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Época colonial
Época colonial

La suntuosa vida de los hacendados en la época de la colonia española

Una élite, formada por acaudalados, funcionarios y jefes militares, disfrutaba de grandes privilegios en el Santo Domingo español

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La suntuosa vida de los hacendados en la época de la colonia española
Residencia de Francisco Tostado, hoy Museo Casa de Tostado. ( BAYOÁN FREITES )

SANTO DOMINGO. El estudio sobre la suntuosa vida de hacendados y funcionarios de la época colonial muestra facetas impensadas para la mayoría de la gente de este tiempo acerca del modo en que discurría la cotidianidad en el Santo Domingo español para miembros de las élites.

Los reveladores datos son aportados por la investigadora Ruth Torres Agudo en su tesis doctoral titulada “Élites y grupos de poder: Los hacendados de Santo Domingo (1750-1795)”, presentada en el 2008 en la Universidad de Salamanca, en España.

En el capítulo denominado “El estilo de vida de los hacendados”, la investigadora expresa que los acaudalados de Santo Domingo llevaron una existencia en la que la ostentación y las apariencias fueron elementos básicos, que los definía y distinguía dentro del circulo de principales y del resto de la población.

Recalca que “vivir noblemente” fue un hábito que caracterizó a los pudientes de Santo Domingo y otras regiones de la América colonial.

El elevado estatus de esas personas poderosas, que florecían en un ambiente de privilegios, se expresaba en la posesión de esclavos, haciendas y residencias, el consumo de productos costosos y la ostentación de joyas y vestimentas caras.

Tal estilo de vida también se sustentaba en los grados universitarios adquiridos, en los cargos administrativos, militares y religiosos desempeñados, los títulos nobiliarios y en la pertenencia a órdenes de caballería y a familias distinguidas de las que eran parte los potentados por vínculos directos e indirectos.

Respecto a las lujosas residencias, la autora distingue las casas moradas, las principales ubicadas en Santo Domingo, y las casas haciendas, situadas en campos. En las casas moradas, explica, se desarrollaba la vida cotidiana, vivían hijos y esposas y en ocasiones también residían vástagos con sus cónyuges.

“Las casas solían disponer de una planta baja, y las más grandes e importantes contaban con dos pisos”, señala. La ensayista recuerda que el viajero francés Moreau de Saint-Méry contó que las viviendas de Santo Domingo eran bastante “hermosas”.

“Las residencias de los hacendados se construían con cantería, piedra labrada o mampostería, es decir, una mezcla de piedra y ladrillos, materiales que fueron utilizados de forma aislada o conjunta para las paredes y solados de las casas principales”, agrega Torres Agudo.

Las viviendas se distinguían también por su ubicación espacial, en las calles principales de Santo Domingo, cerca de la plaza mayor, en las inmediaciones de la catedral y de los principales edificios del gobierno. También resaltaban por su fino mobiliario.

Mansiones emblemáticas

Un ejemplo de las mansiones que todavía muestran solidez y belleza en la Ciudad Colonial dominicana es la Casa de Bastidas, que perteneció al obispo y adelantado Rodrigo de Bastidas, uno de los principales personajes de los primeros tiempos de la colonia. Además, otra morada llamativa perteneció a Francisco Tostado, que aloja en la actualidad el Museo Casa de Tostado.

La propiedad de Bastidas es considerada una mansión emblemática, así como la residencia de Francisco Dávila, quien fue regidor y oidor de la Real Audiencia. Esta última vivienda perteneció en el siglo XVIII al heredero Antonio Dávila Coca y Landeche. La vivienda, levantada en los terrenos del mayorazgo de la familia, fue edificada en la Calle Las Damas. Tenía su propio fuerte y una ermita, conocida como la Capilla Nuestra Señora de los Remedios, y un mirador hacia el río Ozama.

