegante sillón. Se inclina con cuidado hacia la asistente, y le pregunta:

—¿Has tenido algún contacto con Don Matías? ¿Sabes cómo se encuentra? —Su voz apenas tiene la potencia necesaria para ser escuchado de cerca.

—No, Don Norberto —susurra la asistente—, al parecer ha estado dedicándose a su finca y a los nietos. Él siempre se quejaba de no tener tiempo suficiente para eso.

Luego de una humilde reverencia, Norberto Padilla continua hacia el despacho de Emmanuel Ginebra mientras se abotona la chaqueta de fino casimir inglés. En su juventud se había operado la vista para evitar usar los gruesos lentes que enmarcaron su niñez. Sin embargo, como en otras ocasiones, luego de abotonarse, su dedo índice recorre el puente de la nariz sin encontrar nada que acomodar.

—Hola, Emmanuel —saluda al atravesar la puerta.

Desde el fondo de la oficina, Emmanuel Ginebra sonríe al mismo tiempo que acomoda los únicos tres papeles que ocupan su escritorio, escondiéndolos debajo de una revista TIME.

—Hola, Norberto, que bueno verte. Estos días han sido un rollercoaster —Emmanuel Ginebra se afloja el nudo de la corbata y se dirige a uno de los sofás que conforman la espaciosa oficina.

—No te preocupes, Emmanuel, sé que has estado muy ocupado, sólo paso para saludar —Los dedos rollizos de Norberto Padilla se traban y destraban, una y otra vez. —La verdad que esta oficina guarda muchos... —calla, y observa a Emmanuel Ginebra poner toda la atención en su celular.

A Norberto Padilla le parece estar ante aquel graduado que entrevistó cuando Don Matías le pidió ampliar el canal de exportación. Recuerda a ese jovencito alto; que desde entonces trató como a un protegido, atlético, de ojos sinceros y oídos atentos, piensa que no ha cambiado en nada.

Emmanuel Ginebra abandona el celular, con un ademán invita a Norberto Padilla a tomar asiento.

—Tomate tu tiempo, Emmanuel, no te preocupes —dice Norberto Padilla mientras desabotona su chaqueta, y se acomoda en el sofá.

—Ya sabes, los canadienses... No terminan de fabricar papeles para firmar. Bueno, cuéntame de doña Olga y los muchachos.

—Bien, Luisito se va ya el próximo mes a Chicago, Olga lo acompañará a buscar dormitorio cuando terminemos la casa en Playa Ligera.

—Creí que habías decidido no cerrar el deal.

—Es muy buen trato, Emmanuel. Olga y yo pensamos que no encontraremos otra oferta así.

—Me alegro, ustedes siempre han querido comprar ahí —La sonrisa de Emmanuel Ginebra se apaga mientras su mirada se ancla hacia el piso.

Las manos de Norberto Padilla se destraban por unos segundos en los que su dedo índice recorre con firmeza el puente de su nariz.

—¿Qué cuentan los muchachos allá abajo? —pregunta Emmanuel Ginebra.

—Hay muchos rumores para este viernes.

—El viernes... ¿Qué has escuchado?

—Se espera otra ola. La gente está ansiosa, hay muchos procesos que los canadienses quieren modificar, pero creo que no deben cambiarse así por así, esos procesos han funcionado desde siempre. No hay necesidad de complicarse... Me imagino que son cuentos.

Emmanuel Ginebra se recuesta hacia delante, sus codos se apoyan sobre las rodillas, con una mano peina su barbilla, y reflexiona en voz baja:

—Vienen otros tiempos, Norberto.

Los dos hombres lucen como completas estatuas, a excepción de los dedos de Norberto Padilla, que se traban y destraban a una mayor velocidad.

—Perdonen... Señor Ginebra, los abogados llegaron, ya los van a hacer subir desde el lobby —interrumpe la asistente desde la puerta.

—Una última cosa —dice Norberto Padilla mientras se levanta con rapidez y se acerca a Emmanuel Ginebra, quien se pone de pie y se voltea hacia la asistente.

—Sí, gracias, Rebeca.

Pese a la diferencia en estatura, Norberto Padilla eleva la mirada y se las ingenia para atrapar la atención de Emmanuel Ginebra.

—Emmanuel —dice con tono pausado, —lo de Magdalena... El miércoles de más arriba... ¿Se mantiene el plan?

—¿El cumpleaños?... ehh, right. Todo se mantiene igual. Con todo esto había olvidado confirmarte.

—¿Quieres que te ayudemos con algo?

— Que atento de tu parte. No es necesario. Tú y Olga sólo deben mantener la sorpresa —dice, dando una palmada en el hombro de Norberto Padilla.

— Sí, sí, Magdalena no escuchará una palabra de parte nuestra. ¿Seremos los ocho de siempre?

—Sí, lo mantendremos pequeño... para nosotros será un placer que nos acompañen.

Norberto Padilla sonríe, el juego de sus dedos se detiene.

—¿Los mismos ocho?, ¿cómo el año pasado?

—Sí, los ocho, como el año pasado, Norberto.

—Bueno, no te molesto más, pasaré por aquí la próxima semana para darte detalles sobre los cambios que te comenté. Creo que los canadienses están perdidos.

Norberto Padilla se despide estrechándole la mano con una firmeza poco común; casi nostálgica, un estrechón con unos segundos de más que no parecieron ofrecerle lo que él esperaba. Con una sonrisa forzada sale de la oficina y abotona su chaqueta, aunque en esta ocasión su dedo índice no hace ningún recorrido.

Rebeca, quien se mantiene apenas afuera del despacho, ve a Norberto Padilla alejarse con pasos pesados. A pesar de la voz anémica logra escucharlo decir, teléfono en mano, «Aló, Olga...» en lo que se dirige al elevador.

Despacio, Rebeca se avecina hasta detenerse en la entrada de la oficina, observa a Emmanuel Ginebra que deja escapar un largo suspiro y seca el leve sudor que tiene sobre la cara. Inocente de la presencia de Rebeca, se sienta en el escritorio, levanta la revista TIME y deja al descubierto el primer memorándum que está debajo. Toma con lentitud un lapicero y estampa su firma en el único espacio dejado por las otras rúbricas.

Rebeca aún percibe el murmullo de las espaciadas respuestas de Norberto Padilla, ya él frente al ascensor que se eleva vacío desde el lobby, «No es así, Olga..., no, no es así».

En ese momento Emmanuel Ginebra nota la presencia de su asistente apoyada en la puerta y asume una postura erguida. Coloca el memorándum dentro de un sobre, lo desliza en la superficie del escritorio con dirección a ella, el sobre frena con una suavidad parecida a la armonía mecánica con que se abrían en ese instante las puertas del elevador para Norberto Padilla. La asistente toma el sobre, y con la misma sonrisa tatuada le pregunta:

—¿Desea modificar la reserva del miércoles de la próxima semana?

Emmanuel Ginebra no le responde de inmediato, la observa mientras se ajusta el nudo de la corbata y se acomoda holgadamente en el sillón, el mismo sillón en el que posó Don Matías para el cuadro que está desterrado en una de las cajas. Entonces le contesta a su asistente con voz alejada:

—No, manténla sólo para seis.

La asistente asiente con una leve inclinación. El silencio contrasta con el chillido permanente que bombardea el auricular a Norberto Padilla, quien mira su desganado reflejo en el gris metálico de las puertas del elevador mientras se cierran, y repite en un cobarde intento para ser escuchado: «No sabe, Olga..., el pobre muchacho ta pensando que va a haber cumpleaños..., no sabe que lo van a sacar».

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