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“Sin afán ni ansiedad”, un cuento de José Balbuena

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“Sin afán ni ansiedad”, un cuento de José Balbuena
José Balbuena, autor del cuento. Foto: fuente externa

Cuando los visitantes llegaron, se detuvieron en la orilla. Río abajo, Fernandito respiraba todo el aire puro y se daba chapuzones. Se zambullía profundo y salía a lanzar jícaras a los mangos, pero perdía el equilibrio asegurando sus calzoncillos al lanzar. Aunque el abuelo gritaba con insistencia, el niño solo escuchaba el caudal con su agua dulce. Y mientras el viento alegraba las palmas y los robles centenarios, un olor fresco envolvía el ambiente.

Los otros visitantes se habían distraído asombrados por el recibimiento que les ofrecieron las ciguas palmeras, que volaban libres y espontáneas sobre la arboleda. Ascendían con rapidez y planeaban sobre las copas de los árboles más altos, mientras la brisa masajeaba sus alas. Cantaban hermosos, a todo pulmón, giraban y el sol no les molestaba. Improvisaban acrobacias entre las ramas a una velocidad sorprendente, siempre con gracia y elegancia. Descendían al río a beber y sentían el aire fresco bajo las sombras. Se unían decenas de compañeras, con agendas igual de flexibles. Unas cantaban a coro y hacían espirales para los recién llegados, otras buscaban frutas y las hallaban sin esfuerzo. Ningún árbol les negó sus frutos, ni alojamiento, ni indispuso sus ramas. Al mediodía no recordaban su mañana y no tenían planes para el atardecer, solo vivían a plenitud.

El abuelo subía río arriba con algunas carpas ensartadas en alambre dulce, y Fernandito sabía que la diversión se acababa. No daría el tiempo para bañarse con los visitantes, que ni siquiera lo habían visto. Ahora eran más personas, y al niño le entró una risa porque le parecía tonto ir al río con esas ropas y esas maquinarias. Quizás no sabían nadar, pero él podría enseñarles y llevárselos para el salto. Empezó a pitarles como pitaba a las bestias del conuco, pero no lo escuchaban. Cuando tomó aire para gritarles, el abuelo le pegó con una rama de cereza por los pies. El niño saltó agarrándose el calzoncillo.

–¡Ay, papá, pica! –gritó el niño llorando.

–¡Cállese, muchacho! –le susurró sujetándolo con la fuerza bruta del brazo–. Deja esa gente que tan` afanao porque le ta` cogiendo lo tarde.

–Pero, papá, yo no hice nada malo –reclamaba el niño por el ramalazo–. ¡Pica, papá, pica!

–¡Por tar` de afrentoso, esa gente ya le habrán firmado lo permiso!

Al día siguiente iniciarían las excavaciones a primera hora, pero antes ya las ciguas habrán madrugado para cantarles.

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