“Esta construcción constaba de dos plantas y en su interior (tenía) un patio con arcadas, alrededor de la cual se disponían las dependencias existentes en ambas plantas. La portada de su entrada estaba decorada con dos puertas con dos dovelas de arco plano. En uno de los portales debió reposar el escudo de la familia, cuyos detalles parece que desaparecieron tras la invasión haitiana”, describe Torres Agudo, quien señala que en la actualidad en la propiedad funciona un hotel.

En cuanto a las casas rurales, también ejemplos de opulencia, son importantes el Palacio de Engombe, ubicado en la margen izquierda del río Haina, de dos niveles, construido en ladrillo, y la casa grande de Palavé, que habría pertenecido a Rodrigo Pimentel, rico propietario de ingenios en el siglo XVII.

Mobiliarios y cuberterías

Las residencias ubicadas en Santo Domingo proyectaban el estilo de vida suntuoso y los gustos refinados de sus propietarios, precisa Torres Agudo.

Los hacendados usaban muebles delicadamente tallados en caoba y otras maderas nobles. Los asientos más utilizados entonces eran las “sillas de brazo, de paja, las poltronas con almohadones y cojines forrados de damasco y taburetes con canapé”, indica Torres Agudo.

Para los servicios de mesa, usaban loza inglesa, francesa y china, cristalería fina y cubertería de plata, lebrillos, bandejas y cafeteras.

Decoraban las residencias con cuadros y láminas, en las que se destacaban imágenes italianas, de temática pastoril, e iconografías hagiográficas como las de Santa Clara, Nuestra Señora de Guadalupe y Nuestra Señora de Soledad.

En las alcobas empleaban catres, colchones de tafetán, sábanas y sobrecamas de algodón, mesitas de noche, taburetes, espejos, lavadero y armarios roperos. En las paredes solían colgar mapas.

Atuendos y alhajas

Muestras de los atuendos de entonces eran los de Raymundo Esparza, tesorero de la Hacienda Real, quien, de acuerdo a la autora, tuvo nueve esclavos en su servicio doméstico, y llevaba uniforme compuesto de casaca, chipa, calzón de grana y volantes, chalecos y calzones de angarípolas de lienzo, seda o tafetán de distintos colores.

“La mayor parte de las camisas, corbatines, pañuelos, peinadores, sábanas, colchas, mantelerías, delantares, cortinas y paños importados de Asia eran de algodón, morcelina, raso, seda y tafetán; mientras que los que eran traídos de la Península eran de hilo y lienzo”, escribe.

Algunos hacendados atesoraron carruajes y alhajas, como el ya mencionado Esparza, quien fue dueño de dos calesas, un relicario de plata, pendientes de vidrio, una sortija de piedra blanca, relojes franceses, cadenas y hebillas de oro y piedras para el corbatín.

Francisco de Paula Gazcue y Olay era propietario de muchos objetos de oro y plata, desde cubertería hasta relicarios, pulseras, jarrones, alfileres, rosarios, anillos, hebillas y relojes.

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Infografía
Casaca femenina de la época, exhibida en el Museo del Traje en Madrid. (MUSEO DEL TRAJE)

Productos costosos

Los “nobles” de la colonia no sólo se alimentaban con “productos de la tierra”, cultivados en la isla. Además, consumían aceite y aguardiente de Orleans, vino de Burdeos y de Grenoble, vino blanco de Jerez, cervezas, aceitunas, alcaparras, ciruelas pasas, jamones y quesos, puntualiza Torres Agudo.

Igualmente, gustaban del pan, elaborado con harina de trigo importada de Venezuela, Curazao, Jamaica, Saint Thomas y Saint Domingue (hoy Haití). A pesar de sus esfuerzos, los peninsulares y criollos no lograron producir trigo en Santo Domingo y tuvieron que aprender a comer el casabe de origen taíno, exportado entonces a Venezuela y Puerto Rico.

A la sazón, en los campos abundaban los cultivos de plátanos, yuca, arroz, café, algodón, jengibre, habichuelas, batata, maíz, cacao, añil, frutas tropicales como coco, piña, lechosa, naranjas, mangos y otros productos. Igualmente, criaban reses, aves, cerdos, mulos, potros, burros y caballos.

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