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“Martín, no llores”, un cuento de Elizabeth Villamán

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“Martín, no llores”, un cuento de Elizabeth Villamán

Estábamos sentados en el comedor. Desde la noticia de la visita de Don Charcones, para Martín y para mí, ese se había convertido en nuestro espacio habitual. No dormimos ni comimos durante dos días. Creo que apenas respirábamos.

Los dos permanecimos en silencio como el día en que don Charcones nos contrató. Sentí como varias gotas de sudor me corrían por la espalda mientras Martín me acariciaba la mano por debajo de la mesa, también me pegaba pataditas tímidas en la pierna. Yo mantenía la mirada fija al frente, intentaba encontrar algo que me distrajera, algo que hiciera desaparecer el nudo que traía en la garganta.

Martín volvió a lanzarme otra patada. Lo miré, tenía los ojos enrojecidos, y la nariz llena de mocos. Estaba como enfermo. Sí, tenía que ser una enfermedad.

—Tengo hambre, Cachita —me susurró.

También me apretó la falda como un niño, arrancó los pedazos de tela que se estaban deshilachando. Pero yo seguía con la mirada en la puerta, apretando los puños.

Don Charcones llegaría en cualquier momento.

Las tripas de Martín o quizá las mías se escuchaban por la casa entera. Crujían entre las grietas. Y después se silenciaban. En ese momento daba igual, pero en la noche nos dio muchísimo miedo. El sonido a veces no parecía venir de nosotros sino de las paredes.

—Tengo hambre —me repitió Martín, pero no se atrevía a levantarse sin que yo diera la orden—. ¡Cachita! —gritó y enterró las manos en mi falda.

—El hambre es mental —contesté fría y seca con los ojos puestos en la puerta, mientras sentí un apretujón en la barriga.

Martín hizo silencio y se puso las manos en la cabeza. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Tenía que hacer algo. Sabía que su llanto podía costarnos la vida.

—¡Anda! Abre la ventana —le dije deprisa y fue lo único que se me ocurrió.

Don Charcones siempre nos decía que los hombres no lloraban, aunque a mí eso no me parecía tan malo.

—¡Ábrela! —le grité.

Él fue arrastrándose hasta la ventana. Intentó abrirla, pero sus brazos, delgados y sin fuerzas, apenas se lo permitían. Se quería echar a llorar otra vez. Lo sé. El movimiento de los ojos, el temblor del labio inferior.

Deprisa me acerqué, le abrí la ventana de golpe y le di varias bofetadas.

—No insistas con esta actitud.

—Tengo hambre.

—¡Nos meterás en problemas!

—Cachita... —dijo y se me tiró en las piernas.

Aplastó el rostro y lloró como por cinco minutos. Respiraba fuerte, abultaba el pecho y los mocos se me pegaron en la falda. Después sonrió. A Martín le gustaba llorar. Para mí que lo disfrutaba en alguna forma que yo no podía entender. Las mujeres si podíamos llorar, pero a mí no me gustaba.

Martín quiso hacerlo de nuevo, pero se detuvo cuando empecé a patearlo.

—Don Charcones está cerca. Contrólate.

—Cachita...

—Martín, no llores.

Cuando dije eso se detuvo unos instantes. Apretó el rostro y volvió al comedor, muy avergonzado. Yo hice lo mismo. Parecíamos dos estatuas instaladas en las sillas. El teléfono comenzó a sonar, y a lo lejos, se escucharon los ladridos de los perros, sus pezuñas rasgando la puerta. También olía a pan quemado. El olor que siempre se traía don Charcones.

Martín y yo nos miramos. De nuevo le temblaban los labios. Me levanté cojeando hacia el teléfono. Primero se escuchó la tos seca, después los escupitajos, por último, la voz ronca y carrasposa:

—Toy´ ceica´, Cachita —dijo don Charcones.

Tosió una vez más y después trancó.

Martín me miraba con los ojos envueltos en lágrimas.

—Martín, no llores —le dije.

Y aunque se esforzó ya no pudo controlar más el llanto. Me acerqué y lo abracé con la intención de que se calmara, pero eso solo lo puso peor. Le acaricié el rostro, también lo besé en los labios. Era nuestro primer beso.

Su piel olía a tierra húmeda. Por un segundo dejó de llorar y se acunó sobre mis pechos. Se aferró a ellos como un recién nacido y se mantuvo calladito. Me susurraba cosas estúpidas como que se había enamorado, y no sé qué tantas cosas... Yo dejé que hablara. Él ya no tuvo más ganas de llorar. Fingí que también me pasaba lo mismo, que sus besos me gustaban, que su piel no olía a tierra húmeda y a excremento. Le dije que hasta tenía ganas de llorar cuando se escuchó la puerta, cuando sentí el olor a pan quemado.

